Ahora que mi hijo está enfermo --pues a la gripe que lo tiene postrado en su cama se aunan la congestión nasal, la fiebre y esa sensación de cuerpo aporreado--, quiero pensar la enfermedad. Mejor: deseo ensayar sobre el malestar desde el lugar del padre y, sobre todo, de quien puede autoproclamarse "sano" respecto al enfermo.
En el caso de los niños, cuando uno de ellos dice "Estoy enfermo", es que en verdad lo está. Pareciera una tautología, pero si vamos a las circunstancias en las que se articula la frese, caeremos en la cuenta de que se trata de una contundente declaración de fe. ¿Por qué? Desde siglos el niño sabe que si enferma, lo esperan el jarabe, la pastilla, la jeringa, de modo que a veces tarda mucho en confesar que le duele algo o que un malestar camina por su cuerpo. El heroismo del niño ante la enfermedad radica en que luego de sopesar todas las consecuencias que traería confesarle a los mayores que se encuentra indispuesto, lo hace, a riesgo de que lo lleven ante la inquisidora presencia del Médico.
Pensando en lo mismo, alguna vez me pregunté dónde nace el talante hipocondríaco de muchos adultos, y hallé la respuesta en las dádivas que se le otorgan al enfermo cuando niño. Porque así como "enfermo que come no muere", bien podríamos decir que "niño enfermo que es obsequiado, a duras penas permanece de adulto alentado". Porque he sabido y visto que por algunas salas y camas de los niños enfermos circulan desde golosinas hasta carritos de juguetes y toda la artillería de caprichos que tenga el infante enfermo, en una afán obsequioso de padres, familiares y amigos por cosificar la salud del niño, a costa de las fuertes emociones o los movimientos bruscos que a nivel del estómago o de los brazos puedan implicar los dulces y los objetos regalados.
No obstante, nada tan triste como estar desalojado de cualquier posibilidad de cariño cuando enfermamos de niños. Creo que allí la compasión, revestida con el guante del mimo, del gracejo y del puchero, tiene sus mejores galas y resulta admisible, si pensamos que, más allá, se trata de una de las voluntades más hipócritas del cáracter humano. Pero al niño enfermo le vienen bien una caricia, una palabra a media voz, un susurro de "vas a estar mejor, nene", que baña su alma de gotas de bálsamo edulcorado. Más allá de que algunos adultos consideren que la salud viene envasada en un trozo de chocolate o en medio kilo de algodón envuelto en peluche, creo que ese guante de seda compasivo sobre la frente del niño enfermo es una de las mejores medicinas en medio del calvario que implica soportar una gripe, una diarrea o el frío dolor del yeso en una pierna rota.
Para otros adultos, la efermedad en sus niños, nietos o sobrinos cae como una bendición divina. Existen algunos infantes a los que únicamente aquieta, sosiega, sienta o acuesta una gripe o una indisposición estomacal, de modo que algunos adultos pueden decir: "Tan hermoso y tan enfermito el niño", y pensar en secreto que así está bien, y que si Dios lo quiere así, por algo será. ("Tan bello y quieto que está en cama"). Como también hay otros niños que desarrollan rápidamente el síndrome hipocondríaco, de suerte que siempre están enfermos o se declaran al boder de estarlo, sin importarles mucho la siempre odiosa e imprevista visita al Médico.
En fin, mi hijo está hoy enfermo. A veces paso a consentirlo y en otras lo cargo de jugo y otros líquidos. Lo abrazo suavemente para sopesarle la temperatura, al tacto, sin termómetro, con la mano que calibra a ciegas la fiebre, cuya capacidad de mímesis es impresionante. No es la primera ni será la última gripe. Pasarán los días y volverá a reír, a correr, a ingeniarse puentes y casas con las cosas que encuentre. Por fin la enfermedad será asunto de otros días y de otros niños. Y quizá otro padre emplee la misma receta que tengo contra la gripe de mi hijo: nada de obsequios, algo de cariño, mucho reposo y más líquido.
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