Mi intención no es la queja ni el reclamo; mucho menos la censura, en tiempos andantes cuando todo está permitido en tanto que no agreda la integridad del otro. Sin embargo, quiero pronunciarme ahora sobre los enormes, anchos, cómodos recintos cristianos --porque de religión hablo-- que han proliferado durante más de tres lustros en la ciudad hasta convertirla en una interminable bodega de almas donde se fabrica la salvación humana, sin hostias, sin vino de consagrar y sin la solemne retórica del cura católico.
Primero fueron anónimos cultos de oración en casas de familia construidas bajo el dictado de esa extraña arquitectura greco-yeso-romana. Después vinieron las esporádicas reuniones de Alabanza en los antiguos teatros donde la ciudad aprendió a ver cine, mucho antes de que el VHS y el DVD acabaran, para bien o para mal, con otro culto: ir a ver películas al Calima, al Bolívar, al San Fernando o a los Cinemas. Ahora reinan las Casas de Oración, las Comunidades, las Cruzadas, las Fundaciones Cristianas dentro de espaciosos recintos donde se fabrican el amor, el camino a la salvación y la compasión hacia el prójimo. Hoy los cristianos son los únicos capaces de rebosar el estadio o la plaza de toros (su Dios cuelga imaginariamente el cartel de 'No hay boletas'); sus pastores proclaman, para el caso del Pacífico colombiano, que oran "por una costa que no ha sido olvidada por Dios", y alquilan o compran tantos metros cuadrados como diezmos codician sus manos. Se trata acaso de una lección bien aprendida de la Iglesia católica --con la cual coincido poco--, de ese afán neurótico por apresar el Universo en una catedral del tamaño del estómago de Dios.
Paseando hoy por una de las calles de la ciudad, me preguntaba, a riesgo de ganarme luego el regaño o el sermón: ¿Habrá otro sector con mayores y más promisorios índices económicos que los del Culto Cristiano? Debe ser muy atractivo lo que allí se ofrece (he escuchado ruidos de palmas y de música y de quejas compartidas) porque niños, niñas, mujeres, hombres, ancianos parquean donde mejor caigan sus autos lujosos e ingresan con el fervor de quien entra al restaurante para calmar una sed y un hambre eternos, algo diametral y teatralmente distinto al rictus resignado del católico, que corona los peldaños de la Iglesia con la convicción de que siempre recibirá la misma hostia insípida. Debe ser muy generoso ese Dios de los cruzados, los hermanos menonitas y hosannos (me han dicho que es perito en heterónimos como Yahvé y Jehová) porque en la ciudad ya se cuentan más Fundaciones y Cruzadas que Catedrales y Capillas, erigidas las primeras en teatros y bodegas donde ya no parlotean los fantasmas de Kubrick, Fellini o Spielberg, ni se empaca quién sabe qué cerámica sino que se venden la gran poltrona para el alma y el inodoro de la salvación.
En definitiva, debe ser muy sabroso lo que allí se come o se eyecta porque el resplandor y el descanso que irradia el rostro del Cruzado Cristiano contrastan con la amargura y el estreñimiento vocacional del Fiel Católico.
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