Una madrugada, después de haberle roto el cuello al cisne de la noche, mi amigo quedó anclado en los extramuros de la ciudad. Como siempre, estipendio de promesas, una que otra cerveza que de pronto reencarnaron en el cuerpo de un par de mujeres. Mi amigo, a quien por experiencia yo le había recomendado ausentarse lo menos posible y nunca en solitario por aquellos lugares sacro-santos, decidió que esa era la última etapa de montaña, la última pendiente de ese ciclo-paseo etílico que parecía prolongarse sin medida. Habló con las mujeres pero luego descartó cualquier pacto con ellas y salió a improvisar sus bailes en uno y otro sitio; pagó pequeñas cuentas propias y ajenas; vio a un hombre recoger del suelo un proveedor lleno de balas mientras apuraba una copa de aguardiente, y finalmente encalló en las manos de cualquiera.
Como mi amigo nunca se refiere a la madrugada sino a la noche, consideró que a las tres de la mañana esa anchísima y ajena piel luctuosa del cielo seguiría arropándolo a donde fuera, pues en verdad eran las tres de la noche y bebía en buena compañía. El yin de otra mujer mostró un cuchillo, presto a saltar sobre la sangre de quien fuera en caso de que éste o ésta viniera loco o que sus ojos mostraran el otro lado del infierno. Mi amigo vio y escuchó, reclinado sobre el altar de los puñales. Quiso mirar su reloj pero no pudo, pues alguien le había robado el tiempo de sus manos; buscó en uno de sus bolsillos el teléfono móvil , pero se dio cuenta de que había pasado lo mismo. Entonces se encomendó a la billetera, que sí encontró arrinconada en la poltrona. Ningún rastro de dinero. Nada. Apenas dos tarjetas bancarias inservibles, con saldo eternamente en rojo; un almanaque de 1991 que había guardado porque traía el mensaje "El trabajo es el amor hecho visible"; dos fotos, de él y de una ex-novia que se resistía a dejar la billetera; y un papel ilegible con datos de amigos y parientes muertos.
El mesero, que no perdona cuenta, le gritó que ya todo estaba pago y le preguntó que si quería otra cosa. Mi amigo salió del bar como pudo, con destino a un taxi que jamás lo llevaría a ninguna parte en tanto no mostrara el más mínimo pasaporte monetario. Esperó que las mujeres y los hombres abandonaran el sitio, mientras que la piel de la noche ganaba la palidez del día y muchos hacían planes con cualquiera e iban rumbo a sitios donde, sin importar la hora, beberían, bailarían y fornicarían en la eterna estación de la noche.
Entonces mi amigo reconoció los ojos del hombre que había recogido el proveedor, y como vio que le sonreía casi diciéndole "Te conozco, bacán", aceptó beber la copa de aguardiente que una de sus amigas le puso casi en la boca. Salieron en una camioneta y antes de perderse en el embudo de la rumba clandestina, escuchó que habían decidido llevarlo a su casa, pues el hombre del proveedor jamás salía con borrachos extraños, y mucho menos ese día, cuando celebraba una de sus "vueltas". Ya en la mañana, mi amigo recordó que una de las mujeres se había quedado con su camisa, luego de que ella misma se la quitara para evitar que mi amigo la manchara con la salsa regada sobre el cojín del asiento trasero. "Tan linda", me dijo que pensó justo antes de que dos policías tocaran el timbre de su casa.
No traían ni su reloj, ni su teléfono, ni su dinero. Sólo estaban interesados en hacerle unas preguntas. Le repitieron la intención mientras mi amigo veía que ellos le miraban y le miraban intensamente el torso.
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