24 de junio de 2021

ELOGIO DEL SILENCIO

Dos expresiones contrarias y al mismo tiempo hermanas despiertan, cuando se dicen o articulan en voz muy alta, cierta contrariedad: "¡Cállate!" y "¡Habla!". 

Tras su aprehensión por las fuerzas del orden, encargadas de garantizar el cumplimento de la ley, el sujeto in curso en delito escucha: "Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga será usado en su contra". El silencio como derecho, cuando en verdad es un deber que, como sentenció el poeta Eugenio Montejo, cual piedra "debemos pulir todos los días de nuestra vida". Silencio que ausenta del marasmo ruidoso del otro, de los objetos del mundo, del caos y la confusión de la palabra que rueda por callejones y dobla mil esquinas.

Llevado a los estrados judiciales, el procesado deberá hablar, al menos por interpuesta persona, mediante su abogado. Ambos mantienen un pacto de silencio, pues sólo entre ellos se sabe si hay o no culpabilidad ante lo que se juzga; si el procesado cometió o no tal o cual delito; y bien cómo se procederá frente a la incontestable pero no declarada culpabilidad, pues "todo mundo es inocente hasta que no se pruebe lo contrario". 

Pero bajándonos del tinglado jurídico, es pertinente exaltar el poder del silencio sobre el parloteo incesante en el que va el mundo. Silencio sabio, que edifica un balcón imaginario desde el cual observa, inmutable, el tránsito verbal, altanero, caótico, siempre derrochón y tan convencido de su fortaleza. Silencio en general denostado por quienes mueven el cotarro del "Háblame" sin cortapisas, cuando no del "Repítame", especie de sordera indirecta en la que nos sitúa la palabra, bronca, monda y lironda.

Callar es un privilegio de unos pocos frente al imperativo que otros, la gran mayoría tiene respecto al uso y el abuso de la palabra hablada. Porque, como bien reza el adagio, atribuido a Ernest Hemingway (por lo demás, tremendo hablador): "se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar". Aunque, claro, sin abrazar este radicalismo podemos decir que al silencio llegamos después de muchos tropiezos o de algunos desencantos ligados al destino hablantinoso del ser humano.

"Pero dime algo", implora el amante. Enigmático y altivo, el silencio es mucho más fuerte, mucho más elocuente que el grito, siervo del autoritarismo verbal.

Imagen: Descanso (1905). Vilhelm Hammershøi.

22 de junio de 2021

DUELO POR LA MUERTE DEL DEICIDA

2021 marca un itinerario exitoso para dos libros: el uno, la reedición de un volumen crítico cuasi incunable, 50 años después de su rimbombante aparición y 45 quizá de su no menos comentado veto a manos de su propio autor por una causa que evitaré aquí revisar pero que todo el cotarro literario conoce; el otro, la publicación de las memorias, del testimonio, de la bitácora de duelo de un hijo a partir de la muerte del autor que inspiró el primer volumen del que hablo. Se tratan de García Márquez: Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, y de Gabo y Mercedes: Una despedida, de Rodrigo García Barcha.

Del primero en realidad haré sólo una referencia: tengo en mi biblioteca un ejemplar de aquella atesorada primera y (hasta hoy) única edición tirada en marzo de 1971 por Monte Ávila en Caracas del (hasta entonces y luego por mucho tiempo, ¿o tal vez hasta ahora?) mayor estudio, aplicado y amoroso, de la obra de García Márquez, levantado con rigor por Vargas Llosa, entonces los capos del Boom literario latinoamericano. García Márquez, el deicida mayor, una suerte de demiurgo literario, es ahí el inventor de una realidad real y a la vez ficticia; el constructor de un mundo imaginario que tiene un peso rotundo en el mundo fáctico; tanto, que hasta termina subvirtiéndolo, cuando no reemplazándolo. Además el libro despliega un tono ensayístico a caballo entre la erudición sociológico literaria y la libertad estilística de un verdadero amanuense de la palabra, algo que se repetiría en otro estudio de Vargas Llosa, La orgía perpetua, esta vez dedicado a su tótem mayor, Gustave Flaubert.

Es del segundo libro al que me refiero aquí un poco más in extenso. Rodrigo García Barcha, al igual que su hermano Gonzalo, crecieron y se hicieron hombres bajo la inabarcable e inevitable sombra de su padre. El menor, Gonzalo, llegó a ser artista plástico, mientras que el mayor, Rodrigo, incursiona con relativo pero creciente éxito en medios audiovisuales. De ambos hemos sabido muy poco, al menos dentro de aquellos círculos amplios atentos a la vida y obra de las celebridades y de sus herencias. No obstante, Rodrigo García (que así firma el texto) nos obsequia un libro de su propia alforja, y el acierto es innegable: en las páginas dedicadas a los últimos días y a la muerte del deicida, Gabo, Gabriel, García Márquez, transitan la nostalgia, el pudor, la rabia, el silencio y la soledad ante la ausencia de quien le marcó los días como hijo y nos marcó tanto como lectores de la mejor literatura embaucadora. 

Aunque la fijación del texto del inglés al castellano adolece de repeticiones y otras caídas menores, la obra es un acto de amor de un hijo que nunca parece haber tenido contradicciones visibles con el padre, ese deicida cuya membranza va más allá del demasiado humano ser desmemoriado que murió el 17 de abril de 2014. Descubrimos al creador en su laboratorio (cual Aureliano Buendía, absorto en el cuarto de alquimista), al padre en sus palabras y al esposo en su complicidad eterna con Mercedes Barcha, por quien el libro también ofrece un réquiem, dado que la "Gaba" dejó el mundo en agosto de 2020.

Vemos al hijo viajando entre Los Ángeles y Ciudad de México, reconstruyendo ahora el mundo interior de lo que él llama "El club de los cuatro" (Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo) y evocando después al padre de humor impenitente. Pero también están los no dichos, los personajes innominables (a excepción de "Álvaro", que suponemos es Castaño Castillo, uno de los mejores cofrades de García Márquez) o innominados, quizá porque no merezcan aparecer en estas páginas o tal vez para evitar menciones incómodas o comprometedoras. Están la luz, el pájaro muerto como una premonición, Gabo en su cama de hospital dentro del legendario hogar de Fuego 144, las flores amarillas, la memoria diluída, las cenizas...

Se trata de un libro imprescindible --como el de 1971 que vuelve a ver la luz 50 años después-- para los gabófilos y los gabófagos,
al igual que para los interesados en los libros autobiográficos donde la muerte y el duelo imponen su fúnebre bandera.

18 de junio de 2021

ADIÓS A LA DICTADURA PROFILÁCTICA

En países como el nuestro, siempre a medio hacer, cuando no mal hechos desde sus orígenes coloniales, todo gobierno que presuma de su fuerza y de un velado o rotundo populismo es dictadura. Muchos, con razón o por resentimiento, lanzan a los cuatro vientos el apelativo aquel contra el gobierno central, cuyo defecto congénito es haber sido elegido en medio de decisiones democráticas siempre imperfectas. Pero no hay tal "dictadura", a menos de que hablemos de una concentración de todos los poderes en manos cívico-militares y de regulaciones de facto sobre la sociedad civil. Y ese, aun cuando estalle el abuso de la fuerza pública y gobierne al país casi que un sólo partido, no es el caso nuestro.

Pero de aquellas autarquías políticas me alejo aquí para celebrar el inminente fin de la atroz forma de gobierno que ha regido nuestras vidas por algo más de 15 meses, desde el perdido 2020 hasta el actual y no menos desperdiciado 2021. Me refiero a la dictadura profilática.

Los gobiernos del mundo ordenaron confinamientos, horarios estrictos y regulaciones de salida infames pero comprensibles en medio de la desoladora situación de la pandemia. Además repartieron protocolos de aseo y normas de higiene que nos instalaron en la dictadura de lo limpio, de lo inmaculado, de lo profiláctico por encima de nuestra natural propensión a lo tocado, lo llevado y traído por aquello que Baldomero Sanín Cano llamó la "civilización manual". Hasta las manos desaparecieron, cercenadas simbólicamente en el abrazo o el saludo, ahora sólo en forma de muñones o metamorfoseado en una voltereta de codos y caderas. En fin: la dictadura profiláctica puso un rótulo de "Peligro. Contagio Inminente" en nuestras cabezas, y así todos, todas caímos en la tierra baldía del nuevo coronavirus.

Pero hoy la caída del régimen salubre parece llegar a su fin de la mano del antídoto democrático de la vacunación. Atrás o en la basura, más bien, van quedando tapabocas, guantes y aditamentos quirúrgicos exclusivos --hasta hace 15 meses-- de los centros médicos. Algunas grandes ciudades de Estados Unidos y Europa han liberado a su ciudadanía pues los contagios llegaron a niveles casi nulos. Y las palabrejas aquellas acuñadas por la dictadura profilática (aislamiento, bioseguridad, aperturar, cuarentena, toque de queda, etcétera) también ocupan un discreto lugar en el recuerdo de un año largo lleno de incertidumbres y ansiedades. Vuelven los besos, los abrazos, las copas en terrazas de verano, el saludo fraterno, las salas de cine con público y los parques con niños gritando, liberados, por fin reencontrados con su humana imperfección.

Mientras tanto, ¿qué sucede entre nosotros? Acostumbrados al rejo en el redil, nuestros pueblos de América Latina siguen bajo regímenes democráticos (y por ende mal hechos) con apariencia de agentes redentores que, o bien someten, o bien dejan al libre arbitrio del sálvese quien pueda, aun cuando tenemos vacunas en medio de endebles sistemas de salud. 

El punto es que la dictadura profiláctica se niega a languidecer entre nosotros, tan mimetizada como lo ha estado en decretos y medidas de emergencia que agigantan la pequeña podredumbre que anida en la cabeza de los gobernantes. Nos movemos entre el contagio, el repunte, la muerte y la "economía", y así se nos va la vida hasta la siguiente gran pandemia orbital.

📌Viñeta de El Roto (España). (28/04/2020). 

https://elpais.com/elpais/2020/04/27/opinion/1588004509_040442.html

15 de junio de 2021

ÚLTIMA CONSIDERACIÓN SOBRE EL AZÚCAR

Mi consumo diario de azúcar oscila entre 28 y 48 gramos. Es alto. Ello incluye la convergencia básicamente de dos de los seis tipos de azúcar: glucosa y fructosa. Por mi dieta habitual están casi descartadas la sacarosa, la lactosa, la galactosa y la maltosa. Amén del agua y del té y del café en pocas dosis, tomo casi todo sin azúcar, aunque la fructosa del banano me sirve para endulzar algunos batidos y postres. La papaya hawaiana y la piña oro miel son dos de mis pecados capitales. Por lo demás priman los vegetales, los frutos secos y las grasas relativamente benévolas del aguacate, el coco y los pescados azules, que volví a probar porque extrañaba el sabor del salmón, la trucha, el atún y la sardina.
 
Es vox populi que una persona adulta debe consumir máximo 26 ó 30 gramos de azúcar al día (sumando las pequeñas dosis de todas aquellas clases de azúcares). Sin embargo, si en este país que sufre de hambre y de envidia tienes la "fortuna" de desayunar con café en leche y dos buñuelos, a las 8:00 de la mañana ya habrás ingerido cerca de 45 gramos de azúcar. Vienen luego el jugo o la fruta antes del almuerzo y el helado de postre y patatí y patatá: a las 2:00 de la tarde la ingesta de azúcar con facilidad puede rayar en los 120 gramos. Y queda casi todo un medio día por delante: un mecato antes de la comida o, si es fin de semana, una salida a cine o fuera de la ciudad y más comida. La felicidad del domingo pesa entre 150 y 200 gramos de sacarosa y lactosa. De puro azúcar en el "departamento más dulce de Colombia".

A este ritmo, una persona adulta como yo puede acumular al mes un promedio de 4500 gramos de azúcar: alrededor de 60 kilos al año. La cereza en el postre o, mejor, la breva en el manjarblanco es diciembre, cuando los besos, los abrazos y las deudas se duplican tanto como el consumo de azúcar. En los 40 ó más días que dura este mes, una persona en uso de sus cabales, despreocupada ante todas estas barbaridades que escribo, puede echarse a la sangre fácilmente 8 kilos de azúcar.

Antes yo comía bastante y mal, ahora consumo poco pero buen alimento. En esto no hay ninguna superioridad moral o algún afán de eternidad, pues vivo convencido de que podría morir apenas termine de escribir esto, debajo de las ruedas de una tractomula en el Alto de Letras o sentado en una poltrona durante un día de marzo de 2049. Pero evito el azúcar refinada menos para derrotar el imperio azucarero que convirtió al Valle del Cauca en un desierto verde y más para cuidar lo poco que tengo de vida, evitar la obesidad, la inflamación, la depresión y la jaqueca.

Tampoco deseo aconsejar ni adoctrinar a nadie respecto a la más que necesaria moderación frente a los azúcares. Pero sí quiero sugerir que una vez el médico decrete el hallazgo de niveles elevados de glucosa en sangre estando en ayunas (algo por lo cual ya pasamos quienes tenemos más de 40 calendarios), busque en redes sociales un buen contador de calorías. Y resígnese al sabor natural del mundo: será neutro, ácido o amargo sin azúcar; quizá no sepa mejor pero es más saludable.

📷 https://extremaduraempresas.es/el-azucar-la-droga-del-siglo-xxi/

13 de junio de 2021

EL DISCRETO ENCANTO DE APARTARSE

"España, aparta de mí este cáliz", cantó César Vallejo en la parodia trágica de la frase bíblica atribuida a Cristo en la cruz. Cáliz del absurdo que representa, para el caso de la España que resuena en los versos del peruano, la guerra, siempre inútil, entre uno y otro bando en contienda y que a la postre sume a la patria en muchos años de oscuridad rotunda.

Nuestra época ofrece aquellos cálices de los cuales pareciera que habría que beber sí o sí con el fin de no dar visos de abstinencia hemorrágica; es decir, de aversión a la sangre que correo o salta al tinglado donde los extremos se revientan a puñal y a varillazos en las super-autopistas de las redes sociales.

Digo que alejen de mí esos cálices porque tal vez un signo de madurez y autogobierno sea disfrutar del discreto encanto de apartarse. Hacerse amigo de la senda media, que no del camino mediocre, exige reflexión, pausa, autonomía. Cabeza fría, que llaman, cuando arden las frentes altivas en nombre de banderas cuyos colores muchas veces son ajenos. Abrazar el equilibrio, como enseñan el ensayo y la bicicleta, permite sintonizarse con las denotaciones del alma propia, antes que con las disonancias y los ruidos provenientes del rugido colectivo. 

Pero apartarse distingue su atributo de la imparcialidad per se; del punto medio que inmoviliza y nos deja sin criterio. Del "No sé" o "Porque sí" cuasi infantil que repetimos cuando no sabemos ni queremos ahondar en las razones que motivan uno u otro resultado a favor o en contra de cualquier objeto del mundo. Apartarse más bien involucra la conciencia de que toda actuación encarna un mediano o largo plazo y que ninguna reacción frente a dicho objeto del mundo puede ser repentina, precipitada o irresponsable.

De modo pues que el discreto encanto de apartarse renuncia al gregarismo del "Me gusta" o del "Me enoja"; del Esto o lo Otro; del Blanco y del Negro; del Sí o del No, batallando en silencio por las certezas que palpitan en el lado tenue, impreciso y volátil de la vida.

10 de junio de 2021

ELOGIO DEL RODAR EN SOLEDAD

En otro lugar escribí que el ciclista aficionado, aquel que llamo "ciclósofo", es un paranoico de sí mismo. ¿Qué nos echa a rodar en bicicleta a la calle, por trochas o caminos relativamente transitados? ¿De qué fantasma interior escapamos una vez vamos sobre dos ruedas? Nunca sabremos la respuesta, aunque puestos a examinar la razón fundamental por la cual seguimos montando en bicicleta (a cambio de nada específico, cuantificable o medible) creo saber que se trata de una experiencia que busca repetir la fascinación que nos dejó la infancia al convertirnos en aliados del viento asidos al manubrio y los pedales.

Antes que escapar de algo, queremos ir al encuentro de un lugar que siempre está más allá, que yace inencontrado en los vericuetos del destino. Se trata del triunfo de un fracaso sospechado: si bien nuestro punto de partida es claro, el de llegada se avizora en nuestro deseo y casi nunca se concreta del todo. Aun cuando los mapas y nuestros archivos tracen las rutas de manera fidedigna, el viaje, este, el de ahora, traiciona aquellas líneas, curvas u ondulaciones, de tal suerte que la bicicleta termina reinventando el territorio, instalándonos en la geografía imaginaria de nuestro paisaje interior.

Todo esto y más viene a cuento porque me interesa elogiar el arte de rodar en soledad. En esa soledad que nos enseña a rumiar el silencio, el dolor propio, la agonía o la simple y loca y más solitaria sonrisa (o el inaudito alarido también) desgarrada ante las sorpresas del camino. Aunque muchos defiendan las salidas ciclísticas en grupo (porque divierten, arropan y convidan al convite), yo prefiero lanzarme a trancas y barrancas solo con mi cuerpo, mi máquina, mi deseo y mi silencio. Así mismo dibujo las líneas de ese paisaje interior que voy poblando de soles, nieblas, lluvia, barro, verde, azules, tantos olores y colores.

Salir a rodar en soledad encarna quizá un egoísmo ciclosofístico que impide compartir ese placer tan íntimo que edificamos piedra a piedra o en la pizarra gris del pavimento. Y es que repitámoslo: a rodar en bicicleta se aprende en soledad. Una vez nos liberamos de las ruedas auxiliares, y de la mano que nos apoya en la lucha en favor del equilibrio, ganamos el pasaporte a la patria de la introspección. 

De modo pues que rodar en solitario nos exilia en aquel espacio privilegiado del reencuentro consigo mismo, tan allanado en estos tiempos por la autarquía del otro, tan entrometido en la calle y en las autopistas virtuales de las redes sociales.


📷 https://www.freepik.es/vector-premium/feliz-lindo-nino-nino-montando-bicicleta_12568746.htm


8 de junio de 2021

LA PANDEMIA EN BICICLETA

Los veo desde mi Aislamiento Obligatorio ir a sus trabajos montados sobre unas bicicletas heroicas que resisten todos los climas y todas las hambres. Van de madrugada, a media mañana, y vienen al atardecer, ya casi de noche, mientras que más de medio mundo aguarda sentado en sus poltronas o en las sillas de teletrabajo que la pandemia baje su bandera negra.

Por siempre, los obreros ciclistas, aquellos que de verdad jamás pararon ni pudieron acatar el Aislamiento Obligatorio --porque su imperativo es salir o salir--, siguen aliándose con el sol, con la lluvia y con el viento para afrontar sus trabajos, entre los que cuento, por ejemplo, el reparto de víveres a domicilio, el cuidado de los pocos automóviles que aparcan a las afueras de los bancos o los supermercados, donde de seguro ocupan el puesto de las cajas registradoras. También los he visto aparecer con blancos uniformes médicos o con atuendos propios de las casas de seguridad.

Pero en el otro mundo del ciclismo, el de aquellos que viven de masticar pedales con las piernas (que compiten, que ganan su vida calculando vatios, kilómetros, rutas) y el de quienes salen por deporte o por gozoso entretenimiento (para bajar kilos, para hacer amigos, para autoflagelarse horas enteras…) el debate se reduce a salir o no salir.

Quienes salen, aprovechando las autorizaciones de ciertos gobiernos, vuelven a vivir el golpe del viento en el rostro y la asfixia que produce pedalear con una mascarilla, con un tabapocas o barbijo. Pero eso es, aunque a la larga peligroso, apenas un pequeño obstáculo frente a la emoción que implica salir de nuevo al mundo gracias a la magia de las dos ruedas, sobre un artefacto cuya historia se pierde en el tiempo: La bicicleta parece eterna cuando pensamos que nuestros primeros movimientos en el vientre son circulares, ingrávidos, como aquellos primeros giros de quien aprende a montar de manera autónoma una bicicleta.

Pero quienes salen también hoy son mirados (en la realidad y en las redes sociales) por algunos como los nuevos “leprosos”, dado que para muchos salir es exponerse a la pandemia, y entonces todo tipo de especulaciones vienen a la luz: que el marco y las ruedas de la bicicleta pueden resultar contaminados por el nuevo coronavirus, como si este anduviese a la caza de los ciclistas, únicamente de ellos. Desde luego que toda salida implica un ritual bioseguro que incluye las máximas precauciones antes y después de rodar por el poco espacio que aún se tiene en la ciudad.

La bicicleta en tiempos de pandemia tiende a imponer su “monarquía popular” porque nuestro alado artefacto es sinónimo de salud, distancia física y aislamiento móvil. Todo en el mundo del ciclismo parece decirnos: “Rueda y tendrás una vida buena”.

Cae la tarde. Desde mi Aislamiento Obligatorio veo volver a los ciclistas obreros en sus bicicletas. Provistos de tapabocas, mascarillas o barbijos, guardando una sana distancia, pedalean alegres porque regresan de nuevo a sus hogares. Ellos y ellas, en alianza con el viento y con la lluvia, dibujan en mi ventana la ilusión de la calle que nos recibirá sobre dos ruedas una vez la pandemia decida bajar su ingrata bandera negra.

Nota: Texto de mayo de 2020.

6 de junio de 2021

PASIÓN POR VER ARDER

Creo que Jorge Luis Borges tiene muchos versos, casi todos, memorables, pero de ese impresionante arsenal de imágenes destaco aquellos que dicen (mal citados aquí) dar gracias al fuego, "porque nadie puede mirarlo sin sentir un asombro antiguo".

Quizá el argentino pensaba en la referencia secreta a lo que yo advierto como la pasión humana por ver arder algo, alguien, con o sin razón aparente, haciéndose fuego ante los ojos extasiados por la remembranza de las llamas primordiales, bastante remotas en el tiempo pero presentes en su perenne ardentía en el leño de nuestro sistema límbico.

En la niñez aprendemos que el fuego en la Tierra debió de instaurarse a través de los rayos caídos sobre la madera u otro objeto de combustión rápida y segura. O que devino luego de la frotación de maderos, piedras, cuando no del contacto entre éstas y ramas, hojas, heno. En fin: el ser humano conquistó el fuego y en él arraigó una porción soberbia de divinidad.

Pero decir que conquistamos el fuego es indicio de un candor que nos debe poner frente al hecho irrecusable de que ha sido el fuego uno de nuestros dominadores esenciales. Me explico: al querer conquistarlo, él nos ha sometido ferozmente, sin que podamos escapar de su hechizo, tan inabarcable como es; tan inextinguible como se muestra una vez algo, alguien enciende la chispa que evolucionará en hoguera. Por él se han quemado personas, libros, prestigios, iglesias, etcétera, y seguimos embelesados con las lenguas que hablan el idioma de las llamas.

La pasión por ver arder: oleadas bárbaras transitan las praderas de la historia quemándolo todo, sembrando llamas en tierra fértil y convirtiéndola en praderas yermas. Los que hoy hemos venido a emparentar con los vándalos, ahora en las ciudades dan rienda suelta al éxtasis de la incineración en el crepitar de utensilios públicos y de edificios bancarios. Fuego volátil que paraliza las urbes y que instala el simulacro de la desaparición del dinero. Luego quedan el humo y los escombros, el asombro ya no ante el fuego sino frente a la silenciosa danza de cenizas.

Y entonces quizá sea preciso decir aquí, contraviniendo a Borges, que las cenizas despiertan un fuerte asombro antiguo, porque nos recuerdan que nosotros, siendo fuego, seremos al final pavesa, residuo, escoria, despojo. Un fuego por fin apaciguado aunque guarde memoria de aquel embebecimiento primigenio.

📷 Cali, Colombia, Paro Nacional (Abril-Junio, 2021).

4 de junio de 2021

CORRIENDO EN REVERSA SOBRE UNA BANDA ESTÁTICA

No he querido escribir sobre Venezuela. Menos aún si mi visita fue a una isla y en la cómoda condición del turista "all inclusive".

Todo para mí es confuso, doloroso y complejo en medio de las tardes radiantes y el agua clara de Isla de Margarita, la eterna Perla del Caribe.

Corrí 55 kilómetros durante los días de mi estancia en ese territorio insular a donde llegó Colón en 1498 para extraer la perla de la Isla de Cubagua. Casi en todas las ocasiones que troté, sentí que lo hacía en reversa sobre una banda estática. La realidad quedó congelada en un tiempo que sospecho fue 2013, días después de la muerte de Hugo Chávez: calles y autopistas mal señalizadas, muchas de ellas abandonadas al ritmo del sol, la lluvia y la sal; edificios de hoteles que fueron o que no pudieron ser, ahora son pasto del tiempo que todo lo corroe.

¿Y la gente? Creo que son famosas la dulzura y la humildad del margariteño, ancestralmente dedicado a la pesca y a las artesanías. Honesto. Laborioso. Sin embargo, desesperanzado, quejumbroso y con razón: el salario mínimo mensual, efectivamente, raya en los dos dólares (5.100.000 bolívares), lo que pueden costar dos jabones de baño, una lata de atún con media libra de arroz o una botella de ron Cacique (para las lujosas gargantas de extranjeros o de boliburgueses). Ni hablar de productos de aseo, de pastillas para el dolor o la fiebre, y mucho menos de renovar los zapatos o la ropa.

"Coño, chico, esto anda mal", oigo repetir decenas de veces. Un taxista que con un dólar podría tanquear su carro durante más de un año quizá, me dice que un caucho o llanta para el automóvil cuesta 200.000.000 de bolívares, algo así como 57 dólares o 165.000 pesos colombianos. Por eso no extraña ver en las calles muchos carros oxidados, sucios, estrellados, sin placas, como si anduvieran sobre esa banda estática que es esta porción de Venezuela.

El chiste repetido de uno de los guías de la agencia de viajes consistía en decirnos, una vez dentro del bus, que faltaba un pasajero. "¿Y saben quién es?". "Falta uno". "Falta Nicolás Maduro". Algunos colombianos se atrevían a decir "¡déjenlo!" o "se lo regalamos". Luego había un silencio y después el acondicionador de aire nos lanzaba a la zona de confort.

En ningún hotel se sufre por agua o por comida. No obstante, muchos locales tienen enormes plantas de energía porque los cortes son frecuentes. El servicio es excepcional, máxime aún si contamos con que una sola propina de un dólar puede equivaler a medio salario mínimo. En cuanto a belleza y tranquilidad, Isla de Margarita conserva el encanto de todo el Caribe.

¿Y Colombia? Una utopía, más que país rival. El taxista recuerda sin punto de error que hace 30 años eran los colombianos quienes llegaban en busca de trabajo. Un vendedor de artesanías en playa El Agua decía que los colombianos eran quienes ejercían la venta ambulante mientras que la policía los reprimía sin compasión. "Y mire cómo nos tratan ustedes en Colombia ahora. Los que se van lo tienen todo allá". Ni tan así, claro, pero algo de verdad hay en todo eso. Yo al taxista le digo: "Mi lema es: ¡Vengan a Colombia, hermanos venezolanos, que aquí hay pobreza para todos". Y compartimos un abrazo y una sonrisa que lo reconcilia con el mundo.

Con gusto habremos de volver. Hay que ser agradecido con ese prodigio insular y con aquellas personas que sí saben de resistencia. Que lidian con el hambre y aún así te saludan y te ayudan y confían en que tú dejes de mirarlos con pesar, como si fuesen inhumanos; o que dejes de hablar mal de Venezuela cuando ni siquiera te sabes el nombre de tres o más estados. Muy pocos confían en el cambio. No creen en el actual gobierno pero tampoco en la oposición. Extrañan a Chávez, porque "tenía carácter". La gran mayoría come una vez al día y si no fuera por el mar la hambruna sería extrema. Por último, otro vendedor callejero me ofrece para la venta su camiseta, que lo declara "arrechísimamente venezolano". Situación arrecha esta: compleja, dura, baldía...

¡Y saber que en Colombia es asunto cotidiano hablar mal o quejarse de la crisis venezolana mientras que botamos la comida en los centros comerciales!

Venezuela bien vale una visita, una sonrisa y una lágrima.

Nota: Esta corta crónica data de julio de 2018.

2 de junio de 2021

DIATRIBA CONTRA LA RESISTENCIA

 Se habla, se pregona, se enaltece por estos días convulsos en Colombia y desde todos los sectores una palabra que para mi gusto sólo empleo, casi siempre mentalmente, cuando voy en alta exigencia en bicicleta o cuando corro porque sí, para acumular kilómetros o para inventarme nuevas rutas: RESISTENCIA. 

Quiero ahorrarme el escenario de esta invocación, aunque sí quiero describir el conjunto de actores que enarbolan ese grito: gente joven, indignada, pauperizada por la eterna circunstancia histórica y política de un país a medio hacer, inviable, cooptado por una élite ignorante y voraz. Gente joven que orbita alrededor de un Paro Nacional Interminable (PIN) convocado por voceros de gremios laborales y estudiantiles, y que como satélite bien sabe que sus intereses o reclamos no necesariamente corresponden a quienes desde su estatus 'oficial' elevan reclamos sociales ante un gobierno torpe, débil e indolente. "RESISTENCIA", gritaron  con voz huérfana. "RESISTENCIA", escribieron en las paredes y en las calles del país. "RESISTENCIA", lloraron cuando cayeron o desaparecieron por uno de los callejones en la noche oscura de la historia de Colombia quienes nutrían este grito, esta inscripción social sin precedentes en Colombia.

El grito, queramos o no, tiene voz y pecho propios. Pertenece a quienes, para bien o para mal, han dado colorido a las marchas multitudinarias con banderas, cantos y consignas. Pertenece también a quienes, equivocados o no, integran el fascismo pop o fascismo kitsch de la 'Primera Línea'. Y sin embargo, al eco de este grito han sumado su voz, potente pero diminuta, como adueñándose de ondas sonoras ajenas, políticos, 'intelectuales', periodistas 'independientes', docentes y profesionales de distinta índole que desde la comodidad de sus impasibles aposentos invitan a la RESISTENCIA, lo que en no pocos casos apunta a una orden para batirse en las calles contra las fuerzas del establishment porque "el mundo es de ustedes los jóvenes" y otras consignas oportunistas.

Muchos ya integran fotografías en sus archivos particulares al lado de la RESISTENCIA. Otros más agotan trinos y estados en redes sociales en favor del apoyo económico y emocional a quienes en múltiples noches, solos, arrojados  por una utopía alucinada o por la pobreza (que todo lo vuelve empatía) a la calle, sin nada qué perder ni ganar, mantienen barricadas, mientras que los oportunistas de toda laya duermen plácidamente en medio de edredones. 

Contra esa RESISTENCIA conveniente, complaciente, irresponsable, sesgada, sectaria y ocasional es a la que me opongo. Excluyo, desde luego, estemos o no de acuerdo, a la RESISTENCIA de la inmensa mayoría de estudiantes, trabajadores, desempleados o soñadores que legitiman la consigna de los Indignados: "Resistir es crear. Crear es resistir", pero entro en desacuerdo con aquellos que bajo la misma excusa de la protesta social incineran, destruyen, asesinan y desmotivan a quienes quisieran adherirse a la consigna de manera franca y limpia.

La RESISTENCIA oportunista y conveniente no cuenta con el otro; lo instrumentaliza para ciertos fines, aun cuando sea hasta limpia la causa, en pro de la denuncia sobre abusos policiales, muertes o desapariciones. Aquella RESISTENCIA ocasional impone su palabra legitimadora sobre el otro, y con el sambenito de escucharlo se erige como salvaguarda de la moral y de la vida. A esa RESISTENCIA repentina yo me opongo porque se trata de una RESISTENCIA, además de todo lo que he dicho, pasajera y caníbal.