29 de enero de 2011

Se compra el silencio



En medio de estas vueltas y revueltas que circundan el nuevo año, escucho ahora una música ensordecedora que llega de afuera. ¿Por qué algunas personas deciden poner a todo tope un equipo de sonido como si hacerlo obedeciera a una petición tácita de los otros, esos vecinos o transeúntes que no participamos de la fiesta, verbena, convite o llámese como se llame?

El problema del ruido es que, además de que anula cualquier posibilidad de silencio (el sonido se filtra por las paredes y las ventanas más que la luz o el agua), trae más ruido. Los televisores, por ejemplo, deben elevar sus decibeles para que el martirizado vecino que está marginado de la rumba pueda escuchar. Y si su intención es conciliar el sueño, debe aturdir con algodones sus oídos, sabiendo que en el alma resuena un remanente de esa alagarabía que lo pone a dar vueltas y revueltas en la cama. ¿Consecuencias? Insomnio, mala noche, malestar del genio al día siguiente. Todo a costa de la sorda felicidad de los demás.

Pero, viéndolo bien, el asunto del ruido no se agota sólo con la vocinglería altisonante que proviene de la fiesta. Se trata de un problema que arropa a la ciudad como una odiosa manta sonora de la cual es difícil sustraerse. Pasan autos, motos, buses, camiones que elevan al cielo su runrún para darle mayor densidad a esa gruesa capa tejida con los hilos del aturdimiento. Siento decirlo pero en pocos años ya los urbanizadores no venderán el verde donde hoy florecen el cemento, la madera y el asfalto, sino que ofrecerán el silencio a un precio exorbitante. Podremos ver carteles rezando: "Compre la calma en casas a pocos minutos de la ciudad" o "Escuche bien: viva el silencio como nunca imaginó". Quizá para entonces poco hará falta comprar ese codiciado silencio, pues fatalmente habremos quedado completamente sordos.

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