28 de noviembre de 2022

ESTACIÓN: LA FRIGOTECA

Hace una década que la bicicleta me salvó la vida. Murió en mí algo, diluido como el sudor del tiempo sobre las autopistas de la memoria. Perdí noches, amigos, encuentros, pero gané madrugadas, más amigos y me volví confidente de paisajes labrados en el paciente ascenso por las montañas mágicas.

Fui cómplice de la niebla y el silencio. Supe que la vida siempre está en otra parte, incluso en los libros o hasta en la vida misma. Supe que uno anhela el aquí justo porque está la promesa de un más allá, de un después, de otro lugar. Supe asumir todas las metamorfosis del dolor.

Más que desplazarse o moverse o viajar, lo importante fue reconciliarse con el nómada interior que nos trajo hasta aquí, para que volviéramos a emprender en bicicleta esas rutas que dejamos abiertas en sueños o en vidas antiguas.

Entonces, ¿qué libro aguarda por nosotros dentro de la
Frigoteca que encuentro en la cúspide tantas veces visitada de esta meta? Quizá contenga muchas páginas que anhelan ser escritas. Quizá en alguna página se lean las coordenadas de nuestra próxima estación. O quizá otras de ellas cifren la respuesta al por qué del regreso en bicicleta una y otra vez a lugares que ya conocemos, en busca de un no-sé-qué.

Quiero pensar que Montaigne dejó ahí en la Frigoteca el comienzo de un ensayo que seguimos escribiendo sin terminar jamás: Que rodar en bicicleta es prepararse a morir.

24 de noviembre de 2022

LA URBE INMÓVIL

La ciudad es un enorme útero a la intemperie. Sobre sus calles, a la sombra de edificios que apuntan al infinito o al averno invertido, nos movemos en busca de algo que siempre está más allá de algo, como gameto en su carrera loca por habitar su catedral. Es un no-sé-qué enmascarado bajo el signo del trabajo, el dinero, la cita crucial, el encuentro con el otro para saldar alguna deuda o imponer la tregua entre smartphone y smartphone, recuperando la olvidada gracia del charlar. En ese útero luchamos a brazo partido, entre sudores, aceites, humo, por salir, avanzar, llegar, carrera loca y muchas veces sin sentido por la autopista metafórica que llamamos "el día a día".

Tal vez lo único que se engendre en medio de todo ese fragor sea la inmovilidad. Y con ello regresamos al tiempo del huevo primordial, del cigoto gestante de un ser nuevo que permanece suspendido en un líquido amoroso y confortable durante siete, ocho, nueve meses (a veces afanosamente menos), inamovible. 

De este modo habitamos la urbe inmóvil: espermatocitos gigantes van dentro de óvulos-sarcófagos ahítos de combustible pero detenidos en eternos atascamientos, tal cual lo avizoró Julio Cortázar en su nouvelle 'La autopista del sur', todo mundo mirando sin por qué "fijamente hacia adelante".

Pero no hay tal adelante. No. La mente, detenida, ansiosa, gira en círculos alrededor del sinsentido de esta utopía que es la movilidad en la ciudad, como gameto extraviado en su destino de no-nato.

22 de noviembre de 2022

LA VIDA INCÓMODA

Llevo una vida más bien cómoda, que no acomodada ni acomodaticia. Le perdemos el temor a las palabras cuando nos asomamos al sótano donde guardan sus orígenes, su etimología. Así, 'cómoda' habla de obrar 'con medida', conforme a, en vínculo con. Claro, 'cómoda' equivale a confortable, a lo mullido, a lo fácil, para muchos. Pero llevar una vida cómoda es según mi obrar uno de los asuntos más difíciles.

Digo que llevo una vida cómoda porque detrás de este obrar aparece una constante autodisciplina para evitar que algunos 'dispositivos de poder' literalmente incomoden mis días. Me obedezco para no tener que obedecerle a nadie. Cumplirle a otro, por el contrario, es cosa distinta.
A lo primero que me gusta someter a la incomodidad es al cuerpo. Sacarlo de la molicie a la que parece condenarnos la vida adulta. Exigirlo más allá de los escritorios, esos lugares donde el sedentarismo consume libros y columnas vertebrales. Exigirlo para que descanse también de sus cómodas rutinas deportivas. Exigirlo para que resista a los embates de los libros y de las lides burocráticas. Exigirlo para el condumio y el amor.
A los segundos que incito a que se incomoden es a quienes más quiero y aprecio. El estilo se forja, no se hereda ni se hurta; la pasión conduce a esa 'comodidad', a esa 'unión con' uno mismo si tenemos vocación, visión y vínculo.
La paradoja resulta evidente (y tal vez insuficiente, llevada al lenguaje): Abrazar la vida incómoda para alcanzar una vida cómoda.
José Pablo Feinmann fue un intelectual argentino de enorme importancia. Murió en 2021, no por coronavirus sino por las secuelas de un accidente cardiovascular. Tenía 78 años. 78 años de los cuales por lo menos 50 los pasó atado cómodamente a un escritorio, tal como logró sugerir en un diálogo con amigos de la Universidad Nacional de Avellaneda y que es posible reproducir en YouTube.
La escalera (Juan Blanco)
"¿Caminar? Jamás caminé. ¿Que era eso de caminar? Mientras tuve un coche hasta el año 92 si había que ir a tres cuadras sacaba el coche del garage... ¿Y qué pasó? Que de tanto estar inclinado escribiendo esos libracos desmesurados... se ve que algo me jorobó la columna...". Al cabo de los años Feinmann reconoce que su cuerpo se redujo a cerebro, manos y sentaderas. Afrontó dolores de cabeza intensos; punzadas en todo el cuerpo al subir pocas escaleras. La columna vertebral se le achicó, lo operaron y no pudo volver a escribir. Entonces tuvo que afrontar la incomodidad de reencontrarse con su cuerpo, enfermo, y caminar un poco, mover los brazos, quizá sudar o perder el aliento, pero ya lo irreversi ble estaba a la vuelta de la esquina.
La comodidad a la larga pasa su cuenta de cobro y el precio a pagar es una molesta, insidiosa incomodidad.
Ejercitarse, no para vivir eternamente sino para un mejor morir.

21 de noviembre de 2022

DIVAGACIÓN SOBRE EL CORRER

Corriendo de nuevo esta mañana. Bosquejando la ruta en la pizarra de la mente, que al echar mano de la memoria pone trazos ya corridos, ya sospechados, y se lanza junto al cuerpo en su andadura. Primero están las ganas de correr, después el equipamiento, luego el jolgorio de las piernas, más adelante las miradas complacidas, cómplices o angustiadas, sobre todo porque advertimos en quien corre frente a nosotros o a nuestras espaldas aquel antiguo acecho: somos presa potencial de esa bestia loca llamada Miedo.

Corriendo vamos inventando el camino, aun cuando este haya sido trazado por los artífices de todo lo urbano. O de casi todo, porque al correr también le damos una forma renovada, inédita, a eso que llamamos ciudad. Hacemos de este infierno de humo y de carcoma un un nicho íntimo, silente, edificado a partir de la arcilla invisible que nuestros pasos van modelando en lo corrido. Hacemos de la ciudad una estación perpetua donde pasea lo fugaz.

Corriendo es posible domeñar ansiedades. Sobre todo aquella ansiedad del otro lugar, del más allá a la medida de lo humano, del pequeño espacio donde no se está pero se anhela estar. Correr es una conquista permanente de una calle o de un pasaje donde algo nos espera, ese algo que nunca encontramos. Por eso seguimos corriendo.

Corriendo de nuevo esta mañana para ofrendar nuestro cuerpo en sacrificio ante ese pequeño dios que es el sí mismo.