31 de enero de 2011

Sobre enfermedades de niño


Ahora que mi hijo está enfermo --pues a la gripe que lo tiene postrado en su cama se aunan la congestión nasal, la fiebre y esa sensación de cuerpo aporreado--, quiero pensar la enfermedad. Mejor: deseo ensayar sobre el malestar desde el lugar del padre y, sobre todo, de quien puede autoproclamarse "sano" respecto al enfermo.

En el caso de los niños, cuando uno de ellos dice "Estoy enfermo", es que en verdad lo está. Pareciera una tautología, pero si vamos a las circunstancias en las que se articula la frese, caeremos en la cuenta de que se trata de una contundente declaración de fe. ¿Por qué? Desde siglos el niño sabe que si enferma, lo esperan el jarabe, la pastilla, la jeringa, de modo que a veces tarda mucho en confesar que le duele algo o que un malestar camina por su cuerpo. El heroismo del niño ante la enfermedad radica en que luego de sopesar todas las consecuencias que traería confesarle a los mayores que se encuentra indispuesto, lo hace, a riesgo de que lo lleven ante la inquisidora presencia del Médico.

Pensando en lo mismo, alguna vez me pregunté dónde nace el talante hipocondríaco de muchos adultos, y hallé la respuesta en las dádivas que se le otorgan al enfermo cuando niño. Porque así como "enfermo que come no muere", bien podríamos decir que "niño enfermo que es obsequiado, a duras penas permanece de adulto alentado". Porque he sabido y visto que por algunas salas y camas de los niños enfermos circulan desde golosinas hasta carritos de juguetes y toda la artillería de caprichos que tenga el infante enfermo, en una afán obsequioso de padres, familiares y amigos por cosificar la salud del niño, a costa de las fuertes emociones o los movimientos bruscos que a nivel del estómago o de los brazos puedan implicar los dulces y los objetos regalados.

No obstante, nada tan triste como estar desalojado de cualquier posibilidad de cariño cuando enfermamos de niños. Creo que allí la compasión, revestida con el guante del mimo, del gracejo y del puchero, tiene sus mejores galas y resulta admisible, si pensamos que, más allá, se trata de una de las voluntades más hipócritas del cáracter humano. Pero al niño enfermo le vienen bien una caricia, una palabra a media voz, un susurro de "vas a estar mejor, nene", que baña su alma de gotas de bálsamo edulcorado. Más allá de que algunos adultos consideren que la salud viene envasada en un trozo de chocolate o en medio kilo de algodón envuelto en peluche, creo que ese guante de seda compasivo sobre la frente del niño enfermo es una de las mejores medicinas en medio del calvario que implica soportar una gripe, una diarrea o el frío dolor del yeso en una pierna rota.

Para otros adultos, la efermedad en sus niños, nietos o sobrinos cae como una bendición divina. Existen algunos infantes a los que únicamente aquieta, sosiega, sienta o acuesta una gripe o una indisposición estomacal, de modo que algunos adultos pueden decir: "Tan hermoso y tan enfermito el niño", y pensar en secreto que así está bien, y que si Dios lo quiere así, por algo será. ("Tan bello y quieto que está en cama"). Como también hay otros niños que desarrollan rápidamente el síndrome hipocondríaco, de suerte que siempre están enfermos o se declaran al boder de estarlo, sin importarles mucho la siempre odiosa e imprevista visita al Médico.

En fin, mi hijo está hoy enfermo. A veces paso a consentirlo y en otras lo cargo de jugo y otros líquidos. Lo abrazo suavemente para sopesarle la temperatura, al tacto, sin termómetro, con la mano que calibra a ciegas la fiebre, cuya capacidad de mímesis es impresionante. No es la primera ni será la última gripe. Pasarán los días y volverá a reír, a correr, a ingeniarse puentes y casas con las cosas que encuentre. Por fin la enfermedad será asunto de otros días y de otros niños. Y quizá otro padre emplee la misma receta que tengo contra la gripe de mi hijo: nada de obsequios, algo de cariño, mucho reposo y más líquido.

29 de enero de 2011

Se compra el silencio



En medio de estas vueltas y revueltas que circundan el nuevo año, escucho ahora una música ensordecedora que llega de afuera. ¿Por qué algunas personas deciden poner a todo tope un equipo de sonido como si hacerlo obedeciera a una petición tácita de los otros, esos vecinos o transeúntes que no participamos de la fiesta, verbena, convite o llámese como se llame?

El problema del ruido es que, además de que anula cualquier posibilidad de silencio (el sonido se filtra por las paredes y las ventanas más que la luz o el agua), trae más ruido. Los televisores, por ejemplo, deben elevar sus decibeles para que el martirizado vecino que está marginado de la rumba pueda escuchar. Y si su intención es conciliar el sueño, debe aturdir con algodones sus oídos, sabiendo que en el alma resuena un remanente de esa alagarabía que lo pone a dar vueltas y revueltas en la cama. ¿Consecuencias? Insomnio, mala noche, malestar del genio al día siguiente. Todo a costa de la sorda felicidad de los demás.

Pero, viéndolo bien, el asunto del ruido no se agota sólo con la vocinglería altisonante que proviene de la fiesta. Se trata de un problema que arropa a la ciudad como una odiosa manta sonora de la cual es difícil sustraerse. Pasan autos, motos, buses, camiones que elevan al cielo su runrún para darle mayor densidad a esa gruesa capa tejida con los hilos del aturdimiento. Siento decirlo pero en pocos años ya los urbanizadores no venderán el verde donde hoy florecen el cemento, la madera y el asfalto, sino que ofrecerán el silencio a un precio exorbitante. Podremos ver carteles rezando: "Compre la calma en casas a pocos minutos de la ciudad" o "Escuche bien: viva el silencio como nunca imaginó". Quizá para entonces poco hará falta comprar ese codiciado silencio, pues fatalmente habremos quedado completamente sordos.

Prohibido nacer


Madrugada camino a casa: una tienda de campaña a las afueras de Urgencias, en el Hospital. Familiares dormidos y apiñados más allá en una y otra banca, debajo del mínimo techo que cubre la ventana de una miscelánea, ahora cerrada.

Una mujer empuja más afuera un coche de bebé sin niño alguno, más bien abarrotado de dulces, cigarrillos y comestibles variopintos. La saludo, le brindo un tinto, conversamos mientras los taxis rompen la calma con su acostumbrada avidez de pasajaros.

La mujer me informa que la situación está cada vez más complicada, pues a esas horas han ingresado pocas ambulancias a depositar heridos o moribundos de último momento, y entonces ha venido poca gente y entonces pocas ventas y entonces la agonía de su coche donde arrulla un bebé de naderías.

Decido echar un vistazo adentro y estoy de nuevo en Urgencias. Atiendo las voces, los murmullos, los chillidos que provienen de la tienda de campaña: un niño o una niña se resiste a nacer. Pocos minutos después un hilo de sangre gana el pavimento, la ciudad, la noche, el Mundo, el Universo.

Más tarde, un perro aliviará su sed sobre la calle.

27 de enero de 2011

Sueño

De pronto bajo del avión en plena Puerta de Alcalá, escribo, en Madrid (sueño). Veo edificios antiquísimos. El paisaje de un concreto verdoso se muestra interrumpido por la enorme nave que nos ha traído hasta aquí. Busco los pasaportes pero hemos venido sin ellos; nadie nos exige ningún salvoconducto, ni en el avión ni ahora que estamos aquí, increíblemente, en España. Es otoño, escribo, y el cielo luce espléndido (sueño) .

Quizá la duda o el temor de estar tan lejos nos detiene (sueño); de pronto queremos ganar la Gran Vía, escribo, y entonces me despierto.

26 de enero de 2011

La puntuación como camino


Desde que alguna vez leí en el bien aprovechado aunque muy desactualizado Curso de redacción, de Gonzalo Martín Vivaldi, que los signos de puntuación guardan correspondencia como el modo de la respiración de quien escribe, mi vida cambió un poco. Quizá antes había encontrado en ese mismo libro o en otro, que el punto, la coma, el punto y coma y demás son como las señales viales en las a veces imprevistas autopistas de la escritura.

Las dos comparaciones, además de sugestivas, son pertinentes. Sobre todo porque, a riesgo de repetir lo que otro habrá dicho ya, el modo como disponemos los signos de puntuación al redactar depende en gran medida de la manera como el alma cante, lo que da para decir que escritura, puntuación y personalidad están profunda, indisolublemente imbricadas. (Ya habrá tiempo para una divagación acerca de la puntuación como señalización vial en la escritura. Por ahora me ocuparé de un asunto distinto pero no menos relacionado).

He conocido escritores autodeclarados "de oficio" o en verdad redactores incidentales que siempre parecen ir de afán, así en la vida cotidiana como en sus textos de ocasión, de suerte que las palabras allí marchan a trompicones, dando pasos largos que trazan huellas en la arena borradas de un tajo y para siempre por el viento, tan carente de memoria. También me he topado con aquellos que en la vida caminan lentamente, ahora paladeando cada frase como si anduvieran a media marcha por una ciudad nunca visitada. Y he conocido a otros que por el contrario se detienen ante el primer andén, sin atraverse a cruzar la calle para echarse a caminar; se declaran abúlicos, pusilánimes, bloqueados, como aquel turista que prefiere pisar la acera de donde lo hospedan y regresar al lobby para más tarde encerrarse en el mutismo de su cuarto.

En mi caso hay de lo segundo y de lo último. Por ejemplo, ahora que escribo esto, me he lanzado por la senda metafórica a la calle, como quien se arroja a la noche en busca de una ruta incierta. Sin embargo, apenas doy tres o cuatro pasos largos, me detengo y me devuelvo porque creo haber dejado algo atrás --las llaves de la puerta, el teléfono, un dato necesario, un recibo por pagar-- o porque no me despedí lo suficiente de mi hijo. Corrijo sobre lo andado para evitar segundos retrocesos, y avanzo. Ahora lo hago con lentitud, observando de un lado a otro, menos atrás que hacia adelante, incluso como si esquivara ciertos baches o como si la calle estuviese abarrotada. Me detengo: pienso en las posibilidades que tiene el camino, pero me quedo en la esquina, desde donde puedo ver lo andado...

Ciertamente, ¿cruzo o no cruzo la calle? Es decir, ¿pongo esta u otra palabra o mejor borro? Caigo en coma profunda: paro, pienso, saludo, miro, deseo. Sigo en mi punto. Quizá sea necesario regresar, antes de que los pasos alarguen el camino; antes de que determine poner punto final a ese tránsito, a esta paranoia verbal, digo, a esta escritura.

Con el auto del sueño me he topado.

¡Punto!

25 de enero de 2011

Guerra y Guerra en el tinglado


Así como los cráteres de las calles de la ciudad pasan inadvertidos en tanto no se conduzca un automóvil o una motocicleta, la pasada tragedia invernal sólo nos preocupó cuando vimos tierras anegadas por agua de todos los ríos --incluso de aquellos que creíamos secos desde hace siglos--, gente ahogándose en la impotencia de la miseria, escuelas vacías de niños y donde rápidamente anidó el zancudo, y hasta pequeños y medianos terretenientes llorando por sus bestias reventadas y el pancoger pudriéndose bajo dos metros de lodo.

Volverá a pasar, ya lo sabemos. Así en 2010 como en 1985, cuando a finales de octubre, según se puede leer en archivos electrónicos de revistas y periódicos, ocurrían inundaciones sin tregua, hasta que en noviembre acabaron en torrentes de sangre abortados en el Palacio de Justicia y cuando el Volcán Nevado del Ruíz vomitó sobre Armero. Así hoy como ayer, en el tinglado de un país en cuyas dos esquinas siempre aparecen dos combatientes con el apellido "Guerra", y en cuyo punto central envejece, sin que nadie la agarre de veras, una bolsa de fique gastadísimo dentro de la cual persisten muchas tarjetas manoseadas con las inscripciones de "Paz", "Equidad", "Salud", "Educación", etcétera. "Guerra" y "Guerra" se enfrentan a favor de, en defensa de, a propósito de, en homenaje a esa bolsa, pero como ninguno de los púgiles derrota al otro, la bolsa sigue ahí, sin que nadie se apiade de ella.

Mientras tanto, el país cae a la lona, se pone de pie, muerde el polvo de nuevo, oye el conteo de 1 a 9, vuelve a pararse, y así hasta que "Guerra" y "Guerra" juegan al boxeo en nombre del ahogado.

24 de enero de 2011

Las palabras (II)

A veces corren a esconderse en el rincón donde un niño alguna vez lloró.
A veces saltan a la última sopa que alguien pone en boca del enfermo, con la promesa de que pronto estará en casa.
A veces manchan con un grito esa pared donde acabaron los días oscuros de ese joven que nadie quiso recoger.
A veces empañan los vidrios del auto donde padre y madre mascan su rabia mutuamente.
A veces caen como estiércol pétreo sobre la algarabía de quienes se odian porque sí.
A veces invocan al silencio para evitar el hulular de la bala en los toboganes de la sangre.
A veces devuelven ese cuerpo suicida a la cama, donde alguien se ahoga en una mezquina serenata de almohada.
A veces saltan a la arena para dibujar el nombre de quien está a pocas horas de encontrarse con el mar en una cópula abisal.
A veces nombran al hijo, que pronto será abandonado en un taxi, en una esquina, en cualquier recodo donde el destino sacude sus ladillas.
A veces vuelven las palabras, simplemente.

23 de enero de 2011

Las palabras (I)


La escritura es una suerte de fallida tarea quirúrjica. Nos empleamos a fondo en ella como quien blande un bisturí sobre la piel y entonces desvela el enigma que guarda la endodermis, hasta dar con el hueso, con el tumor, con la causa de una enfermedad que cirugía tras cirugía sólo termina por avivarse, sin cura posible.

Es asunto quirúrjico fallido la escritura porque no existe nada tan sano y tan enfermo, tan vivaz y tan agónico, tan reciente y tan nonato como el cuerpo donde la escritura opera: la entraña de las palabras.

Por algo será que así como a algunos autores hay que leerlos "con pinzas", a otros simplemente los dejamos incinerárse cual desechos quirúrjicos.

21 de enero de 2011

El surco del arado en bicicleta


Cuando uno transita en bicicleta, las calles parecen menos extenuadas. Aunque el estiércol gaseoso del combustible de los autos suele pegársele a uno en las narices y el polvo que baja de nuestras erosionadas montañas horada la frente, avanzar sobre dos ruedas, como a cálamo corriente, nos dá otra visión del mundo y de la vida, al tiempo que los callejones, las carreras y las avenidas se apaciguan, toman otro aire, ruedan sin la angustiosa monotonía del asfalto: a diferencia de moverse en auto, donde todo parece tan seguro, tan controlado, casi que tan previsible, seguir el decurso de las calles en bicicleta nos pone a cabalgar sobre el vértigo, la sorpresa (un recodo no visto en el camino, una pirueta al esquivar un hueco o al subir el cordón del andén, un ramalazo de aire más allá del obligado hermetismo del auto...) y la libertad de ir en contravía cuando todos marchan fatigados, al borde de una agonía sin fin, encerrados en sus sarcófagos de lata.

Aunque suene obvio, no creo que exista otro medio de transporte más transgresor que la bicicleta. Por eso en muchas de las ciudades donde su tránsito hace rato es regulado, pasear en ella es casi monótono; es decir, un acto de trámite, como quien cumple la condena de ir a su trabajo o volver al hogar por el camino exacto y a la hora predicha. De ahí que jamás use mi bicicleta para otra tarea que no sea la de girar, apartarme o conducirme por 'el surco del arado'; en una palabra, divertirme engullendo las calles, exigiendo las piernas, hallando senderos que alguna vez intuí o que he transitado con ese afán y esa fatiga del transeúnte o el conductor desesperado por ganarle al Tiempo, es guerrero fatalmente imbatible pero al que le encanta más andar en bicicleta que dentro de la prisión del automóvil.

20 de enero de 2011

The Beatles en tiempos de Franco

Ocurrió en España, en el verano de 1965: entre el 2 y el 4 de julio de ese año, Madrid y Barcelona escucharon a The Beatles. Pero "escucharon" es una palabra demasiado altisonante para referirnos a un evento histórico que sin embargo se vio empalidecido a manos de la censura franquista. Al cuarteto de Liverpool lo apartaron de su fanaticada apenas pisó la pista del aeropuerto de Barajas; en todo momento los militares de Franco (aquellos hombres grises) tuvieron entre ceja y ceja las melenas del grupo de Abby Road, incluso en el hotel, cuando una turba de periodistas adscritos al régimen preguntó a los músicos acerca de asuntos tan discordantes como 'El cordobés' y Thalía.

En Madrid tocaron dentro de una desolada, tímida y pacata Plaza Monumental de Las Ventas, cuya majestuosa arquitectura era el marco perfecto para una estampa inolvidable pero que más bien cayó en la miserableza del régimen, que dejó mucha gente afuera y prohibió cualquier exaltación. Nada más triste que ver a la banda inmortal frente a dos centenares de espectadores sentados en butacas sobre la arena del coso madrileño como si estuvieran en un velorio masivo.

Algo diametralmente opuesto ocurrió en la Monumental de Barcelona, donde 18.000 personas exhibieron su vibra a pesar del pésimo sonido y de la sombra gris del franquismo en una ciudad en verdad vital, noctámbula, ensoñante. De los toriles de la Monumental salieron cuatro negros toros ingleses cuyo trapío estaba en la armonía de sus notas eternas.

Dos curiosidades sí me parecen dignas de evocar: esa maravillosa anécdota de los barriles de jerez que firmaron los cuatro con sendas tizas, en una perversa estrategia publicitaria de la Casa Domeq para imponerse sobre el cherry inglés. Al cabo de los años, nadie supo a dónde fueron a parar las cuatro 'botas', hasta cuando alguien identificó dos en una bodega de provincia: ahí estaban las firmas de Paul y de Ringo, preservadas por otro tipo de censura: la ignorancia de aquellos que jamás supieron a quiénes pertenecían esos 'garabatos' de tantísimos quilates.

La otra anécdota demuestra una de las muchas contradicciones que debió de sufrir el régimen franquista: luego del concierto, Brian Epstein bajó maquillado de cabo a rabo al lobby del hotel Fénix. Con discreción pero con firmeza, pidió a dos periodistas amigos, entre ellos José Luis Álvarez --quien publicaría el libro The Beatles en España-- que lo acercaran hasta el Club Bourbon, una de las pocas caletas gay de aquella época.

Son muchas las historias. The Beatles coronados por monteras cuando descienden del avión en Barcelona (la intrahistoria recuerda que compraron cinco ejemplares del libro Toros y toreros, de Pablo Picasso y Luis Miguel Dominguín); The Beatles reventando con sus amplificadores las paredes del hotel catalán mientras que un turista italiano quiso darse golpes con Francisco Bermúdez, el empresario que había llevado al grupo a tierra ibérica. The Beatles en una España estrangulada por el cinturón fascista, más cercana a la aldea que a la vida cosmopolita del resto de Europa.

Finalmente, una joya de cita, ahora a cargo de Jhon Lennon, a quien un periodista londinense preguntó si no les había dado miedo haber actuado en dos plazas de toros. El poeta respondió: "No nos dio ningún miedo. Además, los toros no desafinan".

Esto y mucho más podemos verlo en el documental "The Beatles en España", colgado en You Tube.

18 de enero de 2011

El reino del revés

Invertí las dos últimas tardes terminando de arreglar mi biblioteca y preparando junto a Pablito el poema-canción "El Reino del Revés", de la poeta argentina María Elena Walsh, fallecida el pasado 10 de enero. Obviamente, no quiero repetir aquí verso por verso, pero sí recordar que en un momento de su poema Walsh revela que en ese reino anómalo los pájaros nadan, los peces vuelan, los gatos --de tanto hablar inglés-- no dicen 'miau' sino 'yes', 2+2 es siempre igual a 3 y el ladrón se confunde con el juez. Obviamente, tampoco he esforzado mucho la pensadera persiguiendo los mensajes cifrados que laten allí ; poco me interesa que mi hijo desarrolle la paranoica y a veces morbosa curiosidad del exégeta literario. Pero qué interesante resulta la letra de esta canción si la enfrentamos en parte a una realidad que de alguna manera interpela.

Aquí, en el país, para no ir muy lejos, se ha erigido un reino donde quienes juzgan son los verdugos, mientras que las víctimas deambulan como parias buscando el oasis de la justicia. Hubo un presidente que durante ocho años quiso trocar a su amaño el significado de palabras como "enemigo" (todos mis enemigos son los enemigos de todos), "legalidad" (todas mis leyes son las leyes de todos), "paz" (toda paz se logra eliminando a todos mis enemigos, que son vuestros enemigos), "seguridad" (toda seguridad económica, social, cultural es, ante todo, una seguridad militar), y la lista sigue. El resultado, en este reino del revés, fue que a lo largo de ocho años ese gobierno terminó olvidando a quienes por tanto decía luchar: a casi todos los colombianos. Los damnificados por las inundaciones son muestra más que elocuente.

Porque en este mismo reino, quienes apoyaron las gestas de ese gobierno se salvaron del olvido, tal vez porque son los que más reniegan del país y sin embargo enarbolan manillas con la bandera tricolor, participan en campañas hipócritas a favor de la pobreza, y comen de la telebasura nuestra de cada día. En este mismo orden, los políticos se inventan partidos, defienden colores sui generis, capitalizan votos de afiebrados e incautos, y de un momento a otro --a la manera de peces alados-- saltan a otro nido para empollar huevos ajenos.

En este reino del revés no es de extrañar que nuestros estudiantes ubiquen la Amazonía en el Cabo de la Vela y que confundan a García Márquez con Dago García. O que terminen creyendo que nuestros futbolistas son iguales a Messi o a Cristiano Ronaldo, sólo que éstos han tenido mejor suerte que los delanteros nacionales. Hoy mismo, en este reino del revés, un ex-oficial del Ejército condenado por sátrapa (herencia del hálito del susodicho gobierno) se vuela de una super-segura guarnición militar, al tiempo que miles de inocentes se pudren en las cárceles, sin otro doliente que el mismo condenado.

Tan enrevesado es este reino que aún creemos que los cantantes son nuestros mejores embajadores (cuando no son ni lo uno ni lo otro) y que Colombia es el mejor vividero del mundo. Lógico, lo dijo García Márquez en los años 80, cuando vivía su largo, mullido y prolífico exilio en México D.F.

Mundo al revés este, donde los pájaros nadan, los peces vuelan y 2+2 siempre da 3.

17 de enero de 2011

Una madrugada, mi amigo

Una madrugada, después de haberle roto el cuello al cisne de la noche, mi amigo quedó anclado en los extramuros de la ciudad. Como siempre, estipendio de promesas, una que otra cerveza que de pronto reencarnaron en el cuerpo de un par de mujeres. Mi amigo, a quien por experiencia yo le había recomendado ausentarse lo menos posible y nunca en solitario por aquellos lugares sacro-santos, decidió que esa era la última etapa de montaña, la última pendiente de ese ciclo-paseo etílico que parecía prolongarse sin medida. Habló con las mujeres pero luego descartó cualquier pacto con ellas y salió a improvisar sus bailes en uno y otro sitio; pagó pequeñas cuentas propias y ajenas; vio a un hombre recoger del suelo un proveedor lleno de balas mientras apuraba una copa de aguardiente, y finalmente encalló en las manos de cualquiera.

Como mi amigo nunca se refiere a la madrugada sino a la noche, consideró que a las tres de la mañana esa anchísima y ajena piel luctuosa del cielo seguiría arropándolo a donde fuera, pues en verdad eran las tres de la noche y bebía en buena compañía. El yin de otra mujer mostró un cuchillo, presto a saltar sobre la sangre de quien fuera en caso de que éste o ésta viniera loco o que sus ojos mostraran el otro lado del infierno. Mi amigo vio y escuchó, reclinado sobre el altar de los puñales. Quiso mirar su reloj pero no pudo, pues alguien le había robado el tiempo de sus manos; buscó en uno de sus bolsillos el teléfono móvil , pero se dio cuenta de que había pasado lo mismo. Entonces se encomendó a la billetera, que sí encontró arrinconada en la poltrona. Ningún rastro de dinero. Nada. Apenas dos tarjetas bancarias inservibles, con saldo eternamente en rojo; un almanaque de 1991 que había guardado porque traía el mensaje "El trabajo es el amor hecho visible"; dos fotos, de él y de una ex-novia que se resistía a dejar la billetera; y un papel ilegible con datos de amigos y parientes muertos.

El mesero, que no perdona cuenta, le gritó que ya todo estaba pago y le preguntó que si quería otra cosa. Mi amigo salió del bar como pudo, con destino a un taxi que jamás lo llevaría a ninguna parte en tanto no mostrara el más mínimo pasaporte monetario. Esperó que las mujeres y los hombres abandonaran el sitio, mientras que la piel de la noche ganaba la palidez del día y muchos hacían planes con cualquiera e iban rumbo a sitios donde, sin importar la hora, beberían, bailarían y fornicarían en la eterna estación de la noche.

Entonces mi amigo reconoció los ojos del hombre que había recogido el proveedor, y como vio que le sonreía casi diciéndole "Te conozco, bacán", aceptó beber la copa de aguardiente que una de sus amigas le puso casi en la boca. Salieron en una camioneta y antes de perderse en el embudo de la rumba clandestina, escuchó que habían decidido llevarlo a su casa, pues el hombre del proveedor jamás salía con borrachos extraños, y mucho menos ese día, cuando celebraba una de sus "vueltas". Ya en la mañana, mi amigo recordó que una de las mujeres se había quedado con su camisa, luego de que ella misma se la quitara para evitar que mi amigo la manchara con la salsa regada sobre el cojín del asiento trasero. "Tan linda", me dijo que pensó justo antes de que dos policías tocaran el timbre de su casa.

No traían ni su reloj, ni su teléfono, ni su dinero. Sólo estaban interesados en hacerle unas preguntas. Le repitieron la intención mientras mi amigo veía que ellos le miraban y le miraban intensamente el torso.

16 de enero de 2011

Escritura distal


Hasta el siglo XIX, el ser humano necesitó de todas sus manos para cometer el acto de escribir. En una de sus cartas, destinadas casi siempre a su amante Louise Colet, Flaubert recuerda que su método de escritura privilegia, primero, el largo envión casi automático sobre un primer papel, para más tarde cribar cada palabra en una segunda hoja donde surge la alquimia del "verbo justo". Lo imagino redactando enfervecido con su mano diestra mientras que con la siniestra ataja esa otra página secundaria que finalmente irá a sumarse a docenas de cartapachos de tinta inmortal.

En el siglo XX, con el despliegue de la máquina de escribir (inventada a mediados del siglo anterior), los escritores se sirven sobre todo de sus dedos para insuflarle al papel cierta vida literaria, pues el método mecanográfico de la gran mayoría radica en la "chuzografía" ruidosa sobre un teclado, a diferencia del callado discurrir de la mano sobre el papel durante el siglo XIX y más atrás. De Henry James se dice que encuentra en el ruido de su Remington una especie de sinfonía mecánica que aprovecha para la escritura de alguna parcela de su obra. Sobre la máquina de escribir, los dedos no sólo pulsan las teclas sino que también mueven el rodillo, instalan y cambian la cinta, corren la palanca que lleva de un renglón a otro, y a veces corrigen los yerros con una lápiz-borrador provisto de escobilla.

A finales del siglo XX y en lo que va del XXI, con la instauración de lo que hemos llamado la era digital, pasamos de escribir con todos los dedos a hacerlo apenas con algunas de las 14 falanges distales que tenemos en cada mano. Entonces, antes que hablar de era digital, cabría mejor referirnos a la era distal de la escritura contemporánea, pues hoy escribimos en múltiples tipos de computadores que sólo necesitan de esas falanges terminales para ser encendidos y aprovechados en toda la sencilla complejidad de su hardware. Quizá los mayores íconos de esta era distal sean el iPod Touch y el Laptop de última generación, que nos han puesto a escribir con esa estructura de queratina anexa a la piel, localizada en las falanges distales y llamada uña.

De modo pues que la historia de la escritura ha ido prescindiendo de la mano hasta reducirse a la levísima pulsación de unas cuantas falanges, por lo cual de aquí en adelante no queda otro camino que escribir con las uñas.

15 de enero de 2011

Reciclando por ahí


2000-2010: La última década del auge del papel. Así podría llamar al decenio que terminó el pasado 31 de diciembre, porque cuánto periódico de ayer y libro inservible y cuántas hojas sepias he botado luego de que me animara, por fin, a limpiar mi biblioteca durante los primeros días de enero. Curiosamente, las fechas de la mayoría de los periódicos, por ejemplo, oscilan entre 1986 y 2008. De éste año hasta acá creo haber frecuentado sólo la prensa electrónica, descontando algunos impresos conmemorativos del campeonato del América en diciembre de 2008 y del Mundial de Sudáfrica en 2010. Así mismo, he desechado decenas de libros no solicitados, obsequiados más bien por quienes se consideran lo suficientemente autores, lo consagradamante escritores como para ser leídos con el mismo impulso y la misma rapidez con que redactaron sus obras. Por último, he arrojado a tres bolsas negras un sinúmero de fotocopias y de trabajos finales de curso de algunos estudiantes que carecieron de voluntad crítica y autoconstructiva para reclamar sus textos tras la juiciosa evaluación de quien esto escribe.

De la prensa me ocupo. Tengo en el piso la página deportiva de un periódico local con fecha de domingo 16 de julio de 1986. Nada más al entrar, dos titulares: "Colombia en el Tour: Comenzó el 'calvario'"; "Por fin entregan el toro a Luis Herrera". Dos anuncios publicitarios más abajo: "Fume Royal. ¡Sabor con clase!"; "TODA UNA CASA y por tan poca plata? Nuevo Calipso ¡La respuesta! Las mejores casas unifamilares de Cali. Cuota inicial total $ 330.000... Sepárela con solo $ 50.000... Cuotas mensuales desde $ 15.000...". Y más atrás otros mensajes: "La absoluta solución a sus problemas. PITTER'S HERMANOS. Mentalistas y parasicólogos"; "CINE ORO HOY-18 AÑOS. Nuevo horario rotativo de 11:00 AM a 8:00 PM. TENTACIÓN". Desperdigados en esas seis páginas también puedo leer que América venció a Millos 2-1, en un partido jugado "antenoche" en Bogotá, con goles de Gareca, quien tras un pase de Anthony de Ávila "no tuvo inconvenientes para derrotar a Eduardo Esteban Basigalup"; que tanto en Dagua como en Cauca Seco fueron encontrados los cuerpos ahorcados de dos campesinos, el uno por problemas pasionales y el otro por móviles desconocidos; y que el premio mayor del Título del Sorteo Extraordinario de Navidad, que paga $ 30.000.000, fue para el número 5339, serie 7. Además, que en los teatros El Cid, Alameda y Autocine se proyecta El tren del escape, película dirigida por Andrei Konchalovsky y nominada a trés óscares.

Pensándolo bien, este trozo de periódico no merece la muerte que sí recayó sobre el ciclismo, la vivienda social, los campesinos colombianos, el cigarrillo Royal --el primero de muchos que fumé--, el América de Cali y los legendarios teatros de la ciudad. Lo conservaré al lado que aquellas hojas y esos libros y los otros periódicos que apelan a la milenaria tradición del papel para erigirse como últimos reductos de una memoria impresa que de seguro habrá llegado a su extinción mucho antes del 31 de diciembre de 2020. Bueno, esto a pesar de que los niños de entonces fabricarán avioncitos de papel y de que el papel higiénico seguirá dando fe de nuestra miseria humana.

14 de enero de 2011

Argentinos

Vaya uno a saber por qué pero este nuevo episodio, que en principio concebí bajo el título de "Exageración", terminó llamándose así: "Argentinos". Y es que, a propósito de papeles dispersos y de esfuerzos por concebir las definiciones contrafactuales, me he topado con una anécdota que garrapateé hace unos años en una libretica de apuntes; quería yo atrapar ciertos pálpitos del mundo a través de unos cuantos aforismos que, por lo menos hasta entonces, apenas sí llegaron hasta la letra E. Bajo el marbete de "Exagerar", escribí entonces:

El periodista argentino Walter Sefarian recuerda en un capítulo de 'Expediente fútbol' (Fox Sports) que al partido de despedida de Diego Armando Maradona, en 2001, llegaron a Argentina "periodistas de los lugares más recónditos del Universo". ¡Qué duda cabe!: los argentinos, Argentina, son el Mundo, y el resto de las naciones son el lejano, extraño, gaseoso Universo. Ciertamente, esa tarde de verano La Bombonera se erigió en altar del único Dios del que tengamos noticias tangibles.

Argentinos: una noche de mayo de 2009 abordé un taxi en La Plata junto a dos colegas de la Universidad que estaban hospedados conmigo en el mismo Hostal y con los que había compartido una tan interminable como deliciosa parrillada. Exaltado por las cervezas que habíamos apurado antes, durante y después de la cena, le pregunté al conductor que si tenía alguna idea de qué país veníamos. "Claro, de Colombia. Por el acento". El carro, negro como esos sarcófagos en los que los argentinos han enterrado y desenterrado a sus grandes muertos, iba conducido por un señor delgado, entrado en años y bastante jovial. Se me ocurrió pedirle que hablara como colombiano, y el tipo atinó a decirnos una palabra que le encantaba desde que había conocido, años atrás, a varios jóvenes colombianos en La Plata (por lo demás, ciudad que ostenta una de las diez catedrales más imponentes del ¡Universo!). El taxista estacionó su Dodge, creo, frente a nuestro Jacksonville Hostel y acentuó sílaba por sílaba: "CHÉ-VE-RE".

Esos, por fortuna, periodista y taxista por igual, son los argentinos, ché.

13 de enero de 2011

El patio de la noche

La oscuridad ha dejado de ser para los niños ese territorio encantando otrora poblado de murmullos. Con qué facilidad mi hijo, por ejemplo, va de su cuarto a la cocina, tanteando la negrura compacta de la noche sin otra lumbre que la de sus pequeños pasos. Hoy la oscuridad no es lo que en otras épocas fue para muchas generaciones: miedo, trauma, secreto.

Quizá una de las causas de esta alteración metafísica de la oscuridad recaiga en la ausencia del patio casero, hoy cuando la mayoría de nuestros niños están confinados al blindaje del apartamento en unidades cerradas. El patio prácticamente ha desaparecido del nuevo mapa físico de las ciudades, lo cual trajo el destierro del imaginario que ese espacio privilegiado para el juego y el solaz siempre encarnó. Tiendo a exagerar pero estoy en la verdad si digo que hoy en los patios modernos apenas sí caben un asadorcito, un perrito y, con suerte, dos sillitas y una mesita de plástico.

Recuerdo bien que en la casa donde viví mi infancia, el patio era tan grande como la sala y tal vez más: en él había una ducha al aire libre, muchas plantas, un lavadero enorme y una legión de cachivaches que incluía desde una pesada carreta de hierro, docenas de tejas y ladrillos, hasta varias cajas de madera con botellas de gaseosa vacías, así como una bicicleta en la que yo simulaba ser Centella. De noche era casi una faena heroica ir al patio, sobre todo porque en mi imaginario infantil cabalgaba la idea de que todo ese montón de utensilios inútiles cobraba vida, se movía de un lado a otro, asustaba como esos fantasmas que mi mamá invocaba en nuestras charlas cada vez que había un corte de energía: que El viruñas, que El monje sin cabeza, que La patasola y La llorona...

Durante esas jornadas, mis hermanas y yo escuchábamos a nuestra madre con un silencio reverencial, lo que hacía posible que toda esa fauna de espectros merodeara en torno al comedor y las sillas de la sala. Entonces creo que a ella se le ocurría mandar al patio a uno de nosotros, con el pretexto de arrojar la basura al tarro más grande, pero nadie iba. Preferíamos seguir escuchando a tener que enfrentar la ruta del Fantasma que nos separaba de la noche en el patio.

Hoy mi hijo camina silenciosamente por el bosque oscuro de este apartamento, confiado en que más allá de la oscuridad están las paredes y uno que otro runrún del viento, sólo el viento, colado por una de las rendijas de la noche.

11 de enero de 2011

Sobre la lonchera

Ahora que mi hijo alista su lonchera, de repente viene a la memoria un suceso de 1980. Utilizo la metonimia para nombrar el recipiente donde mañana él encontrará el emparedado, el jugo, la fruta y un dulce para que mitigue la sosera del regreso a casa. Dejo a un lado la especulación y vuelvo a mis días de segundo de primaria, cuando al colegio llegó Walter, un niño expulsado de la Academia Militar y que pronto infundió temor en todos porque era mayor que el resto del grupo y además porque insistía en ir a clase con las botas negras del "reformatorio" anterior. Ese mismo Walter, que nunca se bañaba y que usaba gafas de marco muy grueso, me robó alguna vez la lonchera.

Pero la metonimia cuenta cuando quiero decir que mi lonchera, descontando lo que mañana a mañana ponía mi mamá adentro, tenía una estampa de ese Snoopy perezoso pero alerta encima del techo de su casa, así como las iniciales de mi nombre y apellidos, rotuladas por mí tal vez con un alfiler para evitar que se confundiera con otras o que fuera indebidamente apropiada, tal como entonces ocurrió, cuando pude ver portando mi lonchera a ese niño grande que me fue imposible enfrentar desde mis pusilánimes seis años.

Entonces recurrí, creo, a la coordinadora de Primaria, quien pronto localizó al infractor y lo puso en su sitio: Walter afirmaba que esa era su lonchera; que la tenía desde hacía mucho tiempo, y que yo era un mentiroso. Desde luego, me acordé de las letras alfilerudas, que mostré a la profesora y al niño, pero sorpresivamente Walter mostró la W que con sagacidad militar había escrito sobre la tapa, y entonces me provocó llorar. Pero la profesora consideró necesario mirarle el "chasis" al artefacto naranja y ya no hubo más dudas: pudimos leer mi nombre y mis apellidos completos, que mi mamá había escrito no sólo con la sabiduría sino también con la desconfianza de todas las madres. Walter me devolvió la lonchera, que abrí luego en algún lugar solitario del colegio. Pero no todo fue dicha esa vez: no había lonchera dentro de la lochera. Casi nada: el pan, sin la mortadela y sin el queso, sólo con un pequeño vestigio de mantequilla; el termo, con un remanente de azúcar y algo de jugo de mora. Y la servilleta arrugada, con una W escrita a lápiz rojo.

Recuerdo que la profesora jamás propuso mirar qué había adentro, aferrada a la metonimia que subordina la lonchera a su naturaleza objetual, cuando en verdad, como Walter supo, la loncheriedad de la lonchera radica en el contenido sólido, líquido y gaseoso que aloja. En fin, en la potencialidad proteínica que guardan sus entrañas de plástico. Porque, digámoslo de una buena vez, lonchera sin lonchera no es lonchera, y en su primitiva ontología Walter había raptado el ser del objeto, con lo cual se convirtió en el primer filósofo del que tuve noticia. Fue, en algún sentido, el primer presocrático que conocí (Walteráclito, se me ocurre llamarlo), habida cuenta de que dos años más tarde vendría yo a saber del Doctor Sócrates, sí, el inolvidable capitán de la Selección Brasil en el Mundial de España 82.

10 de enero de 2011

En Colombia, bala perdida


En Colombia, todos tenemos rotulados nuestros nombres en una bala que nos espera a la vuelta de la esquina.

En Colombia, por eso, algunos le disparan al aire, con la esperanza de que caiga de las nubes el maná del desgraciado.

En Colombia, todos rezamos tímidos Padrenuestros antes de ganar el último escalón rumbo a la calle.

En Colombia, por eso, algunos copulan debajo de los puentes antes de que el sol estalle en sangre.

En Colombia, todos padecemos la tragedia de seguir siendo colombianos.

En Colombia, por eso, algunos aspiran a ganarse algo, así sea una de tantas balas perdidas.

9 de enero de 2011

Pirotecnia

Hasta anoche llegaba a mi ventana la ruidosa tromba pirotécnica, como un eructo del cielo que pudo prolongarse más allá de las dos de la mañana. Después, el silencio, la batalla de las horas por preñar de luz al nuevo día. Y el sueño: un largo tobogán de polvo negro que estalla en la piscina donde nada un dragón multicolor desvanecido en el agua.
Los chinos, que lo inventaron todo, también nos legaron la pólvora y los fuegos de artificio. El monje Li Tang, primer técnico del fuego en esto, los impuso para celebrar la llegada del año nuevo y ahuyentar los malos espíritus mediante las formas del dragón dibujadas en la bóveda celeste. Hoy Occidente recurre a la pirotecnica para importunar el sueño de los justos y también para quemar a los niños.

8 de enero de 2011

7 de enero de 2011

Sobre el juguete nuevo: corto encuentro intergaláctico con Buzz


Bien dijo alguien, sin ninguna pretensión erudita, que a pesar de la novedad y la eficiencia tecnológica de algunos juguetes ultramodernos, los niños siempre regresarán a los trastos lúdicos que tanto atesoran: la muñeca tuerta, el carrito abollado, la bicicleta escuálida o el balón de fútbol con el emblema del último Mundial.

Esto porque acabo de mirar la pátina de polvo que corona al Buzz Lightyear que Papá Noel le trajo a mi hijo en la Nochebuena a cambio de las raciones de galletas que el niño le dejó noche a noche en su plato. Hace tres días el grito de batalla en casa era "¡Hasta el infinito, y más allá!", precedido, desde luego, por el destello del laser y el sonido como de pequeños cajones simultáneamente cerrados de la cabeza y las alas del famoso humanoide que ya cumple 15 años (apareció en 1995, en la primera de las sagas de Toy Story). Sin embargo, ahora el eterno enamorado de Jessie y el enemigo del Emperador Zurg ha sido sometido al silencioso olvido del juguete nuevo, al fin y al cabo invasor dentro de un mundo en el que esos autos desvencijados y esas motos harto trajinadas terminan imponiendo su veteranía sobre el recién llegado, así hasta que éste asuma el lugar de los juguetes jubilados.

De hecho, aunque mi hijo vuelve al muñeco luego lo abandona en el sofá. Va por su balón y baja, antes de que el cielo se desfonde sobre la última hora de la tarde. Aprovecho y tomo a Buzz, le cierro la escafandra --porque el aire de este planeta puede sofocarlo--, lo pongo en dispositivo de Encendido, me habla y le respondo, mueve su cabeza y me mira con su cara belfa, saco sus alas, una luz roja y otra verde, y me advierte: "¡Es hora de despegar hacia la aventura!".

-¿Habrá whisky?

-"Esta galaxia necesita mi protección...".

-Bien, pero vamos entonces.

-"Aléjate mientras mi laser se carga".

-De una.

-"Podría decir que seremos amigos hasta el infinito, y más allá".

-Eso me gusta.

Y de pronto Buzz Lightyear se derrite como una golosina entre mis manos.

6 de enero de 2011

Bodegas para el alma

Mi intención no es la queja ni el reclamo; mucho menos la censura, en tiempos andantes cuando todo está permitido en tanto que no agreda la integridad del otro. Sin embargo, quiero pronunciarme ahora sobre los enormes, anchos, cómodos recintos cristianos --porque de religión hablo-- que han proliferado durante más de tres lustros en la ciudad hasta convertirla en una interminable bodega de almas donde se fabrica la salvación humana, sin hostias, sin vino de consagrar y sin la solemne retórica del cura católico.

Primero fueron anónimos cultos de oración en casas de familia construidas bajo el dictado de esa extraña arquitectura greco-yeso-romana. Después vinieron las esporádicas reuniones de Alabanza en los antiguos teatros donde la ciudad aprendió a ver cine, mucho antes de que el VHS y el DVD acabaran, para bien o para mal, con otro culto: ir a ver películas al Calima, al Bolívar, al San Fernando o a los Cinemas. Ahora reinan las Casas de Oración, las Comunidades, las Cruzadas, las Fundaciones Cristianas dentro de espaciosos recintos donde se fabrican el amor, el camino a la salvación y la compasión hacia el prójimo. Hoy los cristianos son los únicos capaces de rebosar el estadio o la plaza de toros (su Dios cuelga imaginariamente el cartel de 'No hay boletas'); sus pastores proclaman, para el caso del Pacífico colombiano, que oran "por una costa que no ha sido olvidada por Dios", y alquilan o compran tantos metros cuadrados como diezmos codician sus manos. Se trata acaso de una lección bien aprendida de la Iglesia católica --con la cual coincido poco--, de ese afán neurótico por apresar el Universo en una catedral del tamaño del estómago de Dios.

Paseando hoy por una de las calles de la ciudad, me preguntaba, a riesgo de ganarme luego el regaño o el sermón: ¿Habrá otro sector con mayores y más promisorios índices económicos que los del Culto Cristiano? Debe ser muy atractivo lo que allí se ofrece (he escuchado ruidos de palmas y de música y de quejas compartidas) porque niños, niñas, mujeres, hombres, ancianos parquean donde mejor caigan sus autos lujosos e ingresan con el fervor de quien entra al restaurante para calmar una sed y un hambre eternos, algo diametral y teatralmente distinto al rictus resignado del católico, que corona los peldaños de la Iglesia con la convicción de que siempre recibirá la misma hostia insípida. Debe ser muy generoso ese Dios de los cruzados, los hermanos menonitas y hosannos (me han dicho que es perito en heterónimos como Yahvé y Jehová) porque en la ciudad ya se cuentan más Fundaciones y Cruzadas que Catedrales y Capillas, erigidas las primeras en teatros y bodegas donde ya no parlotean los fantasmas de Kubrick, Fellini o Spielberg, ni se empaca quién sabe qué cerámica sino que se venden la gran poltrona para el alma y el inodoro de la salvación.

En definitiva, debe ser muy sabroso lo que allí se come o se eyecta porque el resplandor y el descanso que irradia el rostro del Cruzado Cristiano contrastan con la amargura y el estreñimiento vocacional del Fiel Católico.

5 de enero de 2011

Faena


Enero empapa las calles de pájaros muertos, balas perdidas, niños eclipsados como tímidos soles que sucumben ante la más mínima caricia de lluvia. Así marchan las horas, entre el tumulto de noticias repetidas y una que otra hazaña en alguna plaza de toros de Colombia. Sin embargo, nada podemos hacer contra el destino, que nos pone en guardia ante el quinto ejemplar de esta corrida de la Plaza de Enero.


"Cinco de Enero": ejemplar de 1440 minutos, justico de fuerza, manso de solemnidad, casta poco atemperada, extrañamente abanto, gazapeador, algo listón pero atragantado con muchas porciones de tedio.

4 de enero de 2011

En mi alacena tengo


Cumplido el deber de abastecer nuestra nevera; pasada la prueba de ir al supermercado en busca del sustento; esquivadas las filas y la impaciencia de la cajera ante el datáfono --que le juega la trigésima segunda mala pasada entre la Nochevieja y este cuatro de enero--; puestos en su justo lugar los alimentos, tanto en el frío polar del congelador como en la tibieza de la alacena que guarda las pastas, los granos, el azúcar y la sal, me he acordado del ensayo "Fríjoles y civilización europea", de Umberto Eco.
En 1999, a propósito de la inminencia del año 2000, es decir, del nuevo milenio (que hoy vivimos como un rezago del siglo XX), Eco recordó que después del aluvión de peste y guerra vivido en la Edad Media, fueron los fríjoles, junto a los guisantes y las lentejas, los frutos de la tierra que salvaron a Europa de la inanición. De hecho, entre los siglos VII y VIII, cuando arreciaron las invasiones bárbaras, las ciudades europeas sucumbieron ante el signo de la devastación, la indigencia, el desplazamiento y el ocio de la tierra, muchas de cuyas hectáreas volvieron a su condición boscosa, haciéndose imposible cualquier tipo de cultivo. Si a ésto sumamos la recurrencia de la lepra, la tuberculosis y la peste bubónica, tendremos un paisaje dantesco, mucho antes de que apareciera el vate de Florencia. Esta reflexión de Eco nos pone al frente de una certeza: si hubo Oscurantismo en la Edad Media, o por lo menos hasta el año 1000, lo fue sobre todo por el hambre.
No obstante, hacia 1033, los Europeos pasaron a contarse de 14 a 30 millones, y en el siglo XIV llegaron a 60, en una suerte de fiesta de la especie que tuvo mucha razón de ser gracias a lo que Eco llama "el milagro de las legumbres". Como la tierra volvió a las manos de siempre, los pobres siguieron alimentando su pobreza, pero esta vez a punta de trigo, fríjol y lentejas, que les garantizaron proteína, es decir, fuerza laboral y seminal para poblar el mundo. Las legumbres y también las gramíneas, diría yo, a pesar de que Eco las menciona poco. En este punto es pertinente evocar, por ejemplo, a la polenta, esa especie de puré de trigo auténticamente italiana, pero bastante difundida en otros países, que daría empuje a media civilización europea en la travesía por mares ignotos hasta el encuentro con América; la misma polenta que rueda por la mesa del peonazgo en la película "900", de Bertolucci, y también de boca en boca en Argentina, Chile y Uruguay; la misma polenta que emparentamos metafóricamente con la fuerza y el aguante y la razón de la vida. Como tampoco es difícil acordarse del plato de lentejas que ofreció Jacob a Esaú a cambio de la primogenitura, lo cual confirma el alto valor de ese fruto "rojizo". ¡Y ni hablar de las codiciadas lentejas de los secuestrados en la selva o de los fríjoles en tanto que afrodisíaco de los paisas!

Sin querer agotar del todo el tema, me permito concluir que el oro de las gramíneas y de las leguminosas antecedió en Europa al oro de las Indias, y creo que aquél fue tanto o más provechoso que éste para los hijos de Colón, quien por cierto inventó uno de muchos mestizajes culturales al añadirle maíz a la polenta (de trigo, obviamente). Pienso también que en esta Colombia devastada por la inequidad, el desempleo, el hambre y la lluvia, gramíneas y leguminosas, preparadas en horas propicias --porque de seguro también alentaron las ventosidades del Siglo de Oro de Quevedo y Cervantes-- y de muchas maneras --¡Oh, feijoada brasileira!--, pueden salvarnos en las horas del cataclismo final.

Bueno, por lo menos en mi alacena tengo ya una buena provisión de fríjoles, garbanzos, blanquillos, lentejas, harina de trigo, avena y maíz pira.

3 de enero de 2011

¡Dichosos Reyes Magos!


Todo en calma. O quizá no tanto: mucho polvo sobre las ramas sintéticas del árbol de Navidad, que vuelve a la negra crisálida del closet, donde estará guardado más de 330 días. Pablito ha despojado de guirnaldas, papás noeles, bastoncillos y botines a ese esqueleto verde que tal vez sea necesario reemplazar hacia el próximo noviembre, cuando respiremos nuevamente ese tufillo prenavideño que ya uno extraña. Pero el pesebre, el segundo en escena, seguirá incólume hasta el siete de enero, bendecido por la nieve de icopor y el agua de piedras azuladas.

Pues bien: ahora resulta que Pablito, aleccionado por su infaltable Discovery Kids, espera la llegada de los Reyes Magos, con lo cual el niño justifica la presencia del pesebre en la sala del aparatamento. Esta noche mi hijo dejará un pequeño cubo lleno de agua al lado del Nacimiento, para que los camellos de Oriente se refresquen después del largo viaje. Quiero responderle que no hace falta el agua, pues los ríos de Colombia tienen tanta, que los camellos llegarán ahítos del líquido esencial. Como le imagino ripostándome que mejor alistará tres vasos de leche y seis galletas para los Reyes Magos --pues así como Papá Noel engulló cuatro galletas diarias, del 16 al 23 de diciembre, por cada regalo pedido y luego concedido, es justo que Melchor, Gaspar y Baltazar prueben algo de bocado mientras dejan los obsequios--, entonces le ruego al Bendito Señor del Shooping Center que bloquee todo el sistema financiero o les confisque las tarjetas de crédito a los dichosos Reyes Magos.

Todo en calma. O quizá no tanto: dos niños de una casa de la Unidad le han contado a Pablito que los Reyes Magos en realidad no son tres sino dos: Papá y Mamá. "¿Es verdad?, pregunta". "Entonces pon el agua, la leche y las galletas al lado del pesebre apenas den las seis de la tarde", le digo.

2 de enero de 2011

Enero



Mi hijo de cinco años largos y yo abrimos la ventana, enfundados todavía en las piyamas que nos habíamos puesto hacia las dos de la madrugada del 1 de enero. Y era este 1 de enero el que imponía sus estertores hacia las diez de la mañana. El supermercado, cerrado; la panadería de la esquina, apenas entreabierta. Entonces me dio la impresión de que la dichosa alborada de un nuevo año siempre está acosada por la agridulce materia de un tiempo muerto: taxis apenas empujados por la incertidumbre del próximo cliente; motociclistas de comida domiciliaria un poco extraviados entre calles que seguramente han visitado pero que de tanto en tumbo olvidan; un peatón distraído que atina a patear los restos de un volcán de pólvora.

Acaso éstos y otros especímenes encarnaban, cada uno a su manera, el sobrevuelo de un ave fénix que necesitará de un par de días para recobrar del todo el cielo, hasta perderse en la telaraña del nuevo calendario, para luego agonizar entre pitos, llantos, música y cenas inverosímiles un 31 de diciembre, y resucitar, sacudiéndose el vómito y los restos de pólvora, un 1 de enero de piyamas tardías y de ventanas con vista al cementerio de los tiempos.

Sobra decir que una hora más tarde emergieron a las calles los recicladores.

A cálamo corriente



Me había prometido escribir un par de líneas diarias, bien a través del antiguo recurso manuscrito, bien mediante el artilugio electrónico del blog, sólo para cumplir con el mandato que hice público alguna vez en una clase ante mis estudiantes del Taller de Ensayo: Escribir diariamente. Hilvanar, si se quiere, palabras y frases cosidas a párrafos que uno a uno nos pongan en situación de superar ese manido o mítico temor a la página en blanco. Hace unas horas pensaba en el cálamo, ese trozo fino de bambú o de pluma de paloma con el cual los antiguos aprendieron a punzar el papel con la tinta para sembrar el bosque de la memoria, y entonces creí más que apropiada esa palabra --que en otro sentido también evoca la calamidad que aqueja a la escritura-- para nombrar lo que pretendo descifrar en este blog.

Ahora veo que me he detenido varias veces, yendo de abajo a arriba para ajustar lo que he puesto aquí, con la intención primera de lanzarme "a cálamo corriente" para capturar el eco del verbo que vuela, calcinado, entre las horas de esta tarde del domingo 2 de enero de 2011. Abro nuevamente la ventana para que esa mariposa transparente que entra y sale, deje de una buena vez en el teclado las migajas de dos o tres palabras que discurran libremente, ajustadas al ritmo de la brisa o del agua. Al compás del "cálamo corriente".