17 de noviembre de 2011

Günter Grass y Julio Cortázar le dan cuerda al reloj



Por estos días leo El tambor de hojalata y en la balada de Oscar Mazerath, específicamente en el capítulo "Vidrio, vidrio, vidrio roto" del Libro Primero, escucho algo sobre los relojes que ya Julio Cortázar me había dicho en su "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj". Grass publicó en 1959 una de las obras maestras de la literatura occidental, mientras que Cortázar dio a luz aquél texto años más tarde, cuando era el famosísimo cronopio de Rayuela y demás. Alguien, aturdido por la coincidencia --luego veremos-- y desconocedor de la transducción literaria, bien podría declarar que el cronopio hizo acopio del monólogo de Oscar y se atrevió concedernos su versión acerca del adminículo que todos alguna vez hemos llevado cual dentellada del tiempo en la muñeca, o aprisionado en ese otro aparato que incluso sirve para recibir llamadas: el teléfono celular.


Pues bien: recobro ambas escrituras a fin de que recordemos el inexorable paso del tiempo en la literatura y que recobremos a dos inmensos fabulistas del siglo XX.

El tambor de hojalata (Fragmento)


Pero la relación entre los adultos y sus relojes es sumamente singular y, además, infantil en un sentido en el que yo nunca lo he sido. Tal vez el reloj sea, en efecto, la realización más extraordinaria de los adultos. Pero sea ello como quiera, es lo cierto que los adultos, en la misma medida en que pueden ser creadores --y con aplicación, ambición y suerte lo son sin duda--, se convierten inmediatamente después de la creación en criaturas de sus propias invenciones sensacionales.

Por otra parte, el reloj no es nada sin el adulto. Él es, en efecto, quien le da cuerda, lo adelanta o lo atrasa, lo lleva el relojero para que lo limpie y en su caso lo repare. Y es que, lo mismo que en el canto del cuclillo cuando parece durar más de lo debido, y que en el salero que se vuelca, en las arañas por la mañana, en el gato negro que nos sale al encuentro por la izquierda, en el retrato al óleo del tío que se cae de la pared porque el clavo se aflojó al hacer la limpieza, los adultos ven también en el espejo, en el reloj y detrás del reloj mucho más de lo que éste representa en realidad.


Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

15 de noviembre de 2011

Breves noticias después del invierno




Los niños son como soles que cabalgan sobre el agua mientras aguardan que la lluvia pase, en una esquina. Luego vienen otros días, sin paraguas, con la aparente calma azulgrisácea de un cielo que, más temprano que tarde, en breve, termina por desfondarse sobre las cabalgaduras abandonadas a un lado del camino.


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Los viejos salen de su guarida para alimentar a las palomas, exiliadas por la lluvia en la cúpula de la catedral. Una a una, retornan con sus picos a esas manos donde apenas quedan rastros de maíz. En el aire, el tiempo dibuja los mapas del hambre.

14 de noviembre de 2011

Año 1991; Valor $ 200 (20 años del periódico "La Palabra")



Hoy, como tantas costumbres desaparecidas, es infrecuente que alguien adopte la terca tarea de coleccionar revistas, folletines o periódicos publicados en la casi obsoleta pero siempre vigente letra impresa. Y es aún más raro que un adolescente gaste algo de su dinero en comprar desprevenidamente una revista o un periódico que bien puede leer o picotear o descargar desde cualquier página web.
Tengo a mi lado el primer número de La Palabra –1 de noviembre de 1991. “Cali Ciudad Perdida”—, cuando todo empezó. ¿Por qué ese adolescente que entonces era yo, decidió robarle $ 200 a su mesada o a sus magros ahorros para comprar en un kiosco de revistas del centro de Cali ese ejemplar de un periódico que parecía decirle algo de sí mismo, de la ciudad, de sus escritores y de la Universidad del Valle, a la que ingresaría dos años después?
Mes a mes, entre 1991 y 1993, me encontré coleccionando el periódico y entrando al Departamento de Literatura de la Universidad, donde, primero como estudiante y luego como profesor, La Palabra definió en gran parte mi rumbo por la letra impresa y me ayudaría a entender aquello que los antiguos griegos pusieron en la pluma del ensayista mexicano Alfonso Reyes: “Verba volant; escripta manet”. Con La Palabra comprendí aún más la idea de que, en efecto, lo dicho escapa al viento, mientras que lo escrito permanece atado para siempre al devenir de la cultura y a las costuras de la historia.
¡Y qué acontecimiento histórico el de 1997!, cuando después de haber asistido a la Feria Internacional del Libro de Bogotá, decidí escribir una crónica sobre la visita de Mario Vargas Llosa, que había llegado a la Feria para lanzar su novela Los cuadernos de don Rigoberto y que era objeto de un perenne tributo de mi parte, animado por la morbosa veneración de todo lector post-adolescente.
Aquella crónica de siete cuartillas levantadas a máquina pasó por algunas manos, entre ellas las del profesor Darío Henao –recién llegado de tierras cariocas--, quien a finales de mayo sugirió que me acercara a la redacción de La Palabra para buscarle a esas páginas un mejor destino más allá de la egoteca particular. Y fue en la cafetería de Idiomas, enfrente del edificio del CREE, donde, luego de que Darío me presentara, Umberto Valverde y yo cruzamos saludos y finalmente mi crónica sentenció su destino en las manos del mítico Director de La Palabra.
Recuerdo no sólo los largos días de junio esperando el veredicto de Umberto sino también los interminables tachones que él puso en mi crónica, empezando por el primer párrafo, al que condenó con una enfática X por sus frases extremadamente ampulosas. Además Umberto me ordenó reducir el texto de siete a cuatro páginas, lo que significaba romper el espejo del Narciso que todo escritor principiante lleva enquistado en las entrañas de su orgullo. Lo hice, en todo caso, aprendiendo de paso una de las lecciones capitales del periodismo escrito: el poder persuasivo de la palabra justa, que para el caso de la crónica oscila entre el hecho concreto y la voluntad expresiva.
De modo que aquella crónica apareció en el número 65 de La Palabra, correspondiente al 1° de julio de 1997, con el título “Mario Vargas Llosa: Historia de un regreso”. Un mes después figuré en el cuadro de colaboradores de La Palabra, convirtiéndome en el primer estudiante de la recién constituida Escuela de Estudios Literarios en ingresar a esa trinchera afectiva que era la redacción del periódico, elaborado por una docena de estudiantes de Comunicación Social bajo el sigilo de Umberto Valverde.
Lunes tras lunes, en los consejos de redacción, Umberto y los colaboradores definíamos las responsabilidades periodísticas en torno a temas, personajes y escenarios que debían ser investigados por lo menos con dos meses de anticipación. De ello aprendí una segunda lección, a propósito de aquel periodismo cultural liberado del síndrome del inmediatismo: la vitalidad de la prosa surge de un contrapunto entre el vigor de la primera escritura y el rigor de la revisión, pues el proceso de construcción textual (la concepción del tema, la no menos rigurosa investigación y la aplicada reescritura) es el pilar del taller de periodismo y del periodismo como taller.
Entre 1997 y 1998 publiqué cerca de diez textos entre ensayos, entrevistas y reseñas, y en mayo de éste año, en ocasión del número 71, me convertí en Coordinador de redacción del suplemento “La Palabra Crítica”, que luego de ser concebido en 1993 revivió cinco años después, gracias al vínculo entre La Palabra y la Escuela de Estudios Literarios, dirigida el profesor Darío Henao.
En “La Palabra Crítica” encontraron lugar la reseña y el comentario crítico-literario a propósito de libros, revistas y autores de relevancia en la literatura nacional e internacional. Recuerdo divulgamos la obra de Antonio Tabucchi, Rosa Montero, Manuel Vicent, Ricardo Piglia, Eliseo Alberto y Santiago Gamboa, para entonces medianamente reconocidos en nuestro medio. Allí también fueron homenajeados Guillermo Cabrera Infante, Salvador Garmendia y Octavio Paz, a la vez que se presentaron los ensayos de Edward Saíd, la biografía de Norman Mailler sobre Pablo Picasso y el estudio crítico de Álvaro Pineda-Botero sobre la literatura colombiana, entre otros. “La Palabra Crítica” puso a pensar la región, desde la Universidad, sobre algunas perspectivas del acontecimiento literario de Fin de Siglo.
Las lecciones aprendidas a lo largo de dos años de escritura ininterrumpida en el periódico –al que concedí una entrevista en el número 83 del 1° de junio de 1999, a raíz del Premio Departamental de Poesía que me otorgó el Ministerio de Cultura— se convirtieron en mis emblemas al asumir más tarde el honroso cargo de Editor de La Palabra, a la sazón dirigida por el profesor Darío Henao.
Desde el número 135 de febrero de 2004 hasta el 185 de agosto de 2008; a lo largo de 50 ediciones (como decir 50 meses en 800 páginas) que permitieron la participación de múltiples equipos de redacción conformados por estudiantes de diversas unidades académicas de la Universidad e incluso de otras universidades de la ciudad; apoyándome en la fecunda y comprometida línea periodística forjada por los fundadores del periódico y especialmente por su mentor, Umberto Valverde, alterné mi vocación docente con el oficio de Editor en este privilegiado mirador que vio el renacimiento de la Feria del Libro Pacífico, inmortalizó a la antigua Calle 5ª en un dossier urbano, se ocupó de los 60 años de la Universidad, registró el proyecto y la configuración del Sistema de Transporte Masivo de Cali, discutió a fondo temas cruciales como la Ley del Cine o el TLC con Estados Unidos, y celebró los cuarenta años de mayo del 68 y los 80 de Gabriel García Márquez.
Hechas las cuentas, mi presencia en torno a La Palabra, desde aquel 1991, cuando di con ella en un kiosco olvidado del centro de Cali, hasta hoy, coincide con los 20 años que cumple el periódico. Se trata de una mayoría de edad patente en su archivo, por ejemplo, donde resuenan los ecos de una generación que, como la mía, ha intentado escarbar el sentido del mundo entre el papel impreso, las ventanas electrónicas abiertas al universo virtual y el zapping hipercultural contemporáneo. Creo que para todos los que estuvimos ahí, lunes tras lunes, La Palabra representó una inmejorable posibilidad expresiva en cuanto a hechos que iban más allá de la ciudad y del país, en medio de esa realidad en la que, al tenor de la actual infinitud del ciberespacio, son cada vez más escasos los medios impresos dispuestos a ocuparse de pensar el devenir de la historia, la sociedad y la cultura desde la óptica desprevenida pero atenta de la juventud. Pensando en esto, deshojando recuerdos arrumados en cientos de ejemplares, sé, hoy más que nunca, que aquellos $200 que le robé a mi mesada o a mis magros ahorros no fueron invertidos en vano.

12 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Tom Wolfe



Los profesores de literatura, que presumimos de leerlo todo y a toda hora, no somos más que una tribu de ignodoctos. Una de las pruebas: la cantidad ingente de lecturas aplazadas, de cuya cuenta dan los libros amontonados sin abrir, con el lomo virgen como un campo sin arar, en los anaqueles donde improvisamos nuestras bibliotecas. En uno de ellos reposaba intocado, hasta hace unos días, un ejemplar voluminoso y amenazante; una enorme novela que adquirí en la Feria Internacional del Libro de Bogotá en 2003 y que puse junto a otras con la ilusión de abrirla días más tarde. Fui derrotado en las primeras páginas del prólogo donde un hombre va a caballo, ahíto de orgullo y energía, por una plantación de cierta región norteamericana. Ahora, meses, años después, he venido a saber de Charlie Croker, de Termtina, de Atlanta en Todo un hombre (A Man in Full), de Tom Wolfe, quien en mi criterio "ignodocto" aparecía llenando un dato exiguo, el del celebérrimo escritor que propuso cuatro décadas atrás el concepto y la savia del nuevo periodismo.



En 2011 Tom Wolfe llegó a sus ochenta años, vividos entre la mordacidad y la riqueza. Es autor de muchos ensayos y de unas cuantas novelas, entre ellas La hoguera de las vanidades --quizá la más leída y comentada de sus ficciones-- y Todo un hombre, que en la edición que tengo alcanza las 1040 páginas. Para mí ha resultado un encuentro tan adictivo como inaplazable, sobre todo porque a través de sus personajes (Roger White II, Conrad Hensley, Ray Peepgaass, Wesley Dobbs Jordan y Charlie Croker, para hablar sólo de los que urden el tejido de la fábula) nos topamos con un fresco actualizado de la esplendorosa miseria de la condición humana. Sí, como en Balzac, Tolstoi, Kafka, Faulkner y Mailler, a quien tampoco acabo de leer.



El encuentro cercano con Wolfe permite reír sardónicamente, morder el polvo de la gloria y el lodo de la derrota, y escuchar el pálpito épico de algunas cuestiones norteamericanas (la hipocresía, la mega-ambición empresarial, el racismo y las reivindicaciones marginales, el anonimato y la quiebra económica, etc.) de los años 90. Doy gracias por haber dejado de aplazar el contacto con una prosa que página a página ofrece un precioso e inolvidable ejercicio de demolición.

11 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Stendhal



Quisiera despertar el libro, sustraer el ejemplar, desempotrar sus páginas de mi biblioteca pero no tengo voluntad de levantarme, aunque sí de recobrar imaginariamente la edición que tengo de Rojo y negro, de Stendhal, por Bruguera, que llegó a mis manos por algo más de $1000 cuando acababa la década de los 80. Fue un encuentro más que enfebrecido, bajo el ritmo demoledor de la adrelalina del lector agolpada en las venas cuando una escritura logra someternos. Como harto se ha dicho, Stendhal posee aquella voluntad totalizadora característica de las mejores y más prolíficas plumas del siglo XIX: el amor, la política, la sociedad, la Historia misma atrapados en un prisma de múltiples caras en las cuales el lector funge de testigo excepcional de la invención del universo.
Hoy quiero recobrar esta lectura de Rojo y negro prescindiendo de las referencias directas a la obra o a su héroe, el fatalista Julián Sorel; deseo, más bien, darle la palabra a Antonio Muñoz Molina, stendhaliano ejemplar, pues me he topado con un esmerado aguafuerte suyo en el blog Escrito en un instante, también suya como suya es la lectura íntima de Stendhal:

Vivir en una novela

Vivo en El rojo y el negro estos últimos días. Viví y viajé en La educación sentimental hace unas semanas. En las novelas se vive, se viaja, se refugia uno, se navega. Quién que haya navegado en Moby-Dick, en La isla del tesoro, en Veinte mil leguas de viaje submarino no podrá olvidarlo nunca. Había empezado a leer la edición suculenta del Journal de Stendhal que recomendó aquí Pablo el Parisino y derivé inevitablemente hacia Le rouge et le noir, en una edición de bolsillo que tiene mucho de hipnótica, con un retrato tenebrista de Gericault en la portada, un hombre joven con mirada insomne y párpados enrojecidos que podrían muy bien ser Julien Sorel. Vivo en esa novela. Me tumbo con ella y con Lolita en el diván después de comer y si me despierto sin sueño de madrugada me levanto con sigilo para seguir leyéndola. No recordaba que fuera una novela tan impúdicamente llena de política, de dinero, de ambición, de mundanidad, de sexo. Por comparación con Stendhal o Flaubert los novelistas nos hemos vuelto muy estrechos. Confirmo una intuición antigua: Le rouge et le noir es Beethoven en la misma medida en que La chartreuse de Parme es Mozart. El resplandor sombrío y agobiante de las orquestaciones de Beethoven es el de este mundo contra el que se rebela tan en vano Julien Sorel: la voz heroica pero también muy frágil del piano desafiando a la orquesta y finalmente ahogada por ella. Me acuerdo de que una vez, hace años, hablé mucho rato de esta novela con Juan Marsé: su Manolo el Pijoaparte es un Julian Sorel xarnego de las barriadas periféricas de Barcelona. Cuando la gente, los literatos, hablan con tanto desdén de la novela decimonónica, como si fuera de un mueble polvoriento y antiguo, ¿a qué se refieren? Ya quisiéramos nosotros escribir novelas así, tan llenas de presente, tan furiosamente empapadas de la vida real. Quién será capaz de hacer la novela de este tiempo de alucinación y derrumbe, de esperpento y tragedia.



10 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Montaigne




Si tuviera que anotar una página oscura en mi pequeña historia universal de la infamia (si la tuviera, al menos conciente y responsablemente), tendría que sumar aquella donde la "negra espalda del tiempo" dejó de inventar porciones del día-a-día en este blog. Desde luego, se ha vivido, leído, amado, llorado, reído, andado, bebido, abrazado... , pero nada de ello ha merecido el favor de la indeleble autenticidad de la escritura, y todo porque acaso en nuestra mente se hayan trazado esas líneas imaginarias, esos puntos de luz que van siendo palabras, pero sólo en nuestra mente, como decir, acaso, en ninguna parte. Se trata de una reticencia de la cual en otro momento deba hacer conciencia.



Ahora se impone recobrar la escritura. Nada mejor que hacerlo a través de otras voces que estimulen la emergencia de mi voz. Luego vendrá la hora en que ésta retorne al punto de donde partió hace muchos meses y muchas pantallas y muchos día-a-días comohoy, soleado y riguroso en su vuelta a la memorabilia para nadie de este blog.



Precisamente es Montaigne, devenido en tema y alusión, la primera escritura que quiero recobrar. Se trata de un comentario-ensayo de Fernando Savater a propósito de dos libros de reciente aparición (La muerte de Montaigne, de Jorge Edwards, y Cómo vivir. Una vida con Montaigne, de Sarah Bakewell) acerca del lúcido eremita de Burdeux. He aquí la nota publicada en El País hace algunos días:



El Señor de la MontañaFernando Savater

Entre los clásicos de la literatura hay muchos a los que veneramos sin apenas comprenderlos, por adhesión a nuestra tradición cultural: y está bien que así sea. De otros -¡Shakespeare!- nos deslumbra la obra, mientras su silueta personal permanece entre sombras o leyendas. Pero de vez en cuando hay uno del que nos hacemos amigos, que se gana nuestro aprecio humano sin restarle encomio intelectual, del que podemos ser devotos dentro de la simpatía y hasta de la familiaridad. El más ilustre de estos prójimos, el más perdurable porque dura cambiando (como el tiempo mismo) es Michel de Montaigne.

Para quienes creemos que en la vorágine mutante de las formas sociales, las tecnologías, los credos y las modas hay algo esencialmente humano que se mantiene, reconocible siempre, Montaigne es un aliado insustituible. Sus Ensayos, el género que inventa casi sin querer para seguir dialogando intelectualmente con su desaparecido amigo La Boétie, se refieren de mil maneras a la fecha en que fueron escritos, hace más de cuatro siglos. A esa época lejana pertenecen muchos de los acontecimientos que narra, el gusto por la erudición grecolatina que maneja, las opiniones científicas que comenta, los aspectos de la cotidianidad que aparecen a cada paso, etcétera... Sin embargo, el hombre que los refiere, con sus dudas, sus manías y sus temblores, se nos parece en todo. Esta combinación entre lo circunstancialmente remoto y lo íntimamente cercano constituye su inmarchitable encanto.

Hoy es frecuente representar obras teatrales del pasado con ambientación, decorado y referencias históricas actuales; por el contrario, los Ensayos nos muestran nuestros sentimientos cotidianos confrontados con un entorno social y mental cronológicamente exótico. Leyéndolos, sentimos o creemos sentir lo que hubiésemos experimentado de haber vivido en el siglo XVI: pero, sobre todo, compartimos empáticamente lo que Montaigne habría padecido o gozado en nuestro presente. Por eso nos producen un ambiguo y placentero escalofrío en el que la curiosidad por la extrañeza de lo ajeno se transforma en reconocimiento de lo más propio y personal, lo que nunca habíamos contado a nadie pero que ahora nos llega dicho con vivacidad y gracia por una voz ajena, distante y próxima, que nos susurra al oído: tua res agitur, se trata de ti. Somos en lo que cambia, no cambia lo que somos.

Esta fidelidad perspicaz a la humanidad que compartimos le ha granjeado lectores adictos en todas las épocas, empezando por Shakespeare: unos le han tomado como maestro o compañero de viaje, otros han regañado con él con animosidad personal (¡Pascal!), pero siempre lo han tenido por imprescindible. Cada época lo toma como referente de actitudes, temores y esperanzas: quizá la estimación más emocionante sea la de Stefan Zweig, al final de su vida, a punto de suicidarse en el exilio tras la Europa que según él ya se había suicidado, que le convierte en símbolo de la tolerancia perdida y del sonriente y escéptico humanismo martirizado.

Dos libros recientes atestiguan entre nosotros esa identificación siempre renovada con el Señor de la Montaña. El chileno Jorge Edwards, en La muerte de Montaigne (Tusquets), pone su propia vida al paso de la de Montaigne y le utiliza en paralelo para hablar de la emoción y hasta la excitación erótica de la escritura, completando con su imaginación de novelista lo poco que sabemos de su relación crepuscular con Marie de Gournay, acicate sabroso de sus últimos años y fiel editora póstuma de los ensayos. Pero Edwards dedica también especial atención a un aspecto a menudo postergado en la consideración del autor: su faceta como político en una época convulsa de enfrentamientos dinásticos y religiosos, su búsqueda tenaz de acuerdo y reconciliación en la Francia incipiente pero ya dividida. Un hermoso retrato del inmortal que muere batallando por la vida, dibujado desde la información histórica, la intuición narrativa y la experiencia personal.

La inglesa Sarah Bakewell, en Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), no escribe un libro de autoayuda a partir de los ensayos del gascón, como podría sugerir el título. Más bien realiza un examen documentado y ágil de su trayectoria, conducido con inteligencia exenta de pedantería y centrado en la vinculación permanente entre teoría y práctica que caracteriza la obra del pensador. Quizá una de las claves del duradero interés no académico que suscita Montaigne es que no vivió para pensar sino que pensó para vivir: sus reflexiones, ondulantes y a menudo contradictorias, poseen la irremediable inquietud de la existencia real. Lo que Montaigne se propuso fue vivir à propos, es decir, de una manera consciente y reflexiva, comentada por su voz interior, aunque no siempre deliberada y calculadora. Sobre todo, nunca refugiarse en los denuestos y la minusvaloración de nuestro ser, sino aceptarlo y tratar de comprenderlo a partir de un resignado humorismo. El examen de Bakewell es una oportuna y entretenida introducción a este empeño. Al igual que la obra de Edwards, uno de sus mayores méritos es que nos estimula a releer o leer por primera vez esos ensayos que constituyen los mejores ejercicios espirituales de la humanidad moderna. Razón bastante para estarles agradecidos...



13 de agosto de 2011

Postal sobre el Presidente y la camiseta



Justo hoy, cuando la Selección Sub-20 de Colombia juega ante México el partido por el tiquete a semifinales del Mundial de la categoría, el Presidente Juan Manuel Santos cumplió un año viajando por el país en el marco de sus cacareados "Acuerdos por la prosperidad". Y lo hizo en el Eje Cafetero, vistiendo una franela amarilla de la Selección Colombia.



Ningún problema hasta allí, pues desde antes de la Copa América de Argentina o, mejor, desde la participación del equipo femenino nacional en el Mundial de Alemania, el Presidente desplegó su interés futbolero enfundándose el uniforme completo de la Selección y arrojándose a cuanta cancha de entrenamiento se le atravesaba en Bogotá. El asunto es que la camiseta que lució Santos este sábado 13 de agosto es falsa; en otras palabras, se trata de una prenda confeccionada, quizá, en aquella fábrica bogotana donde justo hoy la policía alzó docenas de rollos de tela amarilla, centenares de sellos de la Federación Colombiana de Fútbol y miles de tubinos de hilo azul con el cual bordadoras anónimas se encargaban de grabar en aquella tela la mítica marca de Adidas.



La camiseta de Santos exhibía sin pudor el producto de esa fragua de signos distintivos, modelos y marcas falsas, legitimadas en la investidura presidencial pero castigadas con dureza en un local de Bogotá donde fueron detenidas dos personas y decomisadas docenas de camisetas que estaban a punto de colonizar las esquinas de la capital. Pero hay más: curiosamente, el Presidente habló durante casi todo el día respaldado por la fachada, también falsa, de una "Casa campesina", simulacro de las antiguas y caídas en desgracia casas cafeteras, convertidas en nichos hoteleros para quienes desean oler los aromas del "Triángulo del Café".



No obstante, falsa y todo, Santos encontró en el Mundial de Fútbol la oportunidad para echarse el país al bolsillo gracias a la camiseta de la Selección. ¿Uribe hizo lo mismo alguna vez? Sospecho que tuvo pocos chances, si exceptuamos dos acontecimientos de 2006 y 2007: el primero, a propósito de los parabienes que extendió a la Selección, en ese entonces dirigida por Reynaldo Rueda, antes del partido ante Uruguay, en Montevideo, que el equipo perdió; el segundo, cuando enfrentó a la FIFA por aquella tentativa de vetar a las plazas situadas a más de 2.500 metros de altura. Huelga decir que aun cuando Uribe vistió una original Lotto de la Selección Colombia, el equipo no fue ni a los Mundiales de 2002, de 2006 y 2010, y más bien halló en Bogotá, su sede --defendida al ultranza por Uribe-- su premonitoria tumba fría.



Justo hoy que Santos lució esa camiseta desmarcada, falsa, la Selección cayó ante México 3-1 y se despidió del Mundial en casa propia; como quien dice, a los anfitriones les toca ver la fiesta desde el patio mientras que en la sala los invitados se disponen a partir el ponqué de la victoria. De falsas ilusiones y de verdaderas, contundentes, indigestas derrotas está hecho el país.

11 de agosto de 2011

Postal desde el mar




"Cuando el acueducto esté listo, yo por mi parte seguiré con el agua de lluvia".



El mar insiste en lamerle los brazos mientras que el motor de nuestra lancha devora lento el agua. Le paso una toalla y entonces ella, agradecida, recuerda mi rostro: la penúltima noche de mi estancia en Ladrilleros había pedido un tinto y dos empanadas de camarón en su tenderete, que ella atiende con su esposo y sus hijos. No es el momento para decirle que de marisco había poco adentro, producto de un acto culinario que transfiere más papa que proteína a la empanada, y esto quizá por el resabio 'paisa' que se lo ha tomado todo, como el cáncer de concreto que se expandió durante los últimos 10 años en Juanchaco y, sobre todo, Ladrilleros. Me dice que vuelve a Buenaventura para un chequeo médico que cumplirá al día siguiente. Recibo la toalla y de nuevo el camino vomita un chorro de mar sobre su brazo izquierdo.



"Yo sola soy la única mojada".



Sonrío con la toalla en mano y miro el rostro de mi hijo, dormido pero también empapado, tranquilamente cansado después del jugueteo con las olas. Intentando contradecir su buen mal genio, siento de nuevo la opresión de la selva y el barro arcilloso contra los cuales luchan ahora el concreto y el hierro del futuro acueducto que surtirá de agua potable al circuito Juanchaco-Ladrilleros-La Barra. Creo haber recordado también los rastros de comején en las cabañas vencidas por la selva y el vozarrón del cemento, acompañado por la sordina del ladrillo, a veces habitado y otras abandonado a su suerte en un pueblo al que el mar parece que pronto se fuera a tragar. De hecho, le digo, me sorprendió que ya no hubiese tanta playa, cuando en otros tiempos turistas y nativos resisitían bajo el cielo y el agua hasta las primeras horas del amanecer. Ladrilleros parece hoy más que nunca un acantilado con una diminuta minifalda de arena.



"Sí, qué pesar, el mar se tragó todo. Nos estamos quedando sin playa".



A lo lejos, La Bocana y una postal pesarosa: los gallinazos han desplazado a las gaviotas en su búsqueda de rezagos marinos, alertando que esa población es hoy más urbana que costera, que le partenece más al 'aguamala' de Buenaventura que a la marisma del Litoral Pacífico. Sin embargo, prefiero seguir escuchándola, ahora celebrando que uno de sus hijos (el que de vez en cuando está en el tenderete) trabaje de sol a sol en el próximo acueducto, donde labora una topógrafa a quien ella alivia el hambre por unos pesos al mes. Cuando reconoce que mi destino es Cali, confiesa que vivió aquí por larga temporada en casa de una hermana, y que si por ella fuera se quedaría para siempre en la capital. De pronto advierto en la aridez de mis adentros los cráteres de estas calles, el mega-desastre delincuencial, el calcinante sol de las dos de la tarde sin poca sombra redentora, los cortes de agua cuando llueve y cuando seca... Sí, le digo, Cali es una ciudad bastante amable. ¿Y el agua en Ladrilleros? Agua bendita, agua del diablo: ella avizora desperdicios, gente enloquecida bañándose a cualquier hora, y entre tanto, pienso, el mar engullendo la minifalda de arena como un amante que preña, se va y vuelve a preñar.



"Yo, por mi parte, la utilizaré para cosas como la cocina, pero para el resto seguiré con el agua de lluvia".



Cuando llegamos, Buenaventura es la de ayer, la de siempre, la de entonces, la de nadie.

12 de julio de 2011

Entornos naturales: lecturas



Cervantes en la cárcel, Shakespeare en la Corte, Borges en los cafés, Sábato en la cama, Cortázar en la calle, García Márquez en los funerales, Flaubert en una finca, Balzac en la galería, Baudelaire en el burdel, Wolff en las orillas, Galeano en los autobuses, Onetti en el tugurio, Dostoievsky bajo el puente y Kafka en la tristeza.

11 de julio de 2011

Entornos naturales: los animales



Los sapos en la laguna, las ratas en aguas malas, los lagartos en el Congreso, los toros en la Plaza, las arañas en el techo, las ovejas en el sueño, los mosquitos en el féretro, las serpientes entre lenguas, los osos en invierno, las cucarachas en el heno, los peces bajo el muelle, las libélulas en los poemas, el ruiseñor en la rosa, la termita en los relojes y los chapules en tu pelo.

16 de junio de 2011

Tres haikús desprevenidos



El día siembra



Polvo en las ciudades.



Bebo despacio.



***



Desvelándome



Leo en hojas rotas:



Largo silencio.



***



Árbol que nace.



En la noche callada



Ved tu ataúd.






20 de mayo de 2011

La decisión del guerrero



La vida, que siempre camina en puntillas sobre una cuerda floja, acalló mi rabia dentro de un compacto círculo de niebla. Era una noche de 1993 en Bogotá y hacía unas horas el camión del batallón nos había dejado allí para cumplir con la guardia perimétrica en torno al colegio Anglo-Colombiano, donde estudiaban los hijos del presidente de esa época. Como siempre, de aquel servicio en el norte de la ciudad nos alentaba la promesa del exquisito refrigerio al día siguiente: la infaltable leche con panecillos frescos que regalaba una compañía sabanera cuyo nombre he olvidado. Sin embargo, durante las horas de aquella noche pensé menos en ese noble alimento y más en la decisión fatal que, de haberse dado, habría cambiado el curso de mi vida.



Lejanía, soledad, angustia y resignación suelen ser los emblemas del soldado, aparte de su uniforme, de sus botas incólumes y de su eterno lastre, el fusil. Llegado a otra ciudad, desgarrado de su entorno y su familia, el soldado en su servicio libra una guerra --la mayoría de las veces, silenciosa-- contra la ausencia de la madre, de la novia y de los amigos; sus batallas íntimas quedan anotadas en cartas y en calendarios donde el tiempo destila lentamente los días, de tal modo que, como en la canción, "las horas parecen años". No obstante, pasados los meses el soldado se topa en su ser con el oficio de la resignación, quizá porque, para bien o para mal, sus compañeros de contingente e incluso los mandos militares que lo subordinan se convierten en una familia transitoria en cuyo círculo ocurren la filiación, la risa, el llanto y también la tragedia.



Tragedia que rondó mi vida ese miércoles de 1993 terminando los días infinitos de mi servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial. Nuevamente, creo, mi 'lanza' de guardia era el soldado Alejandro Ruiz, quien meses atrás había acuñado el mote que me acompañaría hasta el final del servicio: "Buen soldado". De Ruiz me gustaba esa ocurrencia, que luego otros compañeros utilizaron, contrayendo la frese como "Buensol", que se hacía referencia a mi comportamiento y a mi impecable presentación. Pero de Ruiz detestaba sus bromas pesadas, maceradas en un mal condimentado humor negro dotado de ofensas antes que de inteligencia.



La verdad, de esa noche de guardia no recuerdo ni una de sus chanzas, pero sí el dolor que causaron en mí; eran tan lacerantes que a medida que las escuchaba, una fiebre sorda iba invadiéndome, y no había termómetro distinto al del fusil para medirla. En la oscuridad llegaban algunas luces lejanas que parecían destellar en los dientes perfectos de Ruiz, mientras que ese mi fusil deseaba erguirse sobre el pecho, cargarse de plomo y pólvora y volarle los sesos de una maldita buena vez a ese Ruiz que reía y reía sin conmiseración. En algún momento lo enfrenté y nuestros fusiles chocaron como si fueran dos protuberancia negras de alces a punto de disputarse el territorio.



Y como alce derrotado, preferí retirarme a un recodo de niebla para escanciar mi rabia y mi llanto. Ruiz siguió allí, riendo. Y donde esté sigue bromeando, por fortuna, tras la fatal decisión que nunca tomé. De lo contrario hubiera terminado siendo un titular de prensa, y yo simplemente un pedazo de miseria en una celda más fría que esa noche de miércoles de 1993.



17 de mayo de 2011

Pesca milagrosa




Entre el río y la roca, dos muchachas que pasan dejando en los árboles un tatuaje de aromas.

Entre el agua y la madera, un pez que trae en sus escamas el eco de la última estrella y se ahoga en esta orilla.

Entre la hoguera y la noche, el chinchorro dormido en el bohío inventa con el sueño de luciérnagas el sendero de tu piel sobre la arena.

14 de mayo de 2011

Una madrugada, la furia



Hasta una esquina sin nombre han venido a detenerse tus pasos vestidos de blanco, desde el cuello donde el beso aún se agita, hasta la última uña que horas antes remataste con una media luna.


Aún hierven sus entrañas en tus vísceras y la mañana despunta en las montañas como si la luz viniera a iluminar un quirófano siniestro.


Agua sin alma en las calles despertadas entre taxis y algunas bicicletas pedaleadas por fantasmas.


La grisásea turbiedad pone ante ti una puerta amarilla, una placa, otro fantasma que apenas da su rostro.


Y en tu mano la madrugada escancia el resto de la botella de ron que más tarde pintará con lápices de furia y sangre el rostro de ese rostro.


Y sientes que las horas alargan más tus uñas.


Que por fin la mañana te preña de pantera, de águila, de hiena.

22 de abril de 2011

Tres rodeos peregrinos




Viernes Santo en Buga, Valle del Cauca, Colombia: en el camino, ríos lamiendo los puentes, hinchados de agua y palos remotos. Al llegar, arroyos de gentes que buscan mitigar su sed de redención amarrándose a un escapulario o bebiendo el agua que en breve será santa. Peregrinos en filas para ascender al camarín de la Basílica: algunos miran con desconsuelo el horizonte poblado que deberán cruzar antes de reclinarse ante el Cristo milagroso; otros maldicen en silencio al sol y también al prójimo que intenta 'colarse'. Una voz, la del mercader de estampas, repite sin tregua: "La oración para el mal genio".




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Miles de inscripciones aferradas a las paredes sagradas: muletas, ropas de recién nacidos, medallas, actas de grado, fotos de automóviles, brazaletes, trozos de madera, de mármol, de algo donde miles de peregrinos eternizaron su fe y su gratitud en una polifonía sacra que repite esta letanía: "Al Señor de los Milagros por los favores recibidos".



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La indígena salvó de las aguas al pequeño crucifijo que pronto desafió las formas y creció hasta convertirse en aquel suceso que uno ve ahora: un Cristo enorme que resistió la furia del agua y la consumación del fuego, y que miles de ojos veneran desde 1665, mientras que miles de manos frotan la base del altar que lo guarda. El peregrino engulle la carne de Cristo gracias a las imágenes que archiva en su cámara fotográfica o en su celular, e incluso puede mandarle a alguien un mensaje de texto en tiempo real, es decir, en ese tiempo de comunión con la eternidad: "Tenés que verlo. Estoy llorando. Le pediré por nosotros".

21 de abril de 2011

Tres aforismos descreídos




Tan decadente es hoy proclamarse ateo como blandir el cáliz o el libro de la insania contra quien poco o nada cree en nuestro credo.


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Hoy nadie está dispuesto a morir por una idea, a menos que ésta rece un símbolo: el dinero, "estiércol del diablo" para aquellos que jamás han comido mierda.


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Occidente allanó pueblos, surcó mares, impuso la fe a través de las Cruzadas, siempre en pos del Santo Grial donde Cristo ofreció aquel vino que luego se convirtió en petróleo.

19 de abril de 2011

Tres viñetas sobre el miedo



Al lado del camino detenemos el carro. El tablero marca la una de la madrugada y entonces apago las luces. Como llevo las ventanas arriba, apenas sospecho los árboles, pero escuchamos el viento, ahora que nadie ilumina los peraltes ni las señales para nadie. Hace calor. Lentamente bajo el vidrio y veo el rostro de un niño que me besa sin dientes y se diluye de viejo entre las sombras.


***


Tomaste la ruta de bus equivocada. Adentro una mujer y su niña te dan algo de confianza, aunque nunca dicen nada. Cuando desciendes lamentas que estés a tantos pasos de tu cama. Atraviesas calles con ventanas en cuyo adentro la noche articula murmullos, gritos de niños llorando a media luz. Confías en que si paras un taxi, alguien en casa esté para pagarlo. Sin embargo los autos vienen todos ocupados, siempre con una niña dormida en el asiento trasero, siempre con tu misma ropa, siempre ese mismo taxista que te advierte estar ocupado, siempre con la misma mano, con la misma sonrisa.


***


Debiste preguntarte, antes de darle el beso y despedirte, antes de buscar la otra cerveza, antes de apagar el cigarrillo, antes de encender la motocicleta, antes de repasar sus gestos, sus pasos, su quietud, debiste preguntarte: "¿Por qué esta foto que veo en el periódico lleva manchada y rota la misma camisa que me pondré ayer?".

14 de abril de 2011

Mar de abril



El faro del deseo te extravió en mi puerto.

El deseo y los besos que otros amantes cifraron

En el ardiente océano de la noche propicia.

Entonces sólo supimos conjugar dos verbos:

Amar y devorar.

Los labios tatuaron aroma sobre aroma

Y lenguas dientes uñas

Vencieron las fronteras de la piel.

La madrugada prolongó su rito de palabras

Y susurros aullidos silencios

Escribieron cantos secretos en las sábanas.

12 de abril de 2011

Escucho llover


Desprovisto de toda gracia para el baile como estoy, gocé mucho cuando un amigo definió mis actitudes kinéticas en salas públicas y en salones privados con esta sentencia: "Más ritmo tiene un agüacero".

Quizá más grato sea pensar que el agua baila sobre los techos y las calles, aunque viéndolo bien se trataría de un lugar común, como aquellos que la lluvia avasalla sin pausa. En todo caso, hoy quiero escuchar esa extraña sinfonía del llover abriendo mi ventana, intuyendo que la gente sin paraguas corre tras el bus de última hora o se apiña en el escampadero de la esquina (donde los panaderos venidos de Santuario o de Otraparte se proclaman los reyes de la harina y los dueños del techo del Mundo). O sospechando obreros que fatigan sus pedales en busca de otra y otra y otra calle, mientras que autos siniestros empapan de fango sus hambres. O asomándome debajo de algún puente cuyas faldas besan ahora las aguas de negra empalizada.

Hombrecillos amarillos resfriados de antemano


Taxis marchando a fuego lento


Dos niñas que se besan en la esquina, sin abrigos, con dolor


Un anciano con el pan y el tiempo bajo su sombrilla


La pareja, el perro, la disputa


Escucho llover la lluvia sin otra partitura que la escrita por la noche, parturienta en cuyas manos toda compañía se aborta.

31 de marzo de 2011

Colombia (Diccionario de la Infamia)


(In)sustantivo. Nombre (im)propio. Nación que limita entre Hoyo Seco y Pozo Séptico. Dícese del país donde rige el letrinazgo, forma de gobierno autóctona de esa nación. Cuando sus naturales nacen, el Estado obliga a expedir una Partida de Defunción, que allí llaman Registro Civil, y que toma el nombre de Cédula de Ciudanía tan pronto se llega a la mayoría de edad. Los deportes extremos del país son la asistencia a estadios de fútbol, el tiro al aire, las minas antipersonas y el ingreso a los autobuses. La medición de su PIB (Producto Interno Bruto) se realiza mediante el rating de las telenovelas. Se puede visitar durante todos los meses del año, especialmente entre Nunca y Jamás, período en el cual bajan los índices de corrupción, robos, violaciones, riñas y muertes. Orgullos nacionales son el café, turbio; los ríos, secos; la selección de fútbol y un condado inexistente llamado Macondo. Todos los climas, todas las altitudes, todos los mares. Insignia del país: Todo es posible.

Cfr. Letrina, Culo, Mundo, Expiación, Pasión, Sangre, Hurto, Dolor.

11 de marzo de 2011

Cometa, cuerdas, vientos

Por ahí pasamos durante dos, tres, quizá cuatro años y el esqueleto de la cometa seguía recibiendo andanadas de lluvia y sol, de polvo y fumarolas.

Mi hermana, asombrada ante la fuerza del viento que parecía arrastrarla a los cielos, la había dejado partir aquel agosto de 1984, y entonces ese frágil hexágono fue a parar, con piola y cola enteras, al pentagrama de las cuerdas luminosas. Cuando una cometa encalla en los renglones de la luz...

Entre reniegos y sonrisas regresamos a casa con mi padre, a quien tantas veces --mientras conducía su carro-- distraeríamos con la esperanza de que pudiera ver la cometa colgada en el perchero del azar.

Finalmente, las delgadas varillas de su esqueleto fueron devoradas por el clima, aunque la cometa sigue surcando los vientos de esta nostalgia.

8 de marzo de 2011

Balón Maní

Mi primer balón, recuerdo, fue de cuero marrón cosido hexágono a hexágono con cáñamo, hilo que mi papá me enseñó a consentir con una vela de cebo a fin de que la humedad no reventara pronto las costuras. El balón estaba provisto de un neumático naranja que al comienzo mantenía su estabilidad esférica, hasta cuando --patada tras patada-- de pronto asumía una emancipación elíptica, una rebelión ovoide que casi siempre terminaba desplazando la costura que amarraba grasosamente los hexágonos.
De aquellos balones, que bien podían costar $ 2000, tuve muchos pero recuerdo uno especialmente, no por sí mismo --con el alma achatada de tanto recibir nuestros improperios pedestres-- sino por el suceso que acarreó durante una noche de 1986. Jugábamos en un famoso parque del sur-oriente caleño, cuando en el afán y el corre-corre el balón rodó enloquecidamente hasta la calle por la cual pasaba un tan largo como estruendoso bus Coomoepal. Pero indemne, el cuasi-esférico rebotó en el andén de la avenida, para aguardar el paso de una familia (señor, señora e hija, sin casco y sin chaleco) que mordió el polvo una vez la moticicleta en la que viajaban lo pisó.
Todo mundo echó a correr, incluyéndome. Si alguien me hubiera dicho quince minutos antes que ese balón era ajeno, seguramente me hubiera echado a llorar, cuando no pedido la ayuda de un amigo mucho más grande que certificara mi "propiedad" mediante puños y estatura. Pero ahora, después de oír llorar a la niña y de ver caer al piso a padre y madre, ese balón criminal era de otro. Por fortuna, todo mundo ileso pero mascullando el sudor del desconcierto. Alguien que se atrevió a dar el siguiente paso en la esquina, de la sombra cómplice a la luz verdadera, fue hasta la calle y recogió el balón, que al día siguiente mostraría un tremendo chichón que lo condenó a reventarse en la grama, muriendo en su ley.
Un año después, tras una ida al centro de la ciudad, me enamoré del olor, el color y la elegancia de un Molten # 5 Made in Japan. ¿Su costo? $4500 inalcanzables para el bolsillo generoso y/pero regulador (¡perdonad el eufemismo!) de mi padre. Fue la segunda de mis obsesiones de aquellos años, aparte de los Adidas Orion que nunca tuve. Me propuse tener ese balón blanquinegro, tan liviano al tacto, vendiendo lo que fuera. Y así fue: le pedí prestados $50 a mi padre, quien me acompañó a las ventas de maní de la Calle 9a. con 13, donde recuerdo haber comprado una o dos libras de aquella vitamina, y también varias bolsas para empacarla y luego venderla en el colegio.
Pacientemente cancelé la primera deuda; ahorré, me endeudé con $200, que pagué luego, ahorrando y vendiendo durante cerca de cuatro meses, hasta alcanzar la suma requerida. Mi padre guardó el dinero y un viernes me condujo al "Centro Comercial Desde una Aguja hasta un Carro", donde esa tarde me entregaron aquel balón amado. Sobra decir que, ya en casa, lo puse en mi cama y hasta dormí muchas noches a su lado, sin intención alguna de ponerlo en el piso para que la tierra lo manchara. Años más tarde, agotado por tantas jornadas de seudo-fútbol y peladero en un ancho separador de la Autopista Suroriental frente a los Laboratorios Sky, ese balón terminó varado, sucio y deshilachado en el balcón de la casa de un amigo.
Y todo esto lo escribo porque mi hijo hoy se ha calzado sus primeros guayos y se ha probado sus primeras canilleras. Espero que él algún día estruje como yo su memoria personal futbolera y cuente qué fue del destino de estos adminículos.

Viento, ventana, cuarto


Una vez que lo dejó partir, ella decidió dejar abiertas las ventanas de su casa para que el viento se encargara de cubrir con lluvia o polvo esos despojos. Pero el viento es sordo y siempre está ocupado de los árboles y del rumbo libre de los pájaros. Entonces decidió clausurar todos los cristales y se arqueó en la cama para hartarse de sí misma bebiendo el cáliz de su sangre. A su regreso él destendió las sábanas y decidió que ahora era tiempo de olvidar las almohadas, barrer el cuarto, cambiar la señal del televisor, dormir un tanto.

7 de marzo de 2011

El diccionario, el cementerio, las palabras


Un experto en diccionarios, el filólogo Javier López Facal, acaba de publicar un libro asombroso, que seguramente encontraremos en Colombia dentro de pocos días: La presunta autoridad de los diccionarios. En entrevista concedida a El País de España recuerda, con un dejo lingüístico diacrónico: "Las palabras las inventó el ser humano. Los hombres y mujeres llevaban hablando muchos miles de años antes de que aparecieran los gramáticos y los diccionarios. Los protolexicólogos y protogramáticos son algo reciente. Hace cuatro o cinco mil años aparecen ya una serie de personas que se ocupan de las palabras; por ejemplo en Egipto... hay unas esculturas preciosas de señores escribiendo, los escribas. En cuanto a los diccionarios, como muchas otras cosas (la astronomía, la física, la medicina) fue en Grecia donde se empezó a reflexionar sobre ellos. Los griegos asumieron influencias de países cercanos y crearon los términos lexicografía y gramática. Pero el invento del diccionario es como el del abanico, que tuvo lugar en varios lugares a la vez, sencillamente porque había que abanicarse cuando hacía calor o para apartar las moscas".

Imposible olvidar aquí el acierto cortazariano puesto en boca de Morelli: El cementerio. O el diccionario: mortaja de la lengua, a veces; sarcófago de palabras, en otras; mausoleo lexical donde los vocablos se pudren, mudos, si no hay escritura que los soliviante. El diccionario es el paje que recoge y guarda los jirones dejados por la lengua en puertos, calles, parques, estadios, bares, buses y, desde luego, también en las academias.

(Y esto a pesar de que al sur de Cali un Conjunto Residencial tenga como nombre "Sintagma").

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Real/Academia/sigue/haciendo/diccionario/arcaico/siglo/XVIII/elpepucul/20110304elpepucul_7/Tes

3 de marzo de 2011

Cóndor, azulejo, chulo, lechuza


Si tuviéramos que dibujar en un sudario la línea imaginaria del Tiempo de la Historia de Colombia podríamos rotular la efigie del cóndor, al comienzo, y la de una lechuza, al final, con dos puntos intermedios donde habría que bordar con hilos, paradójicamente rojos, un pequeño pero tenebroso pájaro "azulejo" y retratar el vértigo de un chulo al que ninguna muerte sacia. Y entonces viene a mí el cuerpo inerte coronado por uno de los hijos de esa primera y mayor efigie, bajando sobre el muerto a través de las turbias aguas del río Cauca, a la altura de un pueblo antioqueño que, para el caso, limitará con el Infierno y el Olvido.

Se trata de una imagen donde lo que menos cuenta es el nombre del fotógrafo (como todo maestro de la imagen, oportuno y punzante al fin y al cabo) o la fecha exacta de esa foto que debió de ilustrar una noticia fugaz pero alerta frente a un hecho reticente: decenas de muertos como ese, arrojados sin piedad no sólo a ese río mayor --llamado el Bedrunco por nuestros antepasados-- sino también a las ciénagas, los arroyos y los riachuelos de un país por cuyas arterias circulan aún glóbulos fúnebres, y todo entre una y otra y otra de las aves que marcan a picotazos, en gavilla o solitarias, carroñeras, ululantes o atrevidas, cada una de las fechas de la Historia nacional.

Ese chulo que se impone sobre el cuerpo (bueno, Antonio Caballero lo dijo mejor en un ensayo periodístico de marras) representa el macabro flujo de los acontecimientos del país: un cóndor gélido que engendra al zopilote o gallinazo para que éste aguarde a la orilla de uno de tantos ríos el viaje sin retorno de cuerpos muertos a manos de los "azulejos" encarnados en la satrapía conservadora y en algunos ex-presidentes que el destino se encargó de embalsamar, o bajo balaceras y conciertos de motosierra sub- o para-militar.

A este revoloteo se vino a sumar cerrando febrero el ícono de la lechuza, muerta y todo en un cóctel inverosímil donde se mezclaron luces, ruidos, un balonazo y el envión final de la patada de un jugador panameño vinculado a un equipo del Triángulo del Café. En todo caso, el país vio cómo esa noche en la cancha de Barranquilla la lechuza y el jugador, cada uno desde sus posibilidades semióticas, escribieron otro capítulo de nuestra Historia: un ave rapaz, aparentemente inofensiva, quizá afiliada a la estirpe del cóndor y el chulo pero en todo caso más amable, menos inquieta, elegantísima aunque chica y de estampa limpia, cayó en la grama semiadormecida por el golpe de un balón disputado entre dos jugadores. Entonces el panameño, acalorado por todo aquello que pasa en la cancha cuando vas perdiendo, recurrió al espíritu pedestre y apartó de la cancha al animal. Lo que cuento cuenta sólo como anécdota, pues luego las imágenes repetirían una y mil veces el golpe final, dado entre otras cosas sin sevicia, que todos achacaron como causa del deceso del ave de buen agüero para el equipo local. Entonces la mayoría de colombianos, enceguecidos por una atávica sed de venganza causada tras maratónicas jornadas en desiertos de odio y cretinismo, pidió el destierro moral, la lapidación y la muerte simbólica del panameño, y otros hasta soñaron con una enorme lechuza negra royéndole los testículos.

Lechuza y jugador fueron símbolo de amor, odio, veganismo, catarsis y flagelación para esos televidentes que se hartaron de pollo a la brasa o punta de anca mientras veían morbosamente repetida la noticia en algún centro comercial. Algunos, además, se acordaron de los toros (servilleta y sangre en la comisura del labio estercolero) y de cómo éstos pobres animales mueren sin posibilidad de lucha en una Plaza donde cientos de ebrios gritan "Olé". Otros, quizá con más edad y criterio, rememoraron el festín de picotazo y espolonazo en la antiquísima gallera, al tiempo que los más jóvenes trajeron a la mesa las peleas callejeras de perros vigorosos. Y acabada la cena, cuando el televisor parecía decir que Colombia, a diferencia de Libia, es un paraíso con más de una serpiente, pero en todo caso un paraíso, la familia entera coincidió en que el panameño era un asesino a la altura de Luis Alfredo Garavito o, según los más viejitos, del Monstruo de Los Mangones, de Sangrenegra y de Campo Elías Delgado. En fin, esa lechuza pidió los platos y pagó la cuenta aquella noche en la que un hombre anónimo que asistía silencioso al cotorreo familiar, pensó: "Bueno, ¿y si a cambio del cóndor la ponen como emblema en el escudo nacional?". Lo pensó pero en seguida rectificó porque, según me habla ahora, la lechuza --sabia, sagaz, solitaria-- es el animal que menos representa a este país.

Nos merecemos tener al cóndor inerte, al chulo hambriento, al "azulejo" embalsamado y a la lechuza, pero muerta, en las vísceras putrefactas de la patria.

27 de febrero de 2011

La escritura, memoria, vida


La ruidosa tempestad de lo escrito hoy, en tiempos estos cuando la humanidad parece haber leído más que durante toda su historia, me pone frente a la tan consabida como tautológica dicotomía: "Vivir o contar". Cuando leí La náusea, que inmortalizó a ese extrañísimo y perverso personaje de Sartre, Antoine de Roquentin, creí entenderlo todo: sólo aquella actitud vital subordinada a la escritura merece en verdad el nombre de "Existencia". Es decir que la dicotomía que opone la vida a la escritura (y viceversa) es tan falsa como aquella que enfrenta lo blanco a lo negro o la vida a la muerte. Se trataría entonces de pensar en la yunta Vida-Escritura como dos gestos de una única cara: la temporalidad de la existencia.

23 de febrero de 2011

Vivencia


Una palabra, hoy: Vivencia. Como el punctum fotográfico que Barthes celebra en Cámara lúcida, pero ahora desde la apuesta de H. G. Gadamer por definir aquello que sobresale de entre el flujo de la vida corriente que se olvida. Vivencia: luz en el ahora de lo que antes fue.

20 de febrero de 2011

Fuego, noche, mundo, cielo


El domingo cierra su ventana tras el insistente sonido de un carro de bomberos que por nada casi estalla los cristales. Fuego en la ciudad bajo el calor de nuestra estación perpetua, la sequía. Quizá se quema ahora una fábrica o una casita donde alguien encendió una veladora al santo, mudo y frío, u olvidó cortar el invisible chorro del gas en la cocina, y de pronto el fuego mostró su piel sin tregua. El fuego, que, como sentenció Borges, "no podemos dejar de mirar sin sentir un asombro antiguo".

Arde algo en la ciudad esta noche. Arde Trípoli, a 11.000 kilómetros de distancia de este cuarto, en Libia, donde el recio régimen le ha asegurado la inmolación a 200 almas y algo más. Arde el cerebro de un chico o una chica que optó por consumirse en la fiebre del bazuco antes que someter sus neuronas a la tibieza del hogar.

En alguna montaña de Colombia un soldado, un guerrillero, un secuestrado acaso o un explorador avivan un fuego diminuto mientras la noche del Mundo hierve en el cielo.

17 de febrero de 2011

Diatriba contra cocteles intelectuales


Nada resulta más patético que un coctel de intelectuales, con toda la pompa y la gomina y la vanidad vaciadas en las tres palabras. Hasta hace unos años nada más asistí a muchos, más por cortesía y a veces por obligación que por sincero interés: acompañé a ciertos autores en su inagotable vocación de lanzadores de libros, es decir, de publicadores autofágicos, cuando desde un estrado decorado con un mantel casi siempre azul, una botella de agua casi siempre insípida y un presentador casi siempre hiperbólico, se daban a la tarea de flagelar a un público cautivo al que pasados veinte minutos de verbo ceremonioso y de palabras vacuas, sólo le importaban la calidad y la cantidad del vino anunciado en el último punto del programa. Durante mucho tiempo soporté con callado estoicismo los aplausos, los chascarrillos del ungido o de la oficiante de turno y los comentarios a ésta o a aquél por parte de los asistentes en torno a la excelsitud, la maravilla, el tono, la factura editorial y la repercusión nacional e internacional asegurada de ese su libro que nunca habían leído y al que jamás le invertirían una neurona.

Más o menos con esos hilos trémulos se ha ido tejiendo en este país lo que podríamos llamar el canon literario nacional. Recuerdo particularmente una noche de mayo de 2003 en Bogotá, cuando a propósito de una Feria Internacional del Libro me vi de bruces en un recinto inmenso, alfombrado y por ende super cálido, con el evento académico central (¡un lanzamiento!) terminándose y mucho comensales de ocasión dudando si entraban o no en busca de un muslito y una copa de vino blanco helado. Obviamente, no dudé un segundo en acceder, no sin antes pasar mi mano rucia sobre las tapas de los ejemplares exhibidos para que algún cliente ahíto de coctel comprara el pasaporte al saber impreso en algo más de cien páginas.

El asunto es que mientras yo y otro y uno más allá engullíamos aquellos muslitos rematados con trozos de papel celofán, de la mesa bajaban los actores: el autor, uno escritor amigo y la gran crítica literaria nacional, a la que éstos odiaban pero que habían soportado gracias a los azares de la programación. Como es natural, sólo uno de los tres sabía del contenido de la obra presentada: el autor. Los demás, pienso en el amigo, habían tenido noticias de que alguna editorial prestigiosa había aceptado su obra, o que ese día X lanzaría su nueva novela en Y recinto del centro de exposiciones, o que por esos lares olía a coctel. Este era mi caso.

Tomé copas frenéticamente, como si todo el vino del mundo hubiera ido a parar allí, y allí fuera a agotarse, sin más, despreciando la idea de que esa noche tres personas le habían puesto un peldaño glorioso a la escalera del canon literario colombiano. Escuché palabras con donaires sabios, apunté algunos nombres y me eché un par de muslos en el saco que me protegía de los fríos puñales de la noche.

Extraño aquel vino y el sabor de aquella carne blanca, hoy cuando en los cocteles de intelectuales sólo dan raciones de halitosis. Ahora, por eso, prefiero regodarme no en los lanzamientos de libros sino en el surfing etílico de la charla con un buen amigo.

15 de febrero de 2011

Pierna derecha, país lisiado


Las minas antipersonales sembradas en la geografía de Colombia han dejado caminando al país con la pierna derecha.

Escucho en la radio y veo en los noticieros que el asunto del paro camionero es un problema en sí por los bloqueos y la incomodidad que acarrea en el tránsito, como si en el fondo no hablaran razones que tienen asiento en algunos impuestos y hasta en el cada vez más rampante precio de los combustibles.

Un político defiende la idea de que Colombia es un Estado de Derecho. Egipto también lo es, a su manera, y sin embargo la semana pasada su población, que inmovilizó al país durante 18 días, derrocó a Hosni Mubarak. Si los colombianos tuviéramos los suficientes cojones y las suficentes tetas para protestar contra el alza creciente en los impuestos, el deterioro del sistema de salud, la pésima calidad de la educación por ausencia de férreos apoyos estatales y hasta contra el pago carísimo por alimentos y mercancías cuyo costo depende de las cifras que impongan el Gobierno y los transportadores (contra quienes también habría que alzarse)... En fin, si cada colombiano saliera a la calle...

Nada: seguiremos engullendo las quejas de los medios de comunicación, erigidos en conciencia de un pueblo amorfo, temeroso, críticamente lisiado cuando no es para referirse al vecino venezolano o al paria compatriota que viaja a nuestro lado. Seguiremos acostándonos con el agridulce sabor de la estafa y la mentira en la boca, para que la almohada escuche nuestras quejas en silencio, como si hablar duro fuera un pecado capital en un país donde, entiendo, todos parecemos super-vigilados.

Mejor dicho: "¡Qué mamera eso de los camioneros!", escucho la queja aquí y allá mientras el pobre país nos invita a jugar rayuela saltando, frágil, aparatoso, cuasi-inválido con su única pierna derecha.

14 de febrero de 2011

Desescritura


Trampas del Tiempo, cuyo reloj sin pausa conduce estas líneas por sendas distintas a la escritura y sin embargo tan leales al galopar de las palabras. Tal vez de cuando en cuando es bueno destejer lo andado, borrar con más letras aquellas frases que quisimos escribir, ahora masticadas por el viento que enloquece las brújulas y siembra nidos de agua en los cabellos.

Trampas del Espacio, cuyo diminuto cuerpo se expande como incontenible gota de agua sobre la aridez de este escritorio. Entonces pienso que de vez en cuando es conveniente burlar los pasos con las huellas que jamás dejamos sobre el fuego de la arena.

11 de febrero de 2011

Acto de fe


Ser docente es un pronfundo acto de fe. ¿En qué? En el saber atesorado y transformado a lo largo de centurias de lectura y escritura, pero también, y sobre todo, en el discurso que porta el concepto preciso o la reflexión como tentativa y posibilidad, y en la metamorfosis que tal vez ésta ocasione en quienes nos escuchan.

Hoy como ayer constato, bajo el signo del asombro, que ese acto de fe en lo que creemos saber y sabemos indispensable para el otro es el motor que articula los movimientos coronarios del especimen docente. De lo contrario, estamos muertos. Muertos en vida, como leí alguna vez que dijo Wittgenstein de los profesores de filosofía.

Sin embargo, puede pasar que acontezca lo contrario: el discurso en boca de un vivo muerto, es decir, aquel docente ahíto de certezas, propagador de conceptos agrietados, destilando minuto a minuto el rancio licor de la completitud, exultante en su pestilente condición de sarcófago de verdades resabiadas. En ese docente la vocación rechaza el acto de fe para replegarse en un capítulo de horror, natural y veladamente sado-masoquista. De este modo podemos agregar que algunos docentes son, además de muertos en vida, tiernos tiranos en busca de oídos y ojos con voluntad de víctimas.

10 de febrero de 2011

Saberes s(h)ervidos en el plato



Para Diana.

De cocina hablamos, entonces. De comida, colores y calores de uno y otro plato. De sazones (también de desazones hervidos en sonrisas) y de olores masticados entre el rumor del mar, que nos ofrenda preciosas carnes pétreas, y la lenta erosión invertida de la tierra, de donde brotan el maíz y la raíz amorfa del tubérculo. Hablamos de comida porque, en el fondo, queremos acercarnos al saber del sabor que el otro guarda.
Y en el fondo, también, degustando su evocación, traemos noticias de su paladar, de su lengua, de aquel plato exquisita, cariñosa, azarosa, placentera, acalarodamente preparado por todas las generaciones que nos antecedieron, cada una a su modo y a su amaño, siguiendo las indicaciones del tanteo al incorporar los ingredientes y del amor al compartirlos con el otro.
Achiote, laurel, ajo; tomillo, pimienta, curry y orégano; sal, azafrán, jengibre y canela. Hablamos de cocina para saber del sabor del otro cuando sangre, saliva, sudor y todo él habla en el plato.

9 de febrero de 2011

Sobre la diaria experiencia


Lo que a veces uno menos quiere cuando se reclina ante este confesionario electrónico es tener que hablar del día-a-día, del corre-corre, del frenesí propio y ajeno del minuto sin trivializar el tono grave que adquiere la experiencia una vez es amansada mediante la escritura. Quiero decir que si elijo hablar del partido de Colombia contra España (0-1) o de la anunciada intención del gobierno por elevar la edad de jubilación para ambos sexos (62, F; 65, M), pienso que decido desalojar la intemporalidad de este ejercicio pensante y que opto mejor por celebrar una fugacidad que es precisamente contra la cual lucha la experiencia.

En todo caso, la experiencia cotidiana, ese "corre-corre" tan propio de la tarea diaria (irrecusable, infranqueable a veces), se cuela entre las palabras, aquejada por ese afán de intemporalidad que ayer, hoy y siempre garantiza la escritura. Tal vez por eso el Diario íntimo sea la puerta de entrada, acaso el umbral donde la experiencia del mundo pone sus valijas, a la espera de que luego le sea concedido un cuarto dentro del hostal literario que todo escritor lleva dentro. Tal vez por eso el poeta Rodolfo Fogwill pensaba que para lanzarse a la aventura creativa sólo bastaba con regar las plantas (matas) literarias durante 45 minutos de escritura diarística. Al fin y al cabo, algo traerá entre manos esa experiencia del mundo que aguarda en el umbral, que cierra la puerta y pasa, y se transforma en materia literaria, intemporal, más allá del minuto y del verba volant.

8 de febrero de 2011

Divagación sobre fetiches de escrituras


Hoy, este tsunami electrónico que rebulle en Internet trae rumores de fetiches largamente amasados por algunos escritores a la hora de sentarse a derrotar el eterno fantasma de la página en blanco. Y si tuviera que pensar por un momento en el escenario que rodea este acto de escritura, pondría en primerísimo lugar el café negro y la grisazulada fumarola del cigarro. Luego vendrían la ventana a medio cerrar (o a medio abrir), el radio trasbocando noticias infames o risibles, y el módem a todo tope para saber qué bulle en la Red acerca del acto fetichista de escribir.

Veinte años atrás, en tiempos de vacaciones escolares, tenía que regresar al estudio, mañana a mañana, recién bañado y pulcramente vestido, siguiendo la lección vargasllosiana que aprendí tras la lectura de El vicio de escribir, la biografía del ahora Nobel hispano-peruano escrita por J.J. Armas Marcelo. El continuo ritmo de la máquina de escribir Olivetti --que guardo en una de las gavetas del escritorio-- resonaba como un despertador endiablado que ponía en pie a todas las palabras. En otras ocasiones, en tiempos del colegio, cargaba en mi morral un Cuaderno-Diario Norma de hojas amarillas en donde las lecturas iniciáticas (Kafka, Balzac, Flaubert, Sartre, Maupassant, Caicedo, Cortázar...) se apoltronaban para tomarse una cerveza con mis desvaríos adolescentes, mis amores platónicos y mis contradicciones de obstinado amante de la Literatura. Tenía, pues, que amarrarme al escritorio recién bañado, con las cortinas cerradas y soportando escasos ruidos, con los libros detrás, a los lados y adelante, cual vigías de un oficio que incineraba mis entrañas. O bien colonizar un rincón vacío en el aula de clase o en la infinitud del colegio para que mis compañeros y profesores jamás interrumpieran mi acto onanista de escribir. Puedo decir que mis fetiches eran el agua, la pulcritud, la clandestinidad y el silencio.

Creo haber escrito poquísimos fragmentos memorables durante esa época, pero de lo que sí estoy seguro es de que toda esa gimnasia literaria sirvió como una suerte de "preparación de la novela" (Barthes ditxi) que vendría: diarios y papeles sepias legajados en carpetas que aún conservo; en fin, cuadernos y notas marginales en cuyas líneas quise inventarle a mi vida cierto destino literario. Pienso que cometí una escritura combativa: contra el silencio, contra el desperdicio del tiempo, contra la frivolidad de parientes y amigos, contra la música de pies acelerados, contra la vacuidad de la belleza, el amor y la moda de los años 90. Allí, en esa escritura, puse incontables semillas de tinta para versos, cuentos, ensayos que luego escribí, o que algún día, cuando piense de nuevo en los rituales fetichistas que adornan el acto de escribir, veré retoñar en esta pantalla o en otra clase de papel.

6 de febrero de 2011

Egos universales


George Santayana escribió: "El Universo es una novela cuyo héroe es el Yo". Inconmensurable aforismo ('Átomo de pensamiento', diría el filósofo norteamericano) que apuesta a encapsular la totalidad del Ego: también el Universo escrito en autobiografías, diarios íntimos, memorias, espistolarios, incluso, de sujetos inscritos en el orbe literario. "Yo soy yo y mis circunstancias", acuñó no en vano ese otro filósofo de clara estirpe egótica (por su tarea intelectual y por su doble apelación), José Ortega y Gasset.

El 17 de junio de 1940, tres días después de que Hitler tomara París, el adolorido Yo universal de Paul Valéry le escribía a Victoria Ocampo desde el balneario de Dinard una carta bajo el título de Día de infortunio: "Pero hoy la Poética y el pensamiento valen menos aún que nuestro papel moneda".

3 de febrero de 2011

Selva en el sueño

Vaya uno a saber qué intención traía la última imagen de un sueño pasado: transito por el sendero ecológico y pienso que nuestros ojos son los pasos dejados por los otros en la memoria del camino. Es de día y hay luz sobre las grandes hojas y dentro de las diminutas gotas que el musgo suda. A veces el sendero se engaña a sí mismo y en otras regresa para encontrarse con los pasos firmes sobre el barro. De pronto la noche allana ramas, piedras, hojas negras, pétalos oscuros encima de los ojos, ahora abriéndose al día y pidiendo un poco de agua.

Me levanto pensando en que en el sendero ecológico, los pasos que se pierden fundarán una memoria, aun a costa del olvido y de la muerte en las fauces ávidas de vida de la selva. ¿Qué sería de la legión exploradora sin esos pioneros equívocos que al extraviarse sembraron nuevas luces en el barro? Bebo el legado del musgo, ahora en el vaso, y confío en que en una hora del día pueda escribir sobre estas palabras.