13 de enero de 2011

El patio de la noche

La oscuridad ha dejado de ser para los niños ese territorio encantando otrora poblado de murmullos. Con qué facilidad mi hijo, por ejemplo, va de su cuarto a la cocina, tanteando la negrura compacta de la noche sin otra lumbre que la de sus pequeños pasos. Hoy la oscuridad no es lo que en otras épocas fue para muchas generaciones: miedo, trauma, secreto.

Quizá una de las causas de esta alteración metafísica de la oscuridad recaiga en la ausencia del patio casero, hoy cuando la mayoría de nuestros niños están confinados al blindaje del apartamento en unidades cerradas. El patio prácticamente ha desaparecido del nuevo mapa físico de las ciudades, lo cual trajo el destierro del imaginario que ese espacio privilegiado para el juego y el solaz siempre encarnó. Tiendo a exagerar pero estoy en la verdad si digo que hoy en los patios modernos apenas sí caben un asadorcito, un perrito y, con suerte, dos sillitas y una mesita de plástico.

Recuerdo bien que en la casa donde viví mi infancia, el patio era tan grande como la sala y tal vez más: en él había una ducha al aire libre, muchas plantas, un lavadero enorme y una legión de cachivaches que incluía desde una pesada carreta de hierro, docenas de tejas y ladrillos, hasta varias cajas de madera con botellas de gaseosa vacías, así como una bicicleta en la que yo simulaba ser Centella. De noche era casi una faena heroica ir al patio, sobre todo porque en mi imaginario infantil cabalgaba la idea de que todo ese montón de utensilios inútiles cobraba vida, se movía de un lado a otro, asustaba como esos fantasmas que mi mamá invocaba en nuestras charlas cada vez que había un corte de energía: que El viruñas, que El monje sin cabeza, que La patasola y La llorona...

Durante esas jornadas, mis hermanas y yo escuchábamos a nuestra madre con un silencio reverencial, lo que hacía posible que toda esa fauna de espectros merodeara en torno al comedor y las sillas de la sala. Entonces creo que a ella se le ocurría mandar al patio a uno de nosotros, con el pretexto de arrojar la basura al tarro más grande, pero nadie iba. Preferíamos seguir escuchando a tener que enfrentar la ruta del Fantasma que nos separaba de la noche en el patio.

Hoy mi hijo camina silenciosamente por el bosque oscuro de este apartamento, confiado en que más allá de la oscuridad están las paredes y uno que otro runrún del viento, sólo el viento, colado por una de las rendijas de la noche.

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