4 de enero de 2011

En mi alacena tengo


Cumplido el deber de abastecer nuestra nevera; pasada la prueba de ir al supermercado en busca del sustento; esquivadas las filas y la impaciencia de la cajera ante el datáfono --que le juega la trigésima segunda mala pasada entre la Nochevieja y este cuatro de enero--; puestos en su justo lugar los alimentos, tanto en el frío polar del congelador como en la tibieza de la alacena que guarda las pastas, los granos, el azúcar y la sal, me he acordado del ensayo "Fríjoles y civilización europea", de Umberto Eco.
En 1999, a propósito de la inminencia del año 2000, es decir, del nuevo milenio (que hoy vivimos como un rezago del siglo XX), Eco recordó que después del aluvión de peste y guerra vivido en la Edad Media, fueron los fríjoles, junto a los guisantes y las lentejas, los frutos de la tierra que salvaron a Europa de la inanición. De hecho, entre los siglos VII y VIII, cuando arreciaron las invasiones bárbaras, las ciudades europeas sucumbieron ante el signo de la devastación, la indigencia, el desplazamiento y el ocio de la tierra, muchas de cuyas hectáreas volvieron a su condición boscosa, haciéndose imposible cualquier tipo de cultivo. Si a ésto sumamos la recurrencia de la lepra, la tuberculosis y la peste bubónica, tendremos un paisaje dantesco, mucho antes de que apareciera el vate de Florencia. Esta reflexión de Eco nos pone al frente de una certeza: si hubo Oscurantismo en la Edad Media, o por lo menos hasta el año 1000, lo fue sobre todo por el hambre.
No obstante, hacia 1033, los Europeos pasaron a contarse de 14 a 30 millones, y en el siglo XIV llegaron a 60, en una suerte de fiesta de la especie que tuvo mucha razón de ser gracias a lo que Eco llama "el milagro de las legumbres". Como la tierra volvió a las manos de siempre, los pobres siguieron alimentando su pobreza, pero esta vez a punta de trigo, fríjol y lentejas, que les garantizaron proteína, es decir, fuerza laboral y seminal para poblar el mundo. Las legumbres y también las gramíneas, diría yo, a pesar de que Eco las menciona poco. En este punto es pertinente evocar, por ejemplo, a la polenta, esa especie de puré de trigo auténticamente italiana, pero bastante difundida en otros países, que daría empuje a media civilización europea en la travesía por mares ignotos hasta el encuentro con América; la misma polenta que rueda por la mesa del peonazgo en la película "900", de Bertolucci, y también de boca en boca en Argentina, Chile y Uruguay; la misma polenta que emparentamos metafóricamente con la fuerza y el aguante y la razón de la vida. Como tampoco es difícil acordarse del plato de lentejas que ofreció Jacob a Esaú a cambio de la primogenitura, lo cual confirma el alto valor de ese fruto "rojizo". ¡Y ni hablar de las codiciadas lentejas de los secuestrados en la selva o de los fríjoles en tanto que afrodisíaco de los paisas!

Sin querer agotar del todo el tema, me permito concluir que el oro de las gramíneas y de las leguminosas antecedió en Europa al oro de las Indias, y creo que aquél fue tanto o más provechoso que éste para los hijos de Colón, quien por cierto inventó uno de muchos mestizajes culturales al añadirle maíz a la polenta (de trigo, obviamente). Pienso también que en esta Colombia devastada por la inequidad, el desempleo, el hambre y la lluvia, gramíneas y leguminosas, preparadas en horas propicias --porque de seguro también alentaron las ventosidades del Siglo de Oro de Quevedo y Cervantes-- y de muchas maneras --¡Oh, feijoada brasileira!--, pueden salvarnos en las horas del cataclismo final.

Bueno, por lo menos en mi alacena tengo ya una buena provisión de fríjoles, garbanzos, blanquillos, lentejas, harina de trigo, avena y maíz pira.

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