Bien dijo alguien, sin ninguna pretensión erudita, que a pesar de la novedad y la eficiencia tecnológica de algunos juguetes ultramodernos, los niños siempre regresarán a los trastos lúdicos que tanto atesoran: la muñeca tuerta, el carrito abollado, la bicicleta escuálida o el balón de fútbol con el emblema del último Mundial.
Esto porque acabo de mirar la pátina de polvo que corona al Buzz Lightyear que Papá Noel le trajo a mi hijo en la Nochebuena a cambio de las raciones de galletas que el niño le dejó noche a noche en su plato. Hace tres días el grito de batalla en casa era "¡Hasta el infinito, y más allá!", precedido, desde luego, por el destello del laser y el sonido como de pequeños cajones simultáneamente cerrados de la cabeza y las alas del famoso humanoide que ya cumple 15 años (apareció en 1995, en la primera de las sagas de Toy Story). Sin embargo, ahora el eterno enamorado de Jessie y el enemigo del Emperador Zurg ha sido sometido al silencioso olvido del juguete nuevo, al fin y al cabo invasor dentro de un mundo en el que esos autos desvencijados y esas motos harto trajinadas terminan imponiendo su veteranía sobre el recién llegado, así hasta que éste asuma el lugar de los juguetes jubilados.
De hecho, aunque mi hijo vuelve al muñeco luego lo abandona en el sofá. Va por su balón y baja, antes de que el cielo se desfonde sobre la última hora de la tarde. Aprovecho y tomo a Buzz, le cierro la escafandra --porque el aire de este planeta puede sofocarlo--, lo pongo en dispositivo de Encendido, me habla y le respondo, mueve su cabeza y me mira con su cara belfa, saco sus alas, una luz roja y otra verde, y me advierte: "¡Es hora de despegar hacia la aventura!".
-¿Habrá whisky?
-"Esta galaxia necesita mi protección...".
-Bien, pero vamos entonces.
-"Aléjate mientras mi laser se carga".
-De una.
-"Podría decir que seremos amigos hasta el infinito, y más allá".
-Eso me gusta.
Y de pronto Buzz Lightyear se derrite como una golosina entre mis manos.
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