6 de mayo de 2012

El dinosaurio y la cultura

Mario Vargas Llosa, el “último caballero andante de la literatura”, como le llamó el poeta y editor catalán Carlos Barral, regresa al ensayo. Es desde esta suerte de laboratorio de ideas que el autor de ‘La civilización del espectáculo’ ejerce su actitud francotiradora en defensa de la cultura, amenazada de muerte por el pesimismo estoico y hedonista de nuestra era poscultural.
La banalización de la vida social, la frivolidad estética y el periodismo irresponsable, fraguado entre el chisme y el escándalo, son, entre muchos otros, los molinos de viento contra los cuales arremete el “caballero andante”. Se trata de una pugna entre un dinosaurio y una deidad particular; entre un intelectual que se autodenomina anacrónico y un dios hedonista bajo cuya tutela se impone la nueva cultura del entretenimiento, pues hoy “la cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”.

Crítica a la nueva cultura

Esta queja, manifiesta casi a gritos en un libro compuesto por ensayos y artículos de opinión escritos entre 1995 y 2012 (en su mayoría publicados en la columna ‘Piedra de Toque’ del diario El País de España), es la puesta en valor de ese concepto de cultura, sostenido férreamente por la tradición occidental, como espacio simbólico donde lo humano trasciende el presente y se perpetúa mediante la elevación del espíritu representada en la creación estética.
Pues bien: Vargas Llosa piensa que esa noción ha entrado en crisis o en muchos sentidos ha desaparecido bajo las garras de la “incultura”, la “nueva cultura” o la “cultura-mundo” de la que hablan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, dos de los autores que este ensayo controvierte. También están en su diálogo las ‘Notas para la definición de la cultura’, de T. S. Eliot, el ensayo ‘En el castillo de Barbaazul’, de George Steiner, así como algunas de las ideas sobre la cultura del simulacro, el fin de la realidad y la entronización del orbe virtual que divulgaron Jean Baudrillard y un puñado de pensadores a los cuales Vargas Llosa desaprueba por charlatanes y especuladores. En la civilización del espectáculo, por obra y gracia del aligeramiento de las formas artísticas y de su promoción acrítica a manos del periodismo amarillista, “hoy nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos”.

El dinosaurio y los papanatas

Antes de seguir es prudente fijar dos precisiones: la primera tiene que ver con el ejercicio de responsabilidad que Vargas Llosa asume como ensayista al pensar la época presente, ese “espíritu de nuestro tiempo” –del que hablara José Ortega y Gasset— cuyos signos definitorios son el vaciamiento de la cultura, la degradación de la figura del artista en las aguas turbias de la pose y el escándalo, la desaparición de los intelectuales (por omisión o por auto-marginación) y de la crítica (por innecesaria o por complaciente), y la aceptación a rajatabla de la literatura para el éxtasis y el consumo inmediato.
La segunda precisión radica en que el pensamiento de Mario Vargas Llosa, de quien se cuentan páginas memorables y actuales sobre la ficción literaria, parece haber envejecido. En su discurso “Dinosaurios en tiempos difíciles” se erige como uno de los últimos defensores de una idea de cultura que desde luego obedece al logocentrismo instaurado con fuerza por la Modernidad.
Defiende el autor aquella idea clásica de cultura cultivada por la inmensa minoría para públicos selectos, que emergió al lado de procesos de secularización donde la razón ocupó el lugar sacrosanto de la fe, se empezó a creer en el progreso, la libertad entró en lucha frente a la atadura religiosa y el gran arte, el de los salones aristocráticos, al igual que la gran literatura y el cine de loable complejidad estética, parecían eludir la barbarie materializada en la anulación del otro mediante formas reales y simbólicas de violencia que muchos intelectuales repudiaron pero que también otros celebraron.
Desde luego que esta manifestación de la cultura como luz en las tinieblas es evitada por Vargas Llosa, quien achaca a los antropólogos y sociólogos la culpa de la indebida extensión de la cultura a otros ámbitos donde la vieja cultura es víctima de la masificación y el empastelamiento: “Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos pueden justificadamente creer que lo son”.
El pensamiento de Vargas Llosa no sólo ha envejecido sino que se solaza en la visión apocalíptica que Umberto Eco analiza en “Apocalípticos e integrados”, ensayo que el escritor hispano-peruano desconoce. ¿Pero de qué envejecimiento se trata y por qué la actitud es tan desesperanzada? En teoría del ensayo se habla de la actualidad del tema tratado, factor que establece distinciones entre la novedad o el tema de última hora y la actualidad perenne de esos asuntos o problemas que, como la vida, la muerte, el erotismo o la cultura, revisten intemporalidad o eternidad.
Vargas Llosa intenta actualizar el concepto de cultura en el marco de temas “novedosos” como Internet o la revolución audiovisual y fracasa en la intención: al lenguaje arcaizante le suma una anulación interesada de las nuevas formas de leer, escribir e interactuar con la cultura desde el centro pero también desde la periferia; jamás piensa en el capital cultural o en el horizonte de experiencia del público o de los espectadores, que no vacila en saludar como simples “papanatas”; procura mostrar un fresco de lo culto a costa de “envejecer” esos asuntos (la masificación de la cultura, las transformaciones digitales y las nuevas formas de asumir la sexualidad) que surgieron hace por lo menos tres décadas y que, por tanto, vienen imponiendo su intemporalidad. La conclusión es patética: la cultura, que hizo de Occidente un receptáculo de libertad y progreso, ha sido reemplazada, desfigurada y anulada por la frivolización de la sociedad del espectáculo, donde ya no hay lugar para la originalidad, la intimidad, la vida religiosa, la experiencia erótica, la crítica sosegada y profunda de la realidad socio-cultural.
Pero dentro de este inventario (el caballero andante y sus molinos de viento) se muestran asuntos incontrovertibles como el papel disfuncional de los intelectuales, la publicación de ingentes e indigentes cantidades de literatura basura, la ausencia de un parámetro estético que ayude a distinguir entre el arte plástico y la mera escatología, y el botín que la cultura representa para ciertos poderes y gobiernos en función del populismo multicultural.
No obstante, en razón de la justicia vale decir que Vargas Llosa publica hoy sus reflexiones (muchas lúcidas y urticantes) en diarios de prestigio que han llegado a más lectores gracias a la revolución audiovisual que él tanto critica por televisiva y exhibicionista; y que los lanzamientos de sus libros, así como en su momento la recepción del Premio Nobel de Literatura en 2010, ameritan un cubrimiento mediático que ya hubieran querido James Joyce o William Faulkner. Irremediablemente, como incluso deja entrever en algunas líneas de su ensayo, Vargas Llosa se debe a la civilización del espectáculo. Y eso no es ni malo ni bueno; sólo obedece al espíritu del tiempo que nos tocó vivir.