Todo en calma. O quizá no tanto: mucho polvo sobre las ramas sintéticas del árbol de Navidad, que vuelve a la negra crisálida del closet, donde estará guardado más de 330 días. Pablito ha despojado de guirnaldas, papás noeles, bastoncillos y botines a ese esqueleto verde que tal vez sea necesario reemplazar hacia el próximo noviembre, cuando respiremos nuevamente ese tufillo prenavideño que ya uno extraña. Pero el pesebre, el segundo en escena, seguirá incólume hasta el siete de enero, bendecido por la nieve de icopor y el agua de piedras azuladas.
Pues bien: ahora resulta que Pablito, aleccionado por su infaltable Discovery Kids, espera la llegada de los Reyes Magos, con lo cual el niño justifica la presencia del pesebre en la sala del aparatamento. Esta noche mi hijo dejará un pequeño cubo lleno de agua al lado del Nacimiento, para que los camellos de Oriente se refresquen después del largo viaje. Quiero responderle que no hace falta el agua, pues los ríos de Colombia tienen tanta, que los camellos llegarán ahítos del líquido esencial. Como le imagino ripostándome que mejor alistará tres vasos de leche y seis galletas para los Reyes Magos --pues así como Papá Noel engulló cuatro galletas diarias, del 16 al 23 de diciembre, por cada regalo pedido y luego concedido, es justo que Melchor, Gaspar y Baltazar prueben algo de bocado mientras dejan los obsequios--, entonces le ruego al Bendito Señor del Shooping Center que bloquee todo el sistema financiero o les confisque las tarjetas de crédito a los dichosos Reyes Magos.
Todo en calma. O quizá no tanto: dos niños de una casa de la Unidad le han contado a Pablito que los Reyes Magos en realidad no son tres sino dos: Papá y Mamá. "¿Es verdad?, pregunta". "Entonces pon el agua, la leche y las galletas al lado del pesebre apenas den las seis de la tarde", le digo.
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