21 de enero de 2011

El surco del arado en bicicleta


Cuando uno transita en bicicleta, las calles parecen menos extenuadas. Aunque el estiércol gaseoso del combustible de los autos suele pegársele a uno en las narices y el polvo que baja de nuestras erosionadas montañas horada la frente, avanzar sobre dos ruedas, como a cálamo corriente, nos dá otra visión del mundo y de la vida, al tiempo que los callejones, las carreras y las avenidas se apaciguan, toman otro aire, ruedan sin la angustiosa monotonía del asfalto: a diferencia de moverse en auto, donde todo parece tan seguro, tan controlado, casi que tan previsible, seguir el decurso de las calles en bicicleta nos pone a cabalgar sobre el vértigo, la sorpresa (un recodo no visto en el camino, una pirueta al esquivar un hueco o al subir el cordón del andén, un ramalazo de aire más allá del obligado hermetismo del auto...) y la libertad de ir en contravía cuando todos marchan fatigados, al borde de una agonía sin fin, encerrados en sus sarcófagos de lata.

Aunque suene obvio, no creo que exista otro medio de transporte más transgresor que la bicicleta. Por eso en muchas de las ciudades donde su tránsito hace rato es regulado, pasear en ella es casi monótono; es decir, un acto de trámite, como quien cumple la condena de ir a su trabajo o volver al hogar por el camino exacto y a la hora predicha. De ahí que jamás use mi bicicleta para otra tarea que no sea la de girar, apartarme o conducirme por 'el surco del arado'; en una palabra, divertirme engullendo las calles, exigiendo las piernas, hallando senderos que alguna vez intuí o que he transitado con ese afán y esa fatiga del transeúnte o el conductor desesperado por ganarle al Tiempo, es guerrero fatalmente imbatible pero al que le encanta más andar en bicicleta que dentro de la prisión del automóvil.

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