Madrugada camino a casa: una tienda de campaña a las afueras de Urgencias, en el Hospital. Familiares dormidos y apiñados más allá en una y otra banca, debajo del mínimo techo que cubre la ventana de una miscelánea, ahora cerrada.
Una mujer empuja más afuera un coche de bebé sin niño alguno, más bien abarrotado de dulces, cigarrillos y comestibles variopintos. La saludo, le brindo un tinto, conversamos mientras los taxis rompen la calma con su acostumbrada avidez de pasajaros.
La mujer me informa que la situación está cada vez más complicada, pues a esas horas han ingresado pocas ambulancias a depositar heridos o moribundos de último momento, y entonces ha venido poca gente y entonces pocas ventas y entonces la agonía de su coche donde arrulla un bebé de naderías.
Decido echar un vistazo adentro y estoy de nuevo en Urgencias. Atiendo las voces, los murmullos, los chillidos que provienen de la tienda de campaña: un niño o una niña se resiste a nacer. Pocos minutos después un hilo de sangre gana el pavimento, la ciudad, la noche, el Mundo, el Universo.
Más tarde, un perro aliviará su sed sobre la calle.
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