25 de abril de 2023

EL DÍA DEL NO-LIBRO

Pasó un nuevo 23 de abril y no dije nada por aquí ni del libro, ni del idioma, ni de algo sensato que enaltezca a la palabra de Cervantes y de Shakespeare. Ahora que lo pienso, más nos vale para gracia del lector declarar un Día del No-Libro. De este modo lo enaltecemos, ayudamos a preservarlo contra el embate de los muchos, infinitos libros; lo preservamos, le vemos el lustre que impiden en muchas ocasiones los "demasiados libros", fruto perverso de la publicadera y republicadera en la República de los Bibliólatras. 

Bien escribió Gabriel Zaid en ese clásico elogio y diatriba sobre el libro, no en vano titulado Los demasiados libros: "Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si alguien lee un libro diario (cinco por semana), deja de leer 4,000 publicados el mismo día. Sus libros no leídos aumentan 4,000 veces más que sus libros leídos. Su incultura, 4,000 veces más que su cultura".

A mi parecer, la culpa de todo la tienen los bibliólatras, ese enjambre de autores que se afanan cada cierto tiempo a publicar algo, bien sea porque tienen hipotecada su pluma y conciencia bajo una firma editorial, bien sea porque al fetichismo se les une la baja autoestima, la angustia del reconocimiento, del nombre manchando alguna portadilla de un libro más, de la fotografía afeando el paisaje en un afiche o en un flayer de Internet.

Cada que llega una nueva versión de la Feria del Libro, los bibliólatras afinan sus voces haciendo gárgaras con un licor barato, desempolvan sus trajes coronados por la caspa y emergen de sus madrigueras para ocasionar en sus anónimos lectores ese pasmo, esa conmoción, esa ansiedad del libro sin por qué. 

lexica.art

Necesitamos con urgencia un Día del No-Libro, que no se trataría de una apología del libro electrónico (para evitar malentendidos) sino del ocultamiento del libro en favor de la lectura; para que en la veda de eso que Borges llamó "la prolongación de la memoria", volvamos a los libros destinados a hablarnos al oído; para que en esa ausencia, que semeja al grito de una prohibición, leamos los infinitos libros que tenemos por descubrir, por habitar, y para que los bibliólatras por fin caigan en un profundo acto de contrición. Porque antes de publicar un nuevo (o rejuvenecido) libro debemos preguntarnos: ¿En verdad esto dirá algo nuevo? ¿Cambiará en algo el mundo? ¿Partirá como el hacha kafkiana la cabeza de un lector agradecido?

22 de abril de 2023

SOBRE EL MIRAR RAYADO (Una meditación posbicicleta)

Tu libertad en bicicleta llega hasta cuando en Colombia, en una vereda del suroccidente del país llamada Ampudia, a 12 kilómetros de Jamundí y a 30 de Cali, en el Valle del Cauca, encuentras un enorme letrero que te advierte estar en territorio regido por un grupo criminal, el Frente Dagoberto Ramos de las disidencias de las Farc. Se trata, sin divagar mucho, de un colectivo residual que dejó el Acuerdo de Paz firmado en Colombia en 2016 y que no tiene otra razón de ser que la de aprovechar la ingobernabilidad de este país para adueñarse de la producción y el comercio de narcóticos.

Tu libertad en bicicleta te lleva a distintos lugares, incluso los harto frecuentados, a los que regresamos buscando siempre algo que nunca hallamos, que nunca se nos da, o que aparece de nuevo pero de forma distinta y tal vez por eso causa dificultad reconocerlo. A ese lugar, Ampudia, una vereda pequeña, dispersa en el camino que conduce de Río Claro a Villacolombia, volví después de no sé cuántos meses. ¿Buscando qué? Cierta inyección de adrenalina que vuelca su pinchazo en el corazón a lo largo de los diez kilómetros que tiene el ascenso desde Río Claro. Saludando a la gente. Incluso al grupo de militares que parece pastar dudas tres kilómetros antes de Ampudia. Y reculando con la bicicleta una vez que, ya ahí, un personaje de rostro siniestro te mira rayado, golpeado --como decimos por estos lugares-- y entonces decides que es mejor regresar con tu raudo temor a cuestas.

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Pues bien: con ese mirar rayado que te apuñala y vulnera; que te amedrenta y te advierte de problemas en caso de que llegues más al fondo de algo que flota en el aire o que te esperará si osas seguir en tu bicicleta. Eso es: un mirar rayado cual frontera invisible, un enorme muro quizá más duro que si fuera concreto, porque éste tendría una dimensión determinada, un punto de partida y otro de llegada, a diferencia de la barda invisible que tienden las miradas. "No Pasar", gritan los ojos, que se fijan también en los nuestros para saber si descubrimos que dos hombres más, en un camión, trajinan con barriles azules de algo que, supongo, tiene relación con el enorme e incabable negocio que ayuda a mover las agujas del reloj mundial: el narcotráfico.

De modo pues que la libertad en bicicleta llega hasta cuando una mirada pone ante ti una tapia imperceptible y te derrota.


15 de abril de 2023

15 DE ABRIL DE 1988

El viernes 15 de abril de 1988, Luis Fernando Saltarén y yo, con trece años cumplidos y estudiantes de 8°, emprendíamos un viaje que suponíamos sería sin retorno. Un periplo hacia el profundo Sur del continente, desde Cali hasta Buenos Aires con la bien rumiada intención de hacernos jugadores de uno de los dos equipos emblemáticos de Argentina, Boca Juniors o River Plate, cuyas nóminas de entonces creíamos saber de memoria. Para convencernos de que era posible llegar, jugar y triunfar, debimos de haber leído cuántas páginas sobre fútbol cayeron ante nuestros ojos, sedientos de paisajes, estadios, figuras y otras grandes épicas que excedían el tamaño de nuestros cuerpos.

Quizá todo había empezado en medio de las charlas inocentes y pletóricas de aventuras sostenidas con mi papá, a propósito de su bicicleta laboriosa y de supuestos viajes de vagabundos europeos por América montados sobre dos ruedas. En algunas de las noches previas a nuestro viaje, mi papá y yo decidíamos desovillar esos relatos sin que él sospechara que anidarían en mi cabeza para engendrar una locura gigante: convencer a otros compañeros de mi salón de que era posible viajar a pie o en bicicleta hacia algo que no sabía exactamente qué diantres era, pero que en todo caso haría que pasáramos a la Historia, aun cuando esa Historia con mayúscula fuera la minúscula historia de nuestro entorno más íntimo: amigos, familiares, nosotros mismos en el ahora y el ahí de entonces y en el más allá y en el aquí de lo que cuento.

(En medio de todo estaba el primer amor, un destello de luz en mi pequeño corazón, una utopía con rostro pero sin realización posible. El deseo del beso nunca dado y de la carta perfumada que se tragó el olvido. La niña-mujer-algarabía-recuerdo).

En medio de todo estaba mi naciente fervor por la palabra escrita, por leerla y escribirla; por anotarla en hojas de cuaderno que iban registrando mi plan, mi ardiente demencia; que alojaron el secreto apenas compartido con mi cómplice de viaje: un mapa del continente dibujado con tinta azul, acaso una línea discontinua trazada entre el punto A (Cali, Colombia) y el punto B (Buenos Aires, Argentina), fragmentándose en Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay... Aprendí sin saberlo que el mundo es muy pequeño en los mapas pero que puede ser más diminuto todavía una vez decidimos franquearlo, sin que acabe jamás.

Porque ese viernes 15 de abril mi compañero de viaje y yo decidimos que el plan o nuestra suerte estaban jugados. Sonó el último timbre de la jornada escolar. Tal cual lo habíamos previsto, deberíamos partir hacia la terminal de buses para decirle adiós definitamente a todo lo que nos ataba a esta tierra: amigos, familia, cuarto, cama, ropa, colegio... Y fue así que hacia las 15:00 horas ya estábamos en medio de una flota de TransIpiales Tres Estrellas con destino a Pasto, Nariño. Y así fue como al cabo de muchas horas y varias imágenes (ovejas y desierto en Cauca, gotas de sangre en la camisa del copiloto, una caneca de aguardiente Nariño en su mano) llegamos a la capital del Valle de Atriz, donde tuve la osadía de pedir un café con leche para cancelarlo con el entonces abrupto y reciente billete de 5.000 pesos. Y fue así como luego de ver a gente errabunda en torno a un barril de fuego, tomamos un bus hacia Ipiales, a donde llegamos sobre las 4:00 de la madrugada del sábado 16 de abril.

Era cuestión de esperar el amanecer, caminar pocos kilómetros para cruzar la frontera y salir por fin de Colombia. Estábamos demasiado lejos de los hogares. El destino empezaba a tomar la forma de la ansiedad y del miedo. Desprovistos de chaquetas --solo con dos morrales llenos de poca ropa para dejarle campo a las cajas de tisanas, al fraquito de petróleo, a la olla pequeña, al rollo de papel higiénico y a unas pocas hojas sueltas de cuaderno--, nos arropaba el manto de la adrenalina, ligero y caliente con sus hilos de orfandad.

Fue fácil convencer a los soldados colombianos y ecuatorianos de que viajábamos solos pero que teníamos permisos de nuestros padres (nunca nos exigieron documento alguno que lo certificara) para visitar a una tía que vivía en Tulcán y a quien le llevábamos las cajas de tisana (que, por cierto, habíamos empacado con el fin de que las infusiones nos dieran calor en las noches andinas). Lo recuerdo ahora menos como una mentira y más como esa tendencia a la ficcionalización, a esa voluntad inventiva que el viaje forja en el alma y que en mí afloró porque en última instancia ese viaje (fallido, lo veremos) debía ser, debía ocurrir para que naciera mi vocación literaria.

En Tulcán, donde nos abastecimos de coca-cola y galletas zoomórficas de dulce, no perdimos tiempo. Compramos los tiquetes hacia Quito por el servicio de Velotax y una vez en el camino yo me deshice en llanto sin que mi cuate de aventura me viera: miraba el paisaje, con un volcán de fondo (tal vez era el monte Cayambe), extrañando mi casa. Pero cuatro horas después llegábamos a la capital, la fría y hermosa ciudad emcumbrada como Bogotá a casi 2.700 msnm. Era ya la tarde de ese sábado que culminó con lluvia y con la decisión tomada por mí de que lo mejor era regresar a Cali, devolvernos, no había modo de seguir, el miedo nos cercó al lado de un letrero que decía "Ambato", al filo de un caño de aguas negras, negrísimas, crecidas hasta más no poder, sintiendo en la mirada todo el peso del mundo bajo el cielo de plomo quiteño.

Niños en Quito mirando el río Machángara.
Dall-E
¿Por qué lo hice? Como aquel torrente de agua (¿el río Machángara?) que atraviesa a Quito, mi vida tuvo un parteaguas ese sábado 16 de abril de 1988. Mi vida y la de mi cómplice de escapada, juntos en la desolación, en la plena incertidumbre del regreso que nos exponía al señalamiento y el castigo. Juntos en la vuelta a la terminal de buses para destejer el camino y regresar a Cali en la mañana del domingo 17 de abril. Porque debíamos volver para toparnos de bruces con nuestro destino, aun cuando la vida estuviera en otra parte. 

Nómada de mí mismo, escapando hacia lo imposible, quería sin saberlo encontrame con el camino que 35 años después me pondría precisamente aquí, delante de esta pantalla, en medio de estos libros, junto a seres que tal vez aquella tarde sospechaba o no nacían aún, dibujados en el mapa tenue de la vida. 

Porque la vida es lo que se decanta luego de nuestras elecciones o de nuestras renuncias gracias al cernidor de la casualidad. Mi futuro, creo, estaba inscrito en aquel 15 de abril de 1988.