Ahora que mi hijo alista su lonchera, de repente viene a la memoria un suceso de 1980. Utilizo la metonimia para nombrar el recipiente donde mañana él encontrará el emparedado, el jugo, la fruta y un dulce para que mitigue la sosera del regreso a casa. Dejo a un lado la especulación y vuelvo a mis días de segundo de primaria, cuando al colegio llegó Walter, un niño expulsado de la Academia Militar y que pronto infundió temor en todos porque era mayor que el resto del grupo y además porque insistía en ir a clase con las botas negras del "reformatorio" anterior. Ese mismo Walter, que nunca se bañaba y que usaba gafas de marco muy grueso, me robó alguna vez la lonchera.
Pero la metonimia cuenta cuando quiero decir que mi lonchera, descontando lo que mañana a mañana ponía mi mamá adentro, tenía una estampa de ese Snoopy perezoso pero alerta encima del techo de su casa, así como las iniciales de mi nombre y apellidos, rotuladas por mí tal vez con un alfiler para evitar que se confundiera con otras o que fuera indebidamente apropiada, tal como entonces ocurrió, cuando pude ver portando mi lonchera a ese niño grande que me fue imposible enfrentar desde mis pusilánimes seis años.
Entonces recurrí, creo, a la coordinadora de Primaria, quien pronto localizó al infractor y lo puso en su sitio: Walter afirmaba que esa era su lonchera; que la tenía desde hacía mucho tiempo, y que yo era un mentiroso. Desde luego, me acordé de las letras alfilerudas, que mostré a la profesora y al niño, pero sorpresivamente Walter mostró la W que con sagacidad militar había escrito sobre la tapa, y entonces me provocó llorar. Pero la profesora consideró necesario mirarle el "chasis" al artefacto naranja y ya no hubo más dudas: pudimos leer mi nombre y mis apellidos completos, que mi mamá había escrito no sólo con la sabiduría sino también con la desconfianza de todas las madres. Walter me devolvió la lonchera, que abrí luego en algún lugar solitario del colegio. Pero no todo fue dicha esa vez: no había lonchera dentro de la lochera. Casi nada: el pan, sin la mortadela y sin el queso, sólo con un pequeño vestigio de mantequilla; el termo, con un remanente de azúcar y algo de jugo de mora. Y la servilleta arrugada, con una W escrita a lápiz rojo.
Recuerdo que la profesora jamás propuso mirar qué había adentro, aferrada a la metonimia que subordina la lonchera a su naturaleza objetual, cuando en verdad, como Walter supo, la loncheriedad de la lonchera radica en el contenido sólido, líquido y gaseoso que aloja. En fin, en la potencialidad proteínica que guardan sus entrañas de plástico. Porque, digámoslo de una buena vez, lonchera sin lonchera no es lonchera, y en su primitiva ontología Walter había raptado el ser del objeto, con lo cual se convirtió en el primer filósofo del que tuve noticia. Fue, en algún sentido, el primer presocrático que conocí (Walteráclito, se me ocurre llamarlo), habida cuenta de que dos años más tarde vendría yo a saber del Doctor Sócrates, sí, el inolvidable capitán de la Selección Brasil en el Mundial de España 82.
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