17 de noviembre de 2011

Günter Grass y Julio Cortázar le dan cuerda al reloj



Por estos días leo El tambor de hojalata y en la balada de Oscar Mazerath, específicamente en el capítulo "Vidrio, vidrio, vidrio roto" del Libro Primero, escucho algo sobre los relojes que ya Julio Cortázar me había dicho en su "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj". Grass publicó en 1959 una de las obras maestras de la literatura occidental, mientras que Cortázar dio a luz aquél texto años más tarde, cuando era el famosísimo cronopio de Rayuela y demás. Alguien, aturdido por la coincidencia --luego veremos-- y desconocedor de la transducción literaria, bien podría declarar que el cronopio hizo acopio del monólogo de Oscar y se atrevió concedernos su versión acerca del adminículo que todos alguna vez hemos llevado cual dentellada del tiempo en la muñeca, o aprisionado en ese otro aparato que incluso sirve para recibir llamadas: el teléfono celular.


Pues bien: recobro ambas escrituras a fin de que recordemos el inexorable paso del tiempo en la literatura y que recobremos a dos inmensos fabulistas del siglo XX.

El tambor de hojalata (Fragmento)


Pero la relación entre los adultos y sus relojes es sumamente singular y, además, infantil en un sentido en el que yo nunca lo he sido. Tal vez el reloj sea, en efecto, la realización más extraordinaria de los adultos. Pero sea ello como quiera, es lo cierto que los adultos, en la misma medida en que pueden ser creadores --y con aplicación, ambición y suerte lo son sin duda--, se convierten inmediatamente después de la creación en criaturas de sus propias invenciones sensacionales.

Por otra parte, el reloj no es nada sin el adulto. Él es, en efecto, quien le da cuerda, lo adelanta o lo atrasa, lo lleva el relojero para que lo limpie y en su caso lo repare. Y es que, lo mismo que en el canto del cuclillo cuando parece durar más de lo debido, y que en el salero que se vuelca, en las arañas por la mañana, en el gato negro que nos sale al encuentro por la izquierda, en el retrato al óleo del tío que se cae de la pared porque el clavo se aflojó al hacer la limpieza, los adultos ven también en el espejo, en el reloj y detrás del reloj mucho más de lo que éste representa en realidad.


Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

15 de noviembre de 2011

Breves noticias después del invierno




Los niños son como soles que cabalgan sobre el agua mientras aguardan que la lluvia pase, en una esquina. Luego vienen otros días, sin paraguas, con la aparente calma azulgrisácea de un cielo que, más temprano que tarde, en breve, termina por desfondarse sobre las cabalgaduras abandonadas a un lado del camino.


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Los viejos salen de su guarida para alimentar a las palomas, exiliadas por la lluvia en la cúpula de la catedral. Una a una, retornan con sus picos a esas manos donde apenas quedan rastros de maíz. En el aire, el tiempo dibuja los mapas del hambre.

14 de noviembre de 2011

Año 1991; Valor $ 200 (20 años del periódico "La Palabra")



Hoy, como tantas costumbres desaparecidas, es infrecuente que alguien adopte la terca tarea de coleccionar revistas, folletines o periódicos publicados en la casi obsoleta pero siempre vigente letra impresa. Y es aún más raro que un adolescente gaste algo de su dinero en comprar desprevenidamente una revista o un periódico que bien puede leer o picotear o descargar desde cualquier página web.
Tengo a mi lado el primer número de La Palabra –1 de noviembre de 1991. “Cali Ciudad Perdida”—, cuando todo empezó. ¿Por qué ese adolescente que entonces era yo, decidió robarle $ 200 a su mesada o a sus magros ahorros para comprar en un kiosco de revistas del centro de Cali ese ejemplar de un periódico que parecía decirle algo de sí mismo, de la ciudad, de sus escritores y de la Universidad del Valle, a la que ingresaría dos años después?
Mes a mes, entre 1991 y 1993, me encontré coleccionando el periódico y entrando al Departamento de Literatura de la Universidad, donde, primero como estudiante y luego como profesor, La Palabra definió en gran parte mi rumbo por la letra impresa y me ayudaría a entender aquello que los antiguos griegos pusieron en la pluma del ensayista mexicano Alfonso Reyes: “Verba volant; escripta manet”. Con La Palabra comprendí aún más la idea de que, en efecto, lo dicho escapa al viento, mientras que lo escrito permanece atado para siempre al devenir de la cultura y a las costuras de la historia.
¡Y qué acontecimiento histórico el de 1997!, cuando después de haber asistido a la Feria Internacional del Libro de Bogotá, decidí escribir una crónica sobre la visita de Mario Vargas Llosa, que había llegado a la Feria para lanzar su novela Los cuadernos de don Rigoberto y que era objeto de un perenne tributo de mi parte, animado por la morbosa veneración de todo lector post-adolescente.
Aquella crónica de siete cuartillas levantadas a máquina pasó por algunas manos, entre ellas las del profesor Darío Henao –recién llegado de tierras cariocas--, quien a finales de mayo sugirió que me acercara a la redacción de La Palabra para buscarle a esas páginas un mejor destino más allá de la egoteca particular. Y fue en la cafetería de Idiomas, enfrente del edificio del CREE, donde, luego de que Darío me presentara, Umberto Valverde y yo cruzamos saludos y finalmente mi crónica sentenció su destino en las manos del mítico Director de La Palabra.
Recuerdo no sólo los largos días de junio esperando el veredicto de Umberto sino también los interminables tachones que él puso en mi crónica, empezando por el primer párrafo, al que condenó con una enfática X por sus frases extremadamente ampulosas. Además Umberto me ordenó reducir el texto de siete a cuatro páginas, lo que significaba romper el espejo del Narciso que todo escritor principiante lleva enquistado en las entrañas de su orgullo. Lo hice, en todo caso, aprendiendo de paso una de las lecciones capitales del periodismo escrito: el poder persuasivo de la palabra justa, que para el caso de la crónica oscila entre el hecho concreto y la voluntad expresiva.
De modo que aquella crónica apareció en el número 65 de La Palabra, correspondiente al 1° de julio de 1997, con el título “Mario Vargas Llosa: Historia de un regreso”. Un mes después figuré en el cuadro de colaboradores de La Palabra, convirtiéndome en el primer estudiante de la recién constituida Escuela de Estudios Literarios en ingresar a esa trinchera afectiva que era la redacción del periódico, elaborado por una docena de estudiantes de Comunicación Social bajo el sigilo de Umberto Valverde.
Lunes tras lunes, en los consejos de redacción, Umberto y los colaboradores definíamos las responsabilidades periodísticas en torno a temas, personajes y escenarios que debían ser investigados por lo menos con dos meses de anticipación. De ello aprendí una segunda lección, a propósito de aquel periodismo cultural liberado del síndrome del inmediatismo: la vitalidad de la prosa surge de un contrapunto entre el vigor de la primera escritura y el rigor de la revisión, pues el proceso de construcción textual (la concepción del tema, la no menos rigurosa investigación y la aplicada reescritura) es el pilar del taller de periodismo y del periodismo como taller.
Entre 1997 y 1998 publiqué cerca de diez textos entre ensayos, entrevistas y reseñas, y en mayo de éste año, en ocasión del número 71, me convertí en Coordinador de redacción del suplemento “La Palabra Crítica”, que luego de ser concebido en 1993 revivió cinco años después, gracias al vínculo entre La Palabra y la Escuela de Estudios Literarios, dirigida el profesor Darío Henao.
En “La Palabra Crítica” encontraron lugar la reseña y el comentario crítico-literario a propósito de libros, revistas y autores de relevancia en la literatura nacional e internacional. Recuerdo divulgamos la obra de Antonio Tabucchi, Rosa Montero, Manuel Vicent, Ricardo Piglia, Eliseo Alberto y Santiago Gamboa, para entonces medianamente reconocidos en nuestro medio. Allí también fueron homenajeados Guillermo Cabrera Infante, Salvador Garmendia y Octavio Paz, a la vez que se presentaron los ensayos de Edward Saíd, la biografía de Norman Mailler sobre Pablo Picasso y el estudio crítico de Álvaro Pineda-Botero sobre la literatura colombiana, entre otros. “La Palabra Crítica” puso a pensar la región, desde la Universidad, sobre algunas perspectivas del acontecimiento literario de Fin de Siglo.
Las lecciones aprendidas a lo largo de dos años de escritura ininterrumpida en el periódico –al que concedí una entrevista en el número 83 del 1° de junio de 1999, a raíz del Premio Departamental de Poesía que me otorgó el Ministerio de Cultura— se convirtieron en mis emblemas al asumir más tarde el honroso cargo de Editor de La Palabra, a la sazón dirigida por el profesor Darío Henao.
Desde el número 135 de febrero de 2004 hasta el 185 de agosto de 2008; a lo largo de 50 ediciones (como decir 50 meses en 800 páginas) que permitieron la participación de múltiples equipos de redacción conformados por estudiantes de diversas unidades académicas de la Universidad e incluso de otras universidades de la ciudad; apoyándome en la fecunda y comprometida línea periodística forjada por los fundadores del periódico y especialmente por su mentor, Umberto Valverde, alterné mi vocación docente con el oficio de Editor en este privilegiado mirador que vio el renacimiento de la Feria del Libro Pacífico, inmortalizó a la antigua Calle 5ª en un dossier urbano, se ocupó de los 60 años de la Universidad, registró el proyecto y la configuración del Sistema de Transporte Masivo de Cali, discutió a fondo temas cruciales como la Ley del Cine o el TLC con Estados Unidos, y celebró los cuarenta años de mayo del 68 y los 80 de Gabriel García Márquez.
Hechas las cuentas, mi presencia en torno a La Palabra, desde aquel 1991, cuando di con ella en un kiosco olvidado del centro de Cali, hasta hoy, coincide con los 20 años que cumple el periódico. Se trata de una mayoría de edad patente en su archivo, por ejemplo, donde resuenan los ecos de una generación que, como la mía, ha intentado escarbar el sentido del mundo entre el papel impreso, las ventanas electrónicas abiertas al universo virtual y el zapping hipercultural contemporáneo. Creo que para todos los que estuvimos ahí, lunes tras lunes, La Palabra representó una inmejorable posibilidad expresiva en cuanto a hechos que iban más allá de la ciudad y del país, en medio de esa realidad en la que, al tenor de la actual infinitud del ciberespacio, son cada vez más escasos los medios impresos dispuestos a ocuparse de pensar el devenir de la historia, la sociedad y la cultura desde la óptica desprevenida pero atenta de la juventud. Pensando en esto, deshojando recuerdos arrumados en cientos de ejemplares, sé, hoy más que nunca, que aquellos $200 que le robé a mi mesada o a mis magros ahorros no fueron invertidos en vano.

12 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Tom Wolfe



Los profesores de literatura, que presumimos de leerlo todo y a toda hora, no somos más que una tribu de ignodoctos. Una de las pruebas: la cantidad ingente de lecturas aplazadas, de cuya cuenta dan los libros amontonados sin abrir, con el lomo virgen como un campo sin arar, en los anaqueles donde improvisamos nuestras bibliotecas. En uno de ellos reposaba intocado, hasta hace unos días, un ejemplar voluminoso y amenazante; una enorme novela que adquirí en la Feria Internacional del Libro de Bogotá en 2003 y que puse junto a otras con la ilusión de abrirla días más tarde. Fui derrotado en las primeras páginas del prólogo donde un hombre va a caballo, ahíto de orgullo y energía, por una plantación de cierta región norteamericana. Ahora, meses, años después, he venido a saber de Charlie Croker, de Termtina, de Atlanta en Todo un hombre (A Man in Full), de Tom Wolfe, quien en mi criterio "ignodocto" aparecía llenando un dato exiguo, el del celebérrimo escritor que propuso cuatro décadas atrás el concepto y la savia del nuevo periodismo.



En 2011 Tom Wolfe llegó a sus ochenta años, vividos entre la mordacidad y la riqueza. Es autor de muchos ensayos y de unas cuantas novelas, entre ellas La hoguera de las vanidades --quizá la más leída y comentada de sus ficciones-- y Todo un hombre, que en la edición que tengo alcanza las 1040 páginas. Para mí ha resultado un encuentro tan adictivo como inaplazable, sobre todo porque a través de sus personajes (Roger White II, Conrad Hensley, Ray Peepgaass, Wesley Dobbs Jordan y Charlie Croker, para hablar sólo de los que urden el tejido de la fábula) nos topamos con un fresco actualizado de la esplendorosa miseria de la condición humana. Sí, como en Balzac, Tolstoi, Kafka, Faulkner y Mailler, a quien tampoco acabo de leer.



El encuentro cercano con Wolfe permite reír sardónicamente, morder el polvo de la gloria y el lodo de la derrota, y escuchar el pálpito épico de algunas cuestiones norteamericanas (la hipocresía, la mega-ambición empresarial, el racismo y las reivindicaciones marginales, el anonimato y la quiebra económica, etc.) de los años 90. Doy gracias por haber dejado de aplazar el contacto con una prosa que página a página ofrece un precioso e inolvidable ejercicio de demolición.

11 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Stendhal



Quisiera despertar el libro, sustraer el ejemplar, desempotrar sus páginas de mi biblioteca pero no tengo voluntad de levantarme, aunque sí de recobrar imaginariamente la edición que tengo de Rojo y negro, de Stendhal, por Bruguera, que llegó a mis manos por algo más de $1000 cuando acababa la década de los 80. Fue un encuentro más que enfebrecido, bajo el ritmo demoledor de la adrelalina del lector agolpada en las venas cuando una escritura logra someternos. Como harto se ha dicho, Stendhal posee aquella voluntad totalizadora característica de las mejores y más prolíficas plumas del siglo XIX: el amor, la política, la sociedad, la Historia misma atrapados en un prisma de múltiples caras en las cuales el lector funge de testigo excepcional de la invención del universo.
Hoy quiero recobrar esta lectura de Rojo y negro prescindiendo de las referencias directas a la obra o a su héroe, el fatalista Julián Sorel; deseo, más bien, darle la palabra a Antonio Muñoz Molina, stendhaliano ejemplar, pues me he topado con un esmerado aguafuerte suyo en el blog Escrito en un instante, también suya como suya es la lectura íntima de Stendhal:

Vivir en una novela

Vivo en El rojo y el negro estos últimos días. Viví y viajé en La educación sentimental hace unas semanas. En las novelas se vive, se viaja, se refugia uno, se navega. Quién que haya navegado en Moby-Dick, en La isla del tesoro, en Veinte mil leguas de viaje submarino no podrá olvidarlo nunca. Había empezado a leer la edición suculenta del Journal de Stendhal que recomendó aquí Pablo el Parisino y derivé inevitablemente hacia Le rouge et le noir, en una edición de bolsillo que tiene mucho de hipnótica, con un retrato tenebrista de Gericault en la portada, un hombre joven con mirada insomne y párpados enrojecidos que podrían muy bien ser Julien Sorel. Vivo en esa novela. Me tumbo con ella y con Lolita en el diván después de comer y si me despierto sin sueño de madrugada me levanto con sigilo para seguir leyéndola. No recordaba que fuera una novela tan impúdicamente llena de política, de dinero, de ambición, de mundanidad, de sexo. Por comparación con Stendhal o Flaubert los novelistas nos hemos vuelto muy estrechos. Confirmo una intuición antigua: Le rouge et le noir es Beethoven en la misma medida en que La chartreuse de Parme es Mozart. El resplandor sombrío y agobiante de las orquestaciones de Beethoven es el de este mundo contra el que se rebela tan en vano Julien Sorel: la voz heroica pero también muy frágil del piano desafiando a la orquesta y finalmente ahogada por ella. Me acuerdo de que una vez, hace años, hablé mucho rato de esta novela con Juan Marsé: su Manolo el Pijoaparte es un Julian Sorel xarnego de las barriadas periféricas de Barcelona. Cuando la gente, los literatos, hablan con tanto desdén de la novela decimonónica, como si fuera de un mueble polvoriento y antiguo, ¿a qué se refieren? Ya quisiéramos nosotros escribir novelas así, tan llenas de presente, tan furiosamente empapadas de la vida real. Quién será capaz de hacer la novela de este tiempo de alucinación y derrumbe, de esperpento y tragedia.



10 de noviembre de 2011

Escrituras recobradas: Montaigne




Si tuviera que anotar una página oscura en mi pequeña historia universal de la infamia (si la tuviera, al menos conciente y responsablemente), tendría que sumar aquella donde la "negra espalda del tiempo" dejó de inventar porciones del día-a-día en este blog. Desde luego, se ha vivido, leído, amado, llorado, reído, andado, bebido, abrazado... , pero nada de ello ha merecido el favor de la indeleble autenticidad de la escritura, y todo porque acaso en nuestra mente se hayan trazado esas líneas imaginarias, esos puntos de luz que van siendo palabras, pero sólo en nuestra mente, como decir, acaso, en ninguna parte. Se trata de una reticencia de la cual en otro momento deba hacer conciencia.



Ahora se impone recobrar la escritura. Nada mejor que hacerlo a través de otras voces que estimulen la emergencia de mi voz. Luego vendrá la hora en que ésta retorne al punto de donde partió hace muchos meses y muchas pantallas y muchos día-a-días comohoy, soleado y riguroso en su vuelta a la memorabilia para nadie de este blog.



Precisamente es Montaigne, devenido en tema y alusión, la primera escritura que quiero recobrar. Se trata de un comentario-ensayo de Fernando Savater a propósito de dos libros de reciente aparición (La muerte de Montaigne, de Jorge Edwards, y Cómo vivir. Una vida con Montaigne, de Sarah Bakewell) acerca del lúcido eremita de Burdeux. He aquí la nota publicada en El País hace algunos días:



El Señor de la MontañaFernando Savater

Entre los clásicos de la literatura hay muchos a los que veneramos sin apenas comprenderlos, por adhesión a nuestra tradición cultural: y está bien que así sea. De otros -¡Shakespeare!- nos deslumbra la obra, mientras su silueta personal permanece entre sombras o leyendas. Pero de vez en cuando hay uno del que nos hacemos amigos, que se gana nuestro aprecio humano sin restarle encomio intelectual, del que podemos ser devotos dentro de la simpatía y hasta de la familiaridad. El más ilustre de estos prójimos, el más perdurable porque dura cambiando (como el tiempo mismo) es Michel de Montaigne.

Para quienes creemos que en la vorágine mutante de las formas sociales, las tecnologías, los credos y las modas hay algo esencialmente humano que se mantiene, reconocible siempre, Montaigne es un aliado insustituible. Sus Ensayos, el género que inventa casi sin querer para seguir dialogando intelectualmente con su desaparecido amigo La Boétie, se refieren de mil maneras a la fecha en que fueron escritos, hace más de cuatro siglos. A esa época lejana pertenecen muchos de los acontecimientos que narra, el gusto por la erudición grecolatina que maneja, las opiniones científicas que comenta, los aspectos de la cotidianidad que aparecen a cada paso, etcétera... Sin embargo, el hombre que los refiere, con sus dudas, sus manías y sus temblores, se nos parece en todo. Esta combinación entre lo circunstancialmente remoto y lo íntimamente cercano constituye su inmarchitable encanto.

Hoy es frecuente representar obras teatrales del pasado con ambientación, decorado y referencias históricas actuales; por el contrario, los Ensayos nos muestran nuestros sentimientos cotidianos confrontados con un entorno social y mental cronológicamente exótico. Leyéndolos, sentimos o creemos sentir lo que hubiésemos experimentado de haber vivido en el siglo XVI: pero, sobre todo, compartimos empáticamente lo que Montaigne habría padecido o gozado en nuestro presente. Por eso nos producen un ambiguo y placentero escalofrío en el que la curiosidad por la extrañeza de lo ajeno se transforma en reconocimiento de lo más propio y personal, lo que nunca habíamos contado a nadie pero que ahora nos llega dicho con vivacidad y gracia por una voz ajena, distante y próxima, que nos susurra al oído: tua res agitur, se trata de ti. Somos en lo que cambia, no cambia lo que somos.

Esta fidelidad perspicaz a la humanidad que compartimos le ha granjeado lectores adictos en todas las épocas, empezando por Shakespeare: unos le han tomado como maestro o compañero de viaje, otros han regañado con él con animosidad personal (¡Pascal!), pero siempre lo han tenido por imprescindible. Cada época lo toma como referente de actitudes, temores y esperanzas: quizá la estimación más emocionante sea la de Stefan Zweig, al final de su vida, a punto de suicidarse en el exilio tras la Europa que según él ya se había suicidado, que le convierte en símbolo de la tolerancia perdida y del sonriente y escéptico humanismo martirizado.

Dos libros recientes atestiguan entre nosotros esa identificación siempre renovada con el Señor de la Montaña. El chileno Jorge Edwards, en La muerte de Montaigne (Tusquets), pone su propia vida al paso de la de Montaigne y le utiliza en paralelo para hablar de la emoción y hasta la excitación erótica de la escritura, completando con su imaginación de novelista lo poco que sabemos de su relación crepuscular con Marie de Gournay, acicate sabroso de sus últimos años y fiel editora póstuma de los ensayos. Pero Edwards dedica también especial atención a un aspecto a menudo postergado en la consideración del autor: su faceta como político en una época convulsa de enfrentamientos dinásticos y religiosos, su búsqueda tenaz de acuerdo y reconciliación en la Francia incipiente pero ya dividida. Un hermoso retrato del inmortal que muere batallando por la vida, dibujado desde la información histórica, la intuición narrativa y la experiencia personal.

La inglesa Sarah Bakewell, en Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel), no escribe un libro de autoayuda a partir de los ensayos del gascón, como podría sugerir el título. Más bien realiza un examen documentado y ágil de su trayectoria, conducido con inteligencia exenta de pedantería y centrado en la vinculación permanente entre teoría y práctica que caracteriza la obra del pensador. Quizá una de las claves del duradero interés no académico que suscita Montaigne es que no vivió para pensar sino que pensó para vivir: sus reflexiones, ondulantes y a menudo contradictorias, poseen la irremediable inquietud de la existencia real. Lo que Montaigne se propuso fue vivir à propos, es decir, de una manera consciente y reflexiva, comentada por su voz interior, aunque no siempre deliberada y calculadora. Sobre todo, nunca refugiarse en los denuestos y la minusvaloración de nuestro ser, sino aceptarlo y tratar de comprenderlo a partir de un resignado humorismo. El examen de Bakewell es una oportuna y entretenida introducción a este empeño. Al igual que la obra de Edwards, uno de sus mayores méritos es que nos estimula a releer o leer por primera vez esos ensayos que constituyen los mejores ejercicios espirituales de la humanidad moderna. Razón bastante para estarles agradecidos...