27 de febrero de 2011

La escritura, memoria, vida


La ruidosa tempestad de lo escrito hoy, en tiempos estos cuando la humanidad parece haber leído más que durante toda su historia, me pone frente a la tan consabida como tautológica dicotomía: "Vivir o contar". Cuando leí La náusea, que inmortalizó a ese extrañísimo y perverso personaje de Sartre, Antoine de Roquentin, creí entenderlo todo: sólo aquella actitud vital subordinada a la escritura merece en verdad el nombre de "Existencia". Es decir que la dicotomía que opone la vida a la escritura (y viceversa) es tan falsa como aquella que enfrenta lo blanco a lo negro o la vida a la muerte. Se trataría entonces de pensar en la yunta Vida-Escritura como dos gestos de una única cara: la temporalidad de la existencia.

23 de febrero de 2011

Vivencia


Una palabra, hoy: Vivencia. Como el punctum fotográfico que Barthes celebra en Cámara lúcida, pero ahora desde la apuesta de H. G. Gadamer por definir aquello que sobresale de entre el flujo de la vida corriente que se olvida. Vivencia: luz en el ahora de lo que antes fue.

20 de febrero de 2011

Fuego, noche, mundo, cielo


El domingo cierra su ventana tras el insistente sonido de un carro de bomberos que por nada casi estalla los cristales. Fuego en la ciudad bajo el calor de nuestra estación perpetua, la sequía. Quizá se quema ahora una fábrica o una casita donde alguien encendió una veladora al santo, mudo y frío, u olvidó cortar el invisible chorro del gas en la cocina, y de pronto el fuego mostró su piel sin tregua. El fuego, que, como sentenció Borges, "no podemos dejar de mirar sin sentir un asombro antiguo".

Arde algo en la ciudad esta noche. Arde Trípoli, a 11.000 kilómetros de distancia de este cuarto, en Libia, donde el recio régimen le ha asegurado la inmolación a 200 almas y algo más. Arde el cerebro de un chico o una chica que optó por consumirse en la fiebre del bazuco antes que someter sus neuronas a la tibieza del hogar.

En alguna montaña de Colombia un soldado, un guerrillero, un secuestrado acaso o un explorador avivan un fuego diminuto mientras la noche del Mundo hierve en el cielo.

17 de febrero de 2011

Diatriba contra cocteles intelectuales


Nada resulta más patético que un coctel de intelectuales, con toda la pompa y la gomina y la vanidad vaciadas en las tres palabras. Hasta hace unos años nada más asistí a muchos, más por cortesía y a veces por obligación que por sincero interés: acompañé a ciertos autores en su inagotable vocación de lanzadores de libros, es decir, de publicadores autofágicos, cuando desde un estrado decorado con un mantel casi siempre azul, una botella de agua casi siempre insípida y un presentador casi siempre hiperbólico, se daban a la tarea de flagelar a un público cautivo al que pasados veinte minutos de verbo ceremonioso y de palabras vacuas, sólo le importaban la calidad y la cantidad del vino anunciado en el último punto del programa. Durante mucho tiempo soporté con callado estoicismo los aplausos, los chascarrillos del ungido o de la oficiante de turno y los comentarios a ésta o a aquél por parte de los asistentes en torno a la excelsitud, la maravilla, el tono, la factura editorial y la repercusión nacional e internacional asegurada de ese su libro que nunca habían leído y al que jamás le invertirían una neurona.

Más o menos con esos hilos trémulos se ha ido tejiendo en este país lo que podríamos llamar el canon literario nacional. Recuerdo particularmente una noche de mayo de 2003 en Bogotá, cuando a propósito de una Feria Internacional del Libro me vi de bruces en un recinto inmenso, alfombrado y por ende super cálido, con el evento académico central (¡un lanzamiento!) terminándose y mucho comensales de ocasión dudando si entraban o no en busca de un muslito y una copa de vino blanco helado. Obviamente, no dudé un segundo en acceder, no sin antes pasar mi mano rucia sobre las tapas de los ejemplares exhibidos para que algún cliente ahíto de coctel comprara el pasaporte al saber impreso en algo más de cien páginas.

El asunto es que mientras yo y otro y uno más allá engullíamos aquellos muslitos rematados con trozos de papel celofán, de la mesa bajaban los actores: el autor, uno escritor amigo y la gran crítica literaria nacional, a la que éstos odiaban pero que habían soportado gracias a los azares de la programación. Como es natural, sólo uno de los tres sabía del contenido de la obra presentada: el autor. Los demás, pienso en el amigo, habían tenido noticias de que alguna editorial prestigiosa había aceptado su obra, o que ese día X lanzaría su nueva novela en Y recinto del centro de exposiciones, o que por esos lares olía a coctel. Este era mi caso.

Tomé copas frenéticamente, como si todo el vino del mundo hubiera ido a parar allí, y allí fuera a agotarse, sin más, despreciando la idea de que esa noche tres personas le habían puesto un peldaño glorioso a la escalera del canon literario colombiano. Escuché palabras con donaires sabios, apunté algunos nombres y me eché un par de muslos en el saco que me protegía de los fríos puñales de la noche.

Extraño aquel vino y el sabor de aquella carne blanca, hoy cuando en los cocteles de intelectuales sólo dan raciones de halitosis. Ahora, por eso, prefiero regodarme no en los lanzamientos de libros sino en el surfing etílico de la charla con un buen amigo.

15 de febrero de 2011

Pierna derecha, país lisiado


Las minas antipersonales sembradas en la geografía de Colombia han dejado caminando al país con la pierna derecha.

Escucho en la radio y veo en los noticieros que el asunto del paro camionero es un problema en sí por los bloqueos y la incomodidad que acarrea en el tránsito, como si en el fondo no hablaran razones que tienen asiento en algunos impuestos y hasta en el cada vez más rampante precio de los combustibles.

Un político defiende la idea de que Colombia es un Estado de Derecho. Egipto también lo es, a su manera, y sin embargo la semana pasada su población, que inmovilizó al país durante 18 días, derrocó a Hosni Mubarak. Si los colombianos tuviéramos los suficientes cojones y las suficentes tetas para protestar contra el alza creciente en los impuestos, el deterioro del sistema de salud, la pésima calidad de la educación por ausencia de férreos apoyos estatales y hasta contra el pago carísimo por alimentos y mercancías cuyo costo depende de las cifras que impongan el Gobierno y los transportadores (contra quienes también habría que alzarse)... En fin, si cada colombiano saliera a la calle...

Nada: seguiremos engullendo las quejas de los medios de comunicación, erigidos en conciencia de un pueblo amorfo, temeroso, críticamente lisiado cuando no es para referirse al vecino venezolano o al paria compatriota que viaja a nuestro lado. Seguiremos acostándonos con el agridulce sabor de la estafa y la mentira en la boca, para que la almohada escuche nuestras quejas en silencio, como si hablar duro fuera un pecado capital en un país donde, entiendo, todos parecemos super-vigilados.

Mejor dicho: "¡Qué mamera eso de los camioneros!", escucho la queja aquí y allá mientras el pobre país nos invita a jugar rayuela saltando, frágil, aparatoso, cuasi-inválido con su única pierna derecha.

14 de febrero de 2011

Desescritura


Trampas del Tiempo, cuyo reloj sin pausa conduce estas líneas por sendas distintas a la escritura y sin embargo tan leales al galopar de las palabras. Tal vez de cuando en cuando es bueno destejer lo andado, borrar con más letras aquellas frases que quisimos escribir, ahora masticadas por el viento que enloquece las brújulas y siembra nidos de agua en los cabellos.

Trampas del Espacio, cuyo diminuto cuerpo se expande como incontenible gota de agua sobre la aridez de este escritorio. Entonces pienso que de vez en cuando es conveniente burlar los pasos con las huellas que jamás dejamos sobre el fuego de la arena.

11 de febrero de 2011

Acto de fe


Ser docente es un pronfundo acto de fe. ¿En qué? En el saber atesorado y transformado a lo largo de centurias de lectura y escritura, pero también, y sobre todo, en el discurso que porta el concepto preciso o la reflexión como tentativa y posibilidad, y en la metamorfosis que tal vez ésta ocasione en quienes nos escuchan.

Hoy como ayer constato, bajo el signo del asombro, que ese acto de fe en lo que creemos saber y sabemos indispensable para el otro es el motor que articula los movimientos coronarios del especimen docente. De lo contrario, estamos muertos. Muertos en vida, como leí alguna vez que dijo Wittgenstein de los profesores de filosofía.

Sin embargo, puede pasar que acontezca lo contrario: el discurso en boca de un vivo muerto, es decir, aquel docente ahíto de certezas, propagador de conceptos agrietados, destilando minuto a minuto el rancio licor de la completitud, exultante en su pestilente condición de sarcófago de verdades resabiadas. En ese docente la vocación rechaza el acto de fe para replegarse en un capítulo de horror, natural y veladamente sado-masoquista. De este modo podemos agregar que algunos docentes son, además de muertos en vida, tiernos tiranos en busca de oídos y ojos con voluntad de víctimas.

10 de febrero de 2011

Saberes s(h)ervidos en el plato



Para Diana.

De cocina hablamos, entonces. De comida, colores y calores de uno y otro plato. De sazones (también de desazones hervidos en sonrisas) y de olores masticados entre el rumor del mar, que nos ofrenda preciosas carnes pétreas, y la lenta erosión invertida de la tierra, de donde brotan el maíz y la raíz amorfa del tubérculo. Hablamos de comida porque, en el fondo, queremos acercarnos al saber del sabor que el otro guarda.
Y en el fondo, también, degustando su evocación, traemos noticias de su paladar, de su lengua, de aquel plato exquisita, cariñosa, azarosa, placentera, acalarodamente preparado por todas las generaciones que nos antecedieron, cada una a su modo y a su amaño, siguiendo las indicaciones del tanteo al incorporar los ingredientes y del amor al compartirlos con el otro.
Achiote, laurel, ajo; tomillo, pimienta, curry y orégano; sal, azafrán, jengibre y canela. Hablamos de cocina para saber del sabor del otro cuando sangre, saliva, sudor y todo él habla en el plato.

9 de febrero de 2011

Sobre la diaria experiencia


Lo que a veces uno menos quiere cuando se reclina ante este confesionario electrónico es tener que hablar del día-a-día, del corre-corre, del frenesí propio y ajeno del minuto sin trivializar el tono grave que adquiere la experiencia una vez es amansada mediante la escritura. Quiero decir que si elijo hablar del partido de Colombia contra España (0-1) o de la anunciada intención del gobierno por elevar la edad de jubilación para ambos sexos (62, F; 65, M), pienso que decido desalojar la intemporalidad de este ejercicio pensante y que opto mejor por celebrar una fugacidad que es precisamente contra la cual lucha la experiencia.

En todo caso, la experiencia cotidiana, ese "corre-corre" tan propio de la tarea diaria (irrecusable, infranqueable a veces), se cuela entre las palabras, aquejada por ese afán de intemporalidad que ayer, hoy y siempre garantiza la escritura. Tal vez por eso el Diario íntimo sea la puerta de entrada, acaso el umbral donde la experiencia del mundo pone sus valijas, a la espera de que luego le sea concedido un cuarto dentro del hostal literario que todo escritor lleva dentro. Tal vez por eso el poeta Rodolfo Fogwill pensaba que para lanzarse a la aventura creativa sólo bastaba con regar las plantas (matas) literarias durante 45 minutos de escritura diarística. Al fin y al cabo, algo traerá entre manos esa experiencia del mundo que aguarda en el umbral, que cierra la puerta y pasa, y se transforma en materia literaria, intemporal, más allá del minuto y del verba volant.

8 de febrero de 2011

Divagación sobre fetiches de escrituras


Hoy, este tsunami electrónico que rebulle en Internet trae rumores de fetiches largamente amasados por algunos escritores a la hora de sentarse a derrotar el eterno fantasma de la página en blanco. Y si tuviera que pensar por un momento en el escenario que rodea este acto de escritura, pondría en primerísimo lugar el café negro y la grisazulada fumarola del cigarro. Luego vendrían la ventana a medio cerrar (o a medio abrir), el radio trasbocando noticias infames o risibles, y el módem a todo tope para saber qué bulle en la Red acerca del acto fetichista de escribir.

Veinte años atrás, en tiempos de vacaciones escolares, tenía que regresar al estudio, mañana a mañana, recién bañado y pulcramente vestido, siguiendo la lección vargasllosiana que aprendí tras la lectura de El vicio de escribir, la biografía del ahora Nobel hispano-peruano escrita por J.J. Armas Marcelo. El continuo ritmo de la máquina de escribir Olivetti --que guardo en una de las gavetas del escritorio-- resonaba como un despertador endiablado que ponía en pie a todas las palabras. En otras ocasiones, en tiempos del colegio, cargaba en mi morral un Cuaderno-Diario Norma de hojas amarillas en donde las lecturas iniciáticas (Kafka, Balzac, Flaubert, Sartre, Maupassant, Caicedo, Cortázar...) se apoltronaban para tomarse una cerveza con mis desvaríos adolescentes, mis amores platónicos y mis contradicciones de obstinado amante de la Literatura. Tenía, pues, que amarrarme al escritorio recién bañado, con las cortinas cerradas y soportando escasos ruidos, con los libros detrás, a los lados y adelante, cual vigías de un oficio que incineraba mis entrañas. O bien colonizar un rincón vacío en el aula de clase o en la infinitud del colegio para que mis compañeros y profesores jamás interrumpieran mi acto onanista de escribir. Puedo decir que mis fetiches eran el agua, la pulcritud, la clandestinidad y el silencio.

Creo haber escrito poquísimos fragmentos memorables durante esa época, pero de lo que sí estoy seguro es de que toda esa gimnasia literaria sirvió como una suerte de "preparación de la novela" (Barthes ditxi) que vendría: diarios y papeles sepias legajados en carpetas que aún conservo; en fin, cuadernos y notas marginales en cuyas líneas quise inventarle a mi vida cierto destino literario. Pienso que cometí una escritura combativa: contra el silencio, contra el desperdicio del tiempo, contra la frivolidad de parientes y amigos, contra la música de pies acelerados, contra la vacuidad de la belleza, el amor y la moda de los años 90. Allí, en esa escritura, puse incontables semillas de tinta para versos, cuentos, ensayos que luego escribí, o que algún día, cuando piense de nuevo en los rituales fetichistas que adornan el acto de escribir, veré retoñar en esta pantalla o en otra clase de papel.

6 de febrero de 2011

Egos universales


George Santayana escribió: "El Universo es una novela cuyo héroe es el Yo". Inconmensurable aforismo ('Átomo de pensamiento', diría el filósofo norteamericano) que apuesta a encapsular la totalidad del Ego: también el Universo escrito en autobiografías, diarios íntimos, memorias, espistolarios, incluso, de sujetos inscritos en el orbe literario. "Yo soy yo y mis circunstancias", acuñó no en vano ese otro filósofo de clara estirpe egótica (por su tarea intelectual y por su doble apelación), José Ortega y Gasset.

El 17 de junio de 1940, tres días después de que Hitler tomara París, el adolorido Yo universal de Paul Valéry le escribía a Victoria Ocampo desde el balneario de Dinard una carta bajo el título de Día de infortunio: "Pero hoy la Poética y el pensamiento valen menos aún que nuestro papel moneda".

3 de febrero de 2011

Selva en el sueño

Vaya uno a saber qué intención traía la última imagen de un sueño pasado: transito por el sendero ecológico y pienso que nuestros ojos son los pasos dejados por los otros en la memoria del camino. Es de día y hay luz sobre las grandes hojas y dentro de las diminutas gotas que el musgo suda. A veces el sendero se engaña a sí mismo y en otras regresa para encontrarse con los pasos firmes sobre el barro. De pronto la noche allana ramas, piedras, hojas negras, pétalos oscuros encima de los ojos, ahora abriéndose al día y pidiendo un poco de agua.

Me levanto pensando en que en el sendero ecológico, los pasos que se pierden fundarán una memoria, aun a costa del olvido y de la muerte en las fauces ávidas de vida de la selva. ¿Qué sería de la legión exploradora sin esos pioneros equívocos que al extraviarse sembraron nuevas luces en el barro? Bebo el legado del musgo, ahora en el vaso, y confío en que en una hora del día pueda escribir sobre estas palabras.

1 de febrero de 2011

Memoria



Mi padre guardó muchos papeles, entre ellos la nota que atestigua el precio que pagó por el entierro de mi abuelo, quizá 60 pesos de 1967 o algo así. También legó a su progenie varios ejemplares de periódicos de 1971 y de otros años que no recuerdo bien. Hoy me ha visitado una amiga queridísima y ha estallado en júbilo (como diríamos en buen castellano de ahora y de siempre) cuando le regalé dos ejemplares impresos de los periódicos españoles que registraron el triunfo de España en el pasado Mundial de Fútbol de Sudáfrica, 2010. Ella, como yo, atesora el papel, porque la memoria electrónica de Internet fenece tal cual hálito de conversadores que se encuentran porque sí, mientras que el papel resiste todos los heroismos del polvo que se cuela por las rendijas más cerradas. La memoria del papel venciendo la instantaneidad del ¡click!.