25 de diciembre de 2014

Bici/Aforismos (V)

Quien no haya pinchado es porque nunca salió en bicicleta.
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La vida, como en el ciclismo, se mueve entre falsos planos y pendientes insufribles. Y como en aquel, tan importante es saber subir como saber bajar.
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Sancho Panza es el mejor gregario jamás conocido de la historia del ciclismo equino.
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Pedaleo: los pies leyendo el terreno sobre una bicicleta.

19 de diciembre de 2014

Bici/Aforismos (IV)

La bicicleta es diván psicoanalítico pero también potro de tortura.
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Toda bicicleta nueva es un caballito de cero.
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Las rodillas son el palimpsesto donde el asfalto y la piedra rayaron nuestros primeros balbuceos sobre una bicicleta.
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Desde el manubrio de una bicicleta el mundo se despereza en cámara lenta.
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El ciclismo es un amoroso combate entre las piernas y el viento.

16 de diciembre de 2014

Bici/Aforismos (III)

En los mapas el mundo es muy pequeño; bajo dos ruedas el paisaje es infinito.
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En una sociedad esclerótica, tener buen estado físico es un acto de perversidad y humillación ante los ojos obesos del sedentarismo andante.
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Territorios marcados como "zona roja" en realidad suelen ser hospedajes de niebla de silenciosa y verde belleza.
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Luego de 30 kilómetros de ascenso uno no pedalea sino que levita.

10 de diciembre de 2014

Bici/Aforismos (II)

La bicicleta dibuja el paisaje; los automóviles lo borran.
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Pulverizar: despegarse del rival; no volverlo a ver; afantasmarlo; hacerlo polvo.
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El ciclomontañista batalla contra los cuatro elementos; sin embargo, el suyo es uno solo: el paisaje.

9 de diciembre de 2014

Bici/Aforismos (I)

El ciclista es simplemente un peatón sobre dos ruedas. 
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En ciclismo quien "saca una luz" abre un túnel entre la sombra de su perseguidor y el luminoso horizonte de la meta. 
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Lo que nos mantiene sobre la bicicleta no es tanto el afán por llegar a la meta sino la seducción del equilibrio. Estamos y no estamos atados al suelo; rodamos y volamos. Gozamos con el simulacro de la levitación.
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Cuando aprendemos a montar la bicicleta empezamos a comprender cuán provechoso es caer alguna vez en la vida.
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El triciclo es el primer medio de transporte autónomo de la infancia. 

6 de diciembre de 2014

Divagación en bicicleta

Tal vez una de las mejores formas de filosofar sea andar en bicicleta, pues de hecho el ciclismo es una larga meditación sobre dos ruedas, córrase el Tour de Francia o descúbrase una nueva trocha por alguna de las montañas de Colombia.
Marcel Duchamp, 1914.
El ciclista piensa de pies a cabeza, como un “aprendiz al sol” (según el afortunado dibujo de 1914 de Marcel Duchamp) incubando una idea entre los pedales y sus piernas. Esa rotación semeja el ritmo de un pensamiento circular que divaga en torno a una certeza: No es que el ciclista se pierda buscando un sendero; es el camino el que finalmente encuentra al ciclista.
Roland Barthes se ocupó en su libro “Mitologías” (1955) del Tour de Francia como una enorme epopeya homérica donde el ciclista y la geografía de las etapas se cruzan en una batalla de intereses, nacionalidades, heroísmos y tragedias. Pero, ¿qué hay del combate íntimo de aquel ciclista aficionado que sale sobre su bicicleta a rumiar entre el silencio y la niebla ese dolor a gusto que caracteriza al ciclismo?
Es aquí donde pensamiento y bicicleta, filosofía y ciclismo trazan vasos comunicantes. Porque el ciclista no combate contra nadie más que contra sí mismo; pero más que luchar se entrega a la meditación azarosa rodeada de paisaje y de asfalto, o de sol y barro, o de polvo y bosque o lluvia, en una edificación lenta y silenciosa del mundo a través de su rotación particular.
Al igual que los antiguos filósofos presocráticos, el ciclista elabora su meditación rodante en medio de los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Como un Heráclito sobre dos bielas, el ciclomontañista, por ejemplo, divaga entre trochas y hojas secas, y se alegra al toparse con el río, donde, según el griego, todos nos bañamos sólo una vez. De esta manera podemos decir que ningún ciclomontañista divaga dos veces por el mismo camino: el fuego o el agua modifican los elementos; el aire transforma en polvo lo que alguna vez fue lodo.
Como otro filósofo, el ciclista bien puede afirmar: “Yo soy yo y mi bicicleta”. Desligados del habitual sedentarismo moderno, que nos lleva de la cama al bus o al automóvil y de éste a la inmovilidad de la oficina o del salón de clase, ocupamos sitio en un sillín para alterar el decurso previsible de la existencia.
Porque al igual que la vida, el ciclismo divaga entre la estabilidad y lo imprevisto: las circunstancias exigen equilibrio sobre los dos pedales, pero nada descarta una caída, un golpe inoportuno del viento, un cambio de planes en la ruta, un extravío que garantiza el hallazgo de un atajo o de un camino jamás visitado.
Por eso, contrario a lo dicho por Sócrates, en el sentido de que el diálogo persigue una verdad a futuro, el ciclista evoluciona de la verdad estática de los objetos del mundo a la ilusión del movimiento, a cuyo ritmo el ciclista re-inventa el universo. Por oposición a la dialéctica socrática, que halla en su final la puerta hacia dicha verdad, en el ciclismo del que hablamos la llegada casi siempre indica el inicio de una nueva travesía, aun si implica el regreso al punto de donde se partió.
Portadora de un pensamiento en lentitud, la bicicleta dibuja el paisaje mientras que el automóvil lo borra. Gracias a su  devaneo el ciclista bosqueja por primera vez el mundo con sus pies: los árboles, el viento, el agua, la montaña o las estrellas bordados a golpe de cubiertas, piñones y cadenas; delineados con la sangre y el sudor.
En las mañanas y en las noches las calles de las ciudades se llenan de ciclistas. Están los que ruedan por deporte y los que se apresuran, a veces distraídos en locos zizagueos, hacia sus lugares de trabajo. En ambos casos, la bicicleta es un artilugio que funciona para vencer las resistencias (del tráfico, del viento, de las incertidumbres del camino…) y fundar las utopías (preservación del medio ambiente, inmovilidad cero, salud,…) del sujeto pensante contemporáneo.
Tal vez andar en bicicleta sea una forma privilegiada no sólo de filosofar sino también, como sugiere Marc Augé en su maravilloso “Elogio de la bicicleta” (2008), de reinventar el humanismo por el placer de vivir y la aventura libertaria; por la afirmación de sí que forja el ciclismo en la saludable intimidad de su divagación.

5 de febrero de 2014

Naturalmente, la muerte

Hoy, luego de hostigar varias cajas donde yacían sepultados algunos de mis libros, he encontrado el certificado de defunción de mi madre. El papel permanecía doblado en cuatro partes, casi intacto, como burlando el paso del tiempo y, sobre todo, la rotunda noticia que anuncia: la muerte de una mujer de 54 años, casada, a las 6:15 de la mañana del 31 de julio de 2005. En la casilla 17 del certificado, cuando son formuladas las probables maneras de muerte, tres opciones rezan: Natural, Violenta, En estudio.
El médico tratante, que recuerdo vagamente con anteojos, delgado, vestido con su bata larga y un pantalón kaqui, ha puesto una X imperfecta en la primera casilla: Natural. Una suerte, pienso, o, escribo ahora, una especie de justicia poética con el cuerpo de mi madre, que sufrió los embates de un cáncer que agobió cada milímetro de sus huesos durante más de dos años. Y que se declare "Natural" la muerte hoy en Colombia es así mismo tan extraño como el depósito residual de agua congelada detectado en Marte.
Mi madre estuvo naturalmente muerta desde la mañana de ese sábado, en una clínica del norte de la ciudad a donde ingresó (sin que yo lo supiera del todo) agonizando, bostezando, en trance de muerte, claro, tratando de coordinar palabras para decirme cuánto la ataba a la vida que se le iba esa noche sin poder ver a sus nietos. Recuerdo su cabello, indomable; la bata verde debajo de la cual colgaba su piel; sus uñas (tan mimadas y mimosas en otros días), con una pátina amarilla ganándole a la sangre, que en sus venas era simplemente un rumor de olas dormidas hacía tiempo.
Mi madre estaba naturalmente muerta dentro de la bolsa azul de polipropileno donde su noche fue silenciosa y eterna.  Hoy, cuando remuevo su recuerdo a través del papel que certifica su viaje remoto a la nada, pienso que si bien cuerpo logró difuminarse en la tierra, parte de su memoria vivifica en los trazos de piel de este papel. Papel tan frío como lo fue estuvo su cuerpo una vez la muerte dobló la esquina de la clínica buscando otra carne qué raptar. 

20 de enero de 2014

La historia de Colombia: entre el plátano y la morcilla

Creo que dos objetos de la realidad gastro-paisajística de Colombia representan a ultranza el decurso de la historia del país: el plátano y la morcilla.
En el trópico el plátano está en todas partes. Cuando uno viaja por el Eje Cafetero y Antioquia es posible verlo sembrado entre los cafetales, para no hablar de su abundancia en las selvas del Pacífico y en casi todas las tierras bajas donde acompaña, frito o en sancocho, al pescado, al espinazo de cerdo o a la gallina. Verde, se come con sal en medallones o en largas tostadas; pintón, se frita y obsequia agridulces tajadas; maduro, incuba el queso en el aborrajado de plátano. Además su hoja da cuna al tamal y arropa a las tortillas de maíz en cualquier plaza de mercado o en una tienda de barrio. 
Como la historia del país, el plátano, en medio de este "platanal" (decimos en el trópico), es agreste, versátil y se cosecha a machetazos (pues sólo con el machete es posible desgajar del árbol un racimo de plátanos).
La morcilla o la rellena, que a diferencia del plátano goza de mayor presencia internacional ---pues su longitud abarca el perímetro del desayuno británico, de la mesa alemana y de la mano que la blande en cualquier Palacio del Colesterol de Bogotá--, vino con Europa pero aquí encontró a la arveja y las diversas especias que le dieron un toque preciado de fibra y emoción. La morcilla casi nunca viene sola: su pandilla es la "picada": papita criolla, rabadilla, chunchullo, librillo, cuajo y otras entrañas del cerdo, sobre todo. Su presencia antecede a una de nuestras prácticas cotidianas más comunes: la ingesta de cerveza, el proemio o el fin de la embriaguez, entre el mareo y el desenguayabe.
Fresca o refrita, la morcilla también es emblema de la historia de Colombia: está hecha con sangre y es rotundamente visceral.

15 de enero de 2014

Rematemos nuestra historia

A Rafael Uribe Uribe, "El Indio", lo asesinaron a hachazos dos personajes, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, en 1914. El primero asestó el golpe que el otro secundó con vehemencia colombiana: "Usted es el que nos tiene jodidos", dicen que dijo, con frialdad nacional, el verdugo del liberal antioqueño.
A Jorge Eliécer Gaitán, "El Negro", lo mató Juan Roa Sierra, un desempleado y fanático, en 1948. La imaginación, que sigue cayendo como la lluvia pertinaz de esa tarde sobre los papeles del destino, sostiene que Roa llamó a Gaitán por su nombre y le despachó tres tiros sobre su pulcro traje a rayas.
Ambos hechos ocurrieron en Bogotá.
Si Uribe Uribe y Gaitán vivieran, andarían respirando a trompicones, sí, pero andarían vivos. O muertos en vida, quizá, pues ahora serían innecesarios los sicarios reales para acabar con uno u otro político; bastaría con un cacique mediático y dos o tres matones con micrófono en mano para ejercer el magnicidio imaginario.
Entre criminales ambiguos y sicarios simbólicos bosteza nuestra historia.