Mi hijo de cinco años largos y yo abrimos la ventana, enfundados todavía en las piyamas que nos habíamos puesto hacia las dos de la madrugada del 1 de enero. Y era este 1 de enero el que imponía sus estertores hacia las diez de la mañana. El supermercado, cerrado; la panadería de la esquina, apenas entreabierta. Entonces me dio la impresión de que la dichosa alborada de un nuevo año siempre está acosada por la agridulce materia de un tiempo muerto: taxis apenas empujados por la incertidumbre del próximo cliente; motociclistas de comida domiciliaria un poco extraviados entre calles que seguramente han visitado pero que de tanto en tumbo olvidan; un peatón distraído que atina a patear los restos de un volcán de pólvora.
Acaso éstos y otros especímenes encarnaban, cada uno a su manera, el sobrevuelo de un ave fénix que necesitará de un par de días para recobrar del todo el cielo, hasta perderse en la telaraña del nuevo calendario, para luego agonizar entre pitos, llantos, música y cenas inverosímiles un 31 de diciembre, y resucitar, sacudiéndose el vómito y los restos de pólvora, un 1 de enero de piyamas tardías y de ventanas con vista al cementerio de los tiempos.
Sobra decir que una hora más tarde emergieron a las calles los recicladores.
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