31 de marzo de 2011

Colombia (Diccionario de la Infamia)


(In)sustantivo. Nombre (im)propio. Nación que limita entre Hoyo Seco y Pozo Séptico. Dícese del país donde rige el letrinazgo, forma de gobierno autóctona de esa nación. Cuando sus naturales nacen, el Estado obliga a expedir una Partida de Defunción, que allí llaman Registro Civil, y que toma el nombre de Cédula de Ciudanía tan pronto se llega a la mayoría de edad. Los deportes extremos del país son la asistencia a estadios de fútbol, el tiro al aire, las minas antipersonas y el ingreso a los autobuses. La medición de su PIB (Producto Interno Bruto) se realiza mediante el rating de las telenovelas. Se puede visitar durante todos los meses del año, especialmente entre Nunca y Jamás, período en el cual bajan los índices de corrupción, robos, violaciones, riñas y muertes. Orgullos nacionales son el café, turbio; los ríos, secos; la selección de fútbol y un condado inexistente llamado Macondo. Todos los climas, todas las altitudes, todos los mares. Insignia del país: Todo es posible.

Cfr. Letrina, Culo, Mundo, Expiación, Pasión, Sangre, Hurto, Dolor.

11 de marzo de 2011

Cometa, cuerdas, vientos

Por ahí pasamos durante dos, tres, quizá cuatro años y el esqueleto de la cometa seguía recibiendo andanadas de lluvia y sol, de polvo y fumarolas.

Mi hermana, asombrada ante la fuerza del viento que parecía arrastrarla a los cielos, la había dejado partir aquel agosto de 1984, y entonces ese frágil hexágono fue a parar, con piola y cola enteras, al pentagrama de las cuerdas luminosas. Cuando una cometa encalla en los renglones de la luz...

Entre reniegos y sonrisas regresamos a casa con mi padre, a quien tantas veces --mientras conducía su carro-- distraeríamos con la esperanza de que pudiera ver la cometa colgada en el perchero del azar.

Finalmente, las delgadas varillas de su esqueleto fueron devoradas por el clima, aunque la cometa sigue surcando los vientos de esta nostalgia.

8 de marzo de 2011

Balón Maní

Mi primer balón, recuerdo, fue de cuero marrón cosido hexágono a hexágono con cáñamo, hilo que mi papá me enseñó a consentir con una vela de cebo a fin de que la humedad no reventara pronto las costuras. El balón estaba provisto de un neumático naranja que al comienzo mantenía su estabilidad esférica, hasta cuando --patada tras patada-- de pronto asumía una emancipación elíptica, una rebelión ovoide que casi siempre terminaba desplazando la costura que amarraba grasosamente los hexágonos.
De aquellos balones, que bien podían costar $ 2000, tuve muchos pero recuerdo uno especialmente, no por sí mismo --con el alma achatada de tanto recibir nuestros improperios pedestres-- sino por el suceso que acarreó durante una noche de 1986. Jugábamos en un famoso parque del sur-oriente caleño, cuando en el afán y el corre-corre el balón rodó enloquecidamente hasta la calle por la cual pasaba un tan largo como estruendoso bus Coomoepal. Pero indemne, el cuasi-esférico rebotó en el andén de la avenida, para aguardar el paso de una familia (señor, señora e hija, sin casco y sin chaleco) que mordió el polvo una vez la moticicleta en la que viajaban lo pisó.
Todo mundo echó a correr, incluyéndome. Si alguien me hubiera dicho quince minutos antes que ese balón era ajeno, seguramente me hubiera echado a llorar, cuando no pedido la ayuda de un amigo mucho más grande que certificara mi "propiedad" mediante puños y estatura. Pero ahora, después de oír llorar a la niña y de ver caer al piso a padre y madre, ese balón criminal era de otro. Por fortuna, todo mundo ileso pero mascullando el sudor del desconcierto. Alguien que se atrevió a dar el siguiente paso en la esquina, de la sombra cómplice a la luz verdadera, fue hasta la calle y recogió el balón, que al día siguiente mostraría un tremendo chichón que lo condenó a reventarse en la grama, muriendo en su ley.
Un año después, tras una ida al centro de la ciudad, me enamoré del olor, el color y la elegancia de un Molten # 5 Made in Japan. ¿Su costo? $4500 inalcanzables para el bolsillo generoso y/pero regulador (¡perdonad el eufemismo!) de mi padre. Fue la segunda de mis obsesiones de aquellos años, aparte de los Adidas Orion que nunca tuve. Me propuse tener ese balón blanquinegro, tan liviano al tacto, vendiendo lo que fuera. Y así fue: le pedí prestados $50 a mi padre, quien me acompañó a las ventas de maní de la Calle 9a. con 13, donde recuerdo haber comprado una o dos libras de aquella vitamina, y también varias bolsas para empacarla y luego venderla en el colegio.
Pacientemente cancelé la primera deuda; ahorré, me endeudé con $200, que pagué luego, ahorrando y vendiendo durante cerca de cuatro meses, hasta alcanzar la suma requerida. Mi padre guardó el dinero y un viernes me condujo al "Centro Comercial Desde una Aguja hasta un Carro", donde esa tarde me entregaron aquel balón amado. Sobra decir que, ya en casa, lo puse en mi cama y hasta dormí muchas noches a su lado, sin intención alguna de ponerlo en el piso para que la tierra lo manchara. Años más tarde, agotado por tantas jornadas de seudo-fútbol y peladero en un ancho separador de la Autopista Suroriental frente a los Laboratorios Sky, ese balón terminó varado, sucio y deshilachado en el balcón de la casa de un amigo.
Y todo esto lo escribo porque mi hijo hoy se ha calzado sus primeros guayos y se ha probado sus primeras canilleras. Espero que él algún día estruje como yo su memoria personal futbolera y cuente qué fue del destino de estos adminículos.

Viento, ventana, cuarto


Una vez que lo dejó partir, ella decidió dejar abiertas las ventanas de su casa para que el viento se encargara de cubrir con lluvia o polvo esos despojos. Pero el viento es sordo y siempre está ocupado de los árboles y del rumbo libre de los pájaros. Entonces decidió clausurar todos los cristales y se arqueó en la cama para hartarse de sí misma bebiendo el cáliz de su sangre. A su regreso él destendió las sábanas y decidió que ahora era tiempo de olvidar las almohadas, barrer el cuarto, cambiar la señal del televisor, dormir un tanto.

7 de marzo de 2011

El diccionario, el cementerio, las palabras


Un experto en diccionarios, el filólogo Javier López Facal, acaba de publicar un libro asombroso, que seguramente encontraremos en Colombia dentro de pocos días: La presunta autoridad de los diccionarios. En entrevista concedida a El País de España recuerda, con un dejo lingüístico diacrónico: "Las palabras las inventó el ser humano. Los hombres y mujeres llevaban hablando muchos miles de años antes de que aparecieran los gramáticos y los diccionarios. Los protolexicólogos y protogramáticos son algo reciente. Hace cuatro o cinco mil años aparecen ya una serie de personas que se ocupan de las palabras; por ejemplo en Egipto... hay unas esculturas preciosas de señores escribiendo, los escribas. En cuanto a los diccionarios, como muchas otras cosas (la astronomía, la física, la medicina) fue en Grecia donde se empezó a reflexionar sobre ellos. Los griegos asumieron influencias de países cercanos y crearon los términos lexicografía y gramática. Pero el invento del diccionario es como el del abanico, que tuvo lugar en varios lugares a la vez, sencillamente porque había que abanicarse cuando hacía calor o para apartar las moscas".

Imposible olvidar aquí el acierto cortazariano puesto en boca de Morelli: El cementerio. O el diccionario: mortaja de la lengua, a veces; sarcófago de palabras, en otras; mausoleo lexical donde los vocablos se pudren, mudos, si no hay escritura que los soliviante. El diccionario es el paje que recoge y guarda los jirones dejados por la lengua en puertos, calles, parques, estadios, bares, buses y, desde luego, también en las academias.

(Y esto a pesar de que al sur de Cali un Conjunto Residencial tenga como nombre "Sintagma").

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Real/Academia/sigue/haciendo/diccionario/arcaico/siglo/XVIII/elpepucul/20110304elpepucul_7/Tes

3 de marzo de 2011

Cóndor, azulejo, chulo, lechuza


Si tuviéramos que dibujar en un sudario la línea imaginaria del Tiempo de la Historia de Colombia podríamos rotular la efigie del cóndor, al comienzo, y la de una lechuza, al final, con dos puntos intermedios donde habría que bordar con hilos, paradójicamente rojos, un pequeño pero tenebroso pájaro "azulejo" y retratar el vértigo de un chulo al que ninguna muerte sacia. Y entonces viene a mí el cuerpo inerte coronado por uno de los hijos de esa primera y mayor efigie, bajando sobre el muerto a través de las turbias aguas del río Cauca, a la altura de un pueblo antioqueño que, para el caso, limitará con el Infierno y el Olvido.

Se trata de una imagen donde lo que menos cuenta es el nombre del fotógrafo (como todo maestro de la imagen, oportuno y punzante al fin y al cabo) o la fecha exacta de esa foto que debió de ilustrar una noticia fugaz pero alerta frente a un hecho reticente: decenas de muertos como ese, arrojados sin piedad no sólo a ese río mayor --llamado el Bedrunco por nuestros antepasados-- sino también a las ciénagas, los arroyos y los riachuelos de un país por cuyas arterias circulan aún glóbulos fúnebres, y todo entre una y otra y otra de las aves que marcan a picotazos, en gavilla o solitarias, carroñeras, ululantes o atrevidas, cada una de las fechas de la Historia nacional.

Ese chulo que se impone sobre el cuerpo (bueno, Antonio Caballero lo dijo mejor en un ensayo periodístico de marras) representa el macabro flujo de los acontecimientos del país: un cóndor gélido que engendra al zopilote o gallinazo para que éste aguarde a la orilla de uno de tantos ríos el viaje sin retorno de cuerpos muertos a manos de los "azulejos" encarnados en la satrapía conservadora y en algunos ex-presidentes que el destino se encargó de embalsamar, o bajo balaceras y conciertos de motosierra sub- o para-militar.

A este revoloteo se vino a sumar cerrando febrero el ícono de la lechuza, muerta y todo en un cóctel inverosímil donde se mezclaron luces, ruidos, un balonazo y el envión final de la patada de un jugador panameño vinculado a un equipo del Triángulo del Café. En todo caso, el país vio cómo esa noche en la cancha de Barranquilla la lechuza y el jugador, cada uno desde sus posibilidades semióticas, escribieron otro capítulo de nuestra Historia: un ave rapaz, aparentemente inofensiva, quizá afiliada a la estirpe del cóndor y el chulo pero en todo caso más amable, menos inquieta, elegantísima aunque chica y de estampa limpia, cayó en la grama semiadormecida por el golpe de un balón disputado entre dos jugadores. Entonces el panameño, acalorado por todo aquello que pasa en la cancha cuando vas perdiendo, recurrió al espíritu pedestre y apartó de la cancha al animal. Lo que cuento cuenta sólo como anécdota, pues luego las imágenes repetirían una y mil veces el golpe final, dado entre otras cosas sin sevicia, que todos achacaron como causa del deceso del ave de buen agüero para el equipo local. Entonces la mayoría de colombianos, enceguecidos por una atávica sed de venganza causada tras maratónicas jornadas en desiertos de odio y cretinismo, pidió el destierro moral, la lapidación y la muerte simbólica del panameño, y otros hasta soñaron con una enorme lechuza negra royéndole los testículos.

Lechuza y jugador fueron símbolo de amor, odio, veganismo, catarsis y flagelación para esos televidentes que se hartaron de pollo a la brasa o punta de anca mientras veían morbosamente repetida la noticia en algún centro comercial. Algunos, además, se acordaron de los toros (servilleta y sangre en la comisura del labio estercolero) y de cómo éstos pobres animales mueren sin posibilidad de lucha en una Plaza donde cientos de ebrios gritan "Olé". Otros, quizá con más edad y criterio, rememoraron el festín de picotazo y espolonazo en la antiquísima gallera, al tiempo que los más jóvenes trajeron a la mesa las peleas callejeras de perros vigorosos. Y acabada la cena, cuando el televisor parecía decir que Colombia, a diferencia de Libia, es un paraíso con más de una serpiente, pero en todo caso un paraíso, la familia entera coincidió en que el panameño era un asesino a la altura de Luis Alfredo Garavito o, según los más viejitos, del Monstruo de Los Mangones, de Sangrenegra y de Campo Elías Delgado. En fin, esa lechuza pidió los platos y pagó la cuenta aquella noche en la que un hombre anónimo que asistía silencioso al cotorreo familiar, pensó: "Bueno, ¿y si a cambio del cóndor la ponen como emblema en el escudo nacional?". Lo pensó pero en seguida rectificó porque, según me habla ahora, la lechuza --sabia, sagaz, solitaria-- es el animal que menos representa a este país.

Nos merecemos tener al cóndor inerte, al chulo hambriento, al "azulejo" embalsamado y a la lechuza, pero muerta, en las vísceras putrefactas de la patria.