12 de abril de 2011

Escucho llover


Desprovisto de toda gracia para el baile como estoy, gocé mucho cuando un amigo definió mis actitudes kinéticas en salas públicas y en salones privados con esta sentencia: "Más ritmo tiene un agüacero".

Quizá más grato sea pensar que el agua baila sobre los techos y las calles, aunque viéndolo bien se trataría de un lugar común, como aquellos que la lluvia avasalla sin pausa. En todo caso, hoy quiero escuchar esa extraña sinfonía del llover abriendo mi ventana, intuyendo que la gente sin paraguas corre tras el bus de última hora o se apiña en el escampadero de la esquina (donde los panaderos venidos de Santuario o de Otraparte se proclaman los reyes de la harina y los dueños del techo del Mundo). O sospechando obreros que fatigan sus pedales en busca de otra y otra y otra calle, mientras que autos siniestros empapan de fango sus hambres. O asomándome debajo de algún puente cuyas faldas besan ahora las aguas de negra empalizada.

Hombrecillos amarillos resfriados de antemano


Taxis marchando a fuego lento


Dos niñas que se besan en la esquina, sin abrigos, con dolor


Un anciano con el pan y el tiempo bajo su sombrilla


La pareja, el perro, la disputa


Escucho llover la lluvia sin otra partitura que la escrita por la noche, parturienta en cuyas manos toda compañía se aborta.

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