11 de agosto de 2011

Postal desde el mar




"Cuando el acueducto esté listo, yo por mi parte seguiré con el agua de lluvia".



El mar insiste en lamerle los brazos mientras que el motor de nuestra lancha devora lento el agua. Le paso una toalla y entonces ella, agradecida, recuerda mi rostro: la penúltima noche de mi estancia en Ladrilleros había pedido un tinto y dos empanadas de camarón en su tenderete, que ella atiende con su esposo y sus hijos. No es el momento para decirle que de marisco había poco adentro, producto de un acto culinario que transfiere más papa que proteína a la empanada, y esto quizá por el resabio 'paisa' que se lo ha tomado todo, como el cáncer de concreto que se expandió durante los últimos 10 años en Juanchaco y, sobre todo, Ladrilleros. Me dice que vuelve a Buenaventura para un chequeo médico que cumplirá al día siguiente. Recibo la toalla y de nuevo el camino vomita un chorro de mar sobre su brazo izquierdo.



"Yo sola soy la única mojada".



Sonrío con la toalla en mano y miro el rostro de mi hijo, dormido pero también empapado, tranquilamente cansado después del jugueteo con las olas. Intentando contradecir su buen mal genio, siento de nuevo la opresión de la selva y el barro arcilloso contra los cuales luchan ahora el concreto y el hierro del futuro acueducto que surtirá de agua potable al circuito Juanchaco-Ladrilleros-La Barra. Creo haber recordado también los rastros de comején en las cabañas vencidas por la selva y el vozarrón del cemento, acompañado por la sordina del ladrillo, a veces habitado y otras abandonado a su suerte en un pueblo al que el mar parece que pronto se fuera a tragar. De hecho, le digo, me sorprendió que ya no hubiese tanta playa, cuando en otros tiempos turistas y nativos resisitían bajo el cielo y el agua hasta las primeras horas del amanecer. Ladrilleros parece hoy más que nunca un acantilado con una diminuta minifalda de arena.



"Sí, qué pesar, el mar se tragó todo. Nos estamos quedando sin playa".



A lo lejos, La Bocana y una postal pesarosa: los gallinazos han desplazado a las gaviotas en su búsqueda de rezagos marinos, alertando que esa población es hoy más urbana que costera, que le partenece más al 'aguamala' de Buenaventura que a la marisma del Litoral Pacífico. Sin embargo, prefiero seguir escuchándola, ahora celebrando que uno de sus hijos (el que de vez en cuando está en el tenderete) trabaje de sol a sol en el próximo acueducto, donde labora una topógrafa a quien ella alivia el hambre por unos pesos al mes. Cuando reconoce que mi destino es Cali, confiesa que vivió aquí por larga temporada en casa de una hermana, y que si por ella fuera se quedaría para siempre en la capital. De pronto advierto en la aridez de mis adentros los cráteres de estas calles, el mega-desastre delincuencial, el calcinante sol de las dos de la tarde sin poca sombra redentora, los cortes de agua cuando llueve y cuando seca... Sí, le digo, Cali es una ciudad bastante amable. ¿Y el agua en Ladrilleros? Agua bendita, agua del diablo: ella avizora desperdicios, gente enloquecida bañándose a cualquier hora, y entre tanto, pienso, el mar engullendo la minifalda de arena como un amante que preña, se va y vuelve a preñar.



"Yo, por mi parte, la utilizaré para cosas como la cocina, pero para el resto seguiré con el agua de lluvia".



Cuando llegamos, Buenaventura es la de ayer, la de siempre, la de entonces, la de nadie.

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