11 de febrero de 2011

Acto de fe


Ser docente es un pronfundo acto de fe. ¿En qué? En el saber atesorado y transformado a lo largo de centurias de lectura y escritura, pero también, y sobre todo, en el discurso que porta el concepto preciso o la reflexión como tentativa y posibilidad, y en la metamorfosis que tal vez ésta ocasione en quienes nos escuchan.

Hoy como ayer constato, bajo el signo del asombro, que ese acto de fe en lo que creemos saber y sabemos indispensable para el otro es el motor que articula los movimientos coronarios del especimen docente. De lo contrario, estamos muertos. Muertos en vida, como leí alguna vez que dijo Wittgenstein de los profesores de filosofía.

Sin embargo, puede pasar que acontezca lo contrario: el discurso en boca de un vivo muerto, es decir, aquel docente ahíto de certezas, propagador de conceptos agrietados, destilando minuto a minuto el rancio licor de la completitud, exultante en su pestilente condición de sarcófago de verdades resabiadas. En ese docente la vocación rechaza el acto de fe para replegarse en un capítulo de horror, natural y veladamente sado-masoquista. De este modo podemos agregar que algunos docentes son, además de muertos en vida, tiernos tiranos en busca de oídos y ojos con voluntad de víctimas.

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