Hoy, este tsunami electrónico que rebulle en Internet trae rumores de fetiches largamente amasados por algunos escritores a la hora de sentarse a derrotar el eterno fantasma de la página en blanco. Y si tuviera que pensar por un momento en el escenario que rodea este acto de escritura, pondría en primerísimo lugar el café negro y la grisazulada fumarola del cigarro. Luego vendrían la ventana a medio cerrar (o a medio abrir), el radio trasbocando noticias infames o risibles, y el módem a todo tope para saber qué bulle en la Red acerca del acto fetichista de escribir.
Veinte años atrás, en tiempos de vacaciones escolares, tenía que regresar al estudio, mañana a mañana, recién bañado y pulcramente vestido, siguiendo la lección vargasllosiana que aprendí tras la lectura de El vicio de escribir, la biografía del ahora Nobel hispano-peruano escrita por J.J. Armas Marcelo. El continuo ritmo de la máquina de escribir Olivetti --que guardo en una de las gavetas del escritorio-- resonaba como un despertador endiablado que ponía en pie a todas las palabras. En otras ocasiones, en tiempos del colegio, cargaba en mi morral un Cuaderno-Diario Norma de hojas amarillas en donde las lecturas iniciáticas (Kafka, Balzac, Flaubert, Sartre, Maupassant, Caicedo, Cortázar...) se apoltronaban para tomarse una cerveza con mis desvaríos adolescentes, mis amores platónicos y mis contradicciones de obstinado amante de la Literatura. Tenía, pues, que amarrarme al escritorio recién bañado, con las cortinas cerradas y soportando escasos ruidos, con los libros detrás, a los lados y adelante, cual vigías de un oficio que incineraba mis entrañas. O bien colonizar un rincón vacío en el aula de clase o en la infinitud del colegio para que mis compañeros y profesores jamás interrumpieran mi acto onanista de escribir. Puedo decir que mis fetiches eran el agua, la pulcritud, la clandestinidad y el silencio.
Creo haber escrito poquísimos fragmentos memorables durante esa época, pero de lo que sí estoy seguro es de que toda esa gimnasia literaria sirvió como una suerte de "preparación de la novela" (Barthes ditxi) que vendría: diarios y papeles sepias legajados en carpetas que aún conservo; en fin, cuadernos y notas marginales en cuyas líneas quise inventarle a mi vida cierto destino literario. Pienso que cometí una escritura combativa: contra el silencio, contra el desperdicio del tiempo, contra la frivolidad de parientes y amigos, contra la música de pies acelerados, contra la vacuidad de la belleza, el amor y la moda de los años 90. Allí, en esa escritura, puse incontables semillas de tinta para versos, cuentos, ensayos que luego escribí, o que algún día, cuando piense de nuevo en los rituales fetichistas que adornan el acto de escribir, veré retoñar en esta pantalla o en otra clase de papel.
Primer amor últimos ritos, en Página 12, de Argentina: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4156-2011-02-08.html
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