Mi primer balón, recuerdo, fue de cuero marrón cosido hexágono a hexágono con cáñamo, hilo que mi papá me enseñó a consentir con una vela de cebo a fin de que la humedad no reventara pronto las costuras. El balón estaba provisto de un neumático naranja que al comienzo mantenía su estabilidad esférica, hasta cuando --patada tras patada-- de pronto asumía una emancipación elíptica, una rebelión ovoide que casi siempre terminaba desplazando la costura que amarraba grasosamente los hexágonos.
De aquellos balones, que bien podían costar $ 2000, tuve muchos pero recuerdo uno especialmente, no por sí mismo --con el alma achatada de tanto recibir nuestros improperios pedestres-- sino por el suceso que acarreó durante una noche de 1986. Jugábamos en un famoso parque del sur-oriente caleño, cuando en el afán y el corre-corre el balón rodó enloquecidamente hasta la calle por la cual pasaba un tan largo como estruendoso bus Coomoepal. Pero indemne, el cuasi-esférico rebotó en el andén de la avenida, para aguardar el paso de una familia (señor, señora e hija, sin casco y sin chaleco) que mordió el polvo una vez la moticicleta en la que viajaban lo pisó.
Todo mundo echó a correr, incluyéndome. Si alguien me hubiera dicho quince minutos antes que ese balón era ajeno, seguramente me hubiera echado a llorar, cuando no pedido la ayuda de un amigo mucho más grande que certificara mi "propiedad" mediante puños y estatura. Pero ahora, después de oír llorar a la niña y de ver caer al piso a padre y madre, ese balón criminal era de otro. Por fortuna, todo mundo ileso pero mascullando el sudor del desconcierto. Alguien que se atrevió a dar el siguiente paso en la esquina, de la sombra cómplice a la luz verdadera, fue hasta la calle y recogió el balón, que al día siguiente mostraría un tremendo chichón que lo condenó a reventarse en la grama, muriendo en su ley.
Un año después, tras una ida al centro de la ciudad, me enamoré del olor, el color y la elegancia de un Molten # 5 Made in Japan. ¿Su costo? $4500 inalcanzables para el bolsillo generoso y/pero regulador (¡perdonad el eufemismo!) de mi padre. Fue la segunda de mis obsesiones de aquellos años, aparte de los Adidas Orion que nunca tuve. Me propuse tener ese balón blanquinegro, tan liviano al tacto, vendiendo lo que fuera. Y así fue: le pedí prestados $50 a mi padre, quien me acompañó a las ventas de maní de la Calle 9a. con 13, donde recuerdo haber comprado una o dos libras de aquella vitamina, y también varias bolsas para empacarla y luego venderla en el colegio.
Pacientemente cancelé la primera deuda; ahorré, me endeudé con $200, que pagué luego, ahorrando y vendiendo durante cerca de cuatro meses, hasta alcanzar la suma requerida. Mi padre guardó el dinero y un viernes me condujo al "Centro Comercial Desde una Aguja hasta un Carro", donde esa tarde me entregaron aquel balón amado. Sobra decir que, ya en casa, lo puse en mi cama y hasta dormí muchas noches a su lado, sin intención alguna de ponerlo en el piso para que la tierra lo manchara. Años más tarde, agotado por tantas jornadas de seudo-fútbol y peladero en un ancho separador de la Autopista Suroriental frente a los Laboratorios Sky, ese balón terminó varado, sucio y deshilachado en el balcón de la casa de un amigo.
Y todo esto lo escribo porque mi hijo hoy se ha calzado sus primeros guayos y se ha probado sus primeras canilleras. Espero que él algún día estruje como yo su memoria personal futbolera y cuente qué fue del destino de estos adminículos.
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