17 de febrero de 2011

Diatriba contra cocteles intelectuales


Nada resulta más patético que un coctel de intelectuales, con toda la pompa y la gomina y la vanidad vaciadas en las tres palabras. Hasta hace unos años nada más asistí a muchos, más por cortesía y a veces por obligación que por sincero interés: acompañé a ciertos autores en su inagotable vocación de lanzadores de libros, es decir, de publicadores autofágicos, cuando desde un estrado decorado con un mantel casi siempre azul, una botella de agua casi siempre insípida y un presentador casi siempre hiperbólico, se daban a la tarea de flagelar a un público cautivo al que pasados veinte minutos de verbo ceremonioso y de palabras vacuas, sólo le importaban la calidad y la cantidad del vino anunciado en el último punto del programa. Durante mucho tiempo soporté con callado estoicismo los aplausos, los chascarrillos del ungido o de la oficiante de turno y los comentarios a ésta o a aquél por parte de los asistentes en torno a la excelsitud, la maravilla, el tono, la factura editorial y la repercusión nacional e internacional asegurada de ese su libro que nunca habían leído y al que jamás le invertirían una neurona.

Más o menos con esos hilos trémulos se ha ido tejiendo en este país lo que podríamos llamar el canon literario nacional. Recuerdo particularmente una noche de mayo de 2003 en Bogotá, cuando a propósito de una Feria Internacional del Libro me vi de bruces en un recinto inmenso, alfombrado y por ende super cálido, con el evento académico central (¡un lanzamiento!) terminándose y mucho comensales de ocasión dudando si entraban o no en busca de un muslito y una copa de vino blanco helado. Obviamente, no dudé un segundo en acceder, no sin antes pasar mi mano rucia sobre las tapas de los ejemplares exhibidos para que algún cliente ahíto de coctel comprara el pasaporte al saber impreso en algo más de cien páginas.

El asunto es que mientras yo y otro y uno más allá engullíamos aquellos muslitos rematados con trozos de papel celofán, de la mesa bajaban los actores: el autor, uno escritor amigo y la gran crítica literaria nacional, a la que éstos odiaban pero que habían soportado gracias a los azares de la programación. Como es natural, sólo uno de los tres sabía del contenido de la obra presentada: el autor. Los demás, pienso en el amigo, habían tenido noticias de que alguna editorial prestigiosa había aceptado su obra, o que ese día X lanzaría su nueva novela en Y recinto del centro de exposiciones, o que por esos lares olía a coctel. Este era mi caso.

Tomé copas frenéticamente, como si todo el vino del mundo hubiera ido a parar allí, y allí fuera a agotarse, sin más, despreciando la idea de que esa noche tres personas le habían puesto un peldaño glorioso a la escalera del canon literario colombiano. Escuché palabras con donaires sabios, apunté algunos nombres y me eché un par de muslos en el saco que me protegía de los fríos puñales de la noche.

Extraño aquel vino y el sabor de aquella carne blanca, hoy cuando en los cocteles de intelectuales sólo dan raciones de halitosis. Ahora, por eso, prefiero regodarme no en los lanzamientos de libros sino en el surfing etílico de la charla con un buen amigo.

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