Quisiera despertar el libro, sustraer el ejemplar, desempotrar sus páginas de mi biblioteca pero no tengo voluntad de levantarme, aunque sí de recobrar imaginariamente la edición que tengo de Rojo y negro, de Stendhal, por Bruguera, que llegó a mis manos por algo más de $1000 cuando acababa la década de los 80. Fue un encuentro más que enfebrecido, bajo el ritmo demoledor de la adrelalina del lector agolpada en las venas cuando una escritura logra someternos. Como harto se ha dicho, Stendhal posee aquella voluntad totalizadora característica de las mejores y más prolíficas plumas del siglo XIX: el amor, la política, la sociedad, la Historia misma atrapados en un prisma de múltiples caras en las cuales el lector funge de testigo excepcional de la invención del universo.
Hoy quiero recobrar esta lectura de Rojo y negro prescindiendo de las referencias directas a la obra o a su héroe, el fatalista Julián Sorel; deseo, más bien, darle la palabra a Antonio Muñoz Molina, stendhaliano ejemplar, pues me he topado con un esmerado aguafuerte suyo en el blog Escrito en un instante, también suya como suya es la lectura íntima de Stendhal:
Vivir en una novela
Vivo en El rojo y el negro estos últimos días. Viví y viajé en La educación sentimental hace unas semanas. En las novelas se vive, se viaja, se refugia uno, se navega. Quién que haya navegado en Moby-Dick, en La isla del tesoro, en Veinte mil leguas de viaje submarino no podrá olvidarlo nunca. Había empezado a leer la edición suculenta del Journal de Stendhal que recomendó aquí Pablo el Parisino y derivé inevitablemente hacia Le rouge et le noir, en una edición de bolsillo que tiene mucho de hipnótica, con un retrato tenebrista de Gericault en la portada, un hombre joven con mirada insomne y párpados enrojecidos que podrían muy bien ser Julien Sorel. Vivo en esa novela. Me tumbo con ella y con Lolita en el diván después de comer y si me despierto sin sueño de madrugada me levanto con sigilo para seguir leyéndola. No recordaba que fuera una novela tan impúdicamente llena de política, de dinero, de ambición, de mundanidad, de sexo. Por comparación con Stendhal o Flaubert los novelistas nos hemos vuelto muy estrechos. Confirmo una intuición antigua: Le rouge et le noir es Beethoven en la misma medida en que La chartreuse de Parme es Mozart. El resplandor sombrío y agobiante de las orquestaciones de Beethoven es el de este mundo contra el que se rebela tan en vano Julien Sorel: la voz heroica pero también muy frágil del piano desafiando a la orquesta y finalmente ahogada por ella. Me acuerdo de que una vez, hace años, hablé mucho rato de esta novela con Juan Marsé: su Manolo el Pijoaparte es un Julian Sorel xarnego de las barriadas periféricas de Barcelona. Cuando la gente, los literatos, hablan con tanto desdén de la novela decimonónica, como si fuera de un mueble polvoriento y antiguo, ¿a qué se refieren? Ya quisiéramos nosotros escribir novelas así, tan llenas de presente, tan furiosamente empapadas de la vida real. Quién será capaz de hacer la novela de este tiempo de alucinación y derrumbe, de esperpento y tragedia.
Hoy quiero recobrar esta lectura de Rojo y negro prescindiendo de las referencias directas a la obra o a su héroe, el fatalista Julián Sorel; deseo, más bien, darle la palabra a Antonio Muñoz Molina, stendhaliano ejemplar, pues me he topado con un esmerado aguafuerte suyo en el blog Escrito en un instante, también suya como suya es la lectura íntima de Stendhal:
Vivir en una novela
Vivo en El rojo y el negro estos últimos días. Viví y viajé en La educación sentimental hace unas semanas. En las novelas se vive, se viaja, se refugia uno, se navega. Quién que haya navegado en Moby-Dick, en La isla del tesoro, en Veinte mil leguas de viaje submarino no podrá olvidarlo nunca. Había empezado a leer la edición suculenta del Journal de Stendhal que recomendó aquí Pablo el Parisino y derivé inevitablemente hacia Le rouge et le noir, en una edición de bolsillo que tiene mucho de hipnótica, con un retrato tenebrista de Gericault en la portada, un hombre joven con mirada insomne y párpados enrojecidos que podrían muy bien ser Julien Sorel. Vivo en esa novela. Me tumbo con ella y con Lolita en el diván después de comer y si me despierto sin sueño de madrugada me levanto con sigilo para seguir leyéndola. No recordaba que fuera una novela tan impúdicamente llena de política, de dinero, de ambición, de mundanidad, de sexo. Por comparación con Stendhal o Flaubert los novelistas nos hemos vuelto muy estrechos. Confirmo una intuición antigua: Le rouge et le noir es Beethoven en la misma medida en que La chartreuse de Parme es Mozart. El resplandor sombrío y agobiante de las orquestaciones de Beethoven es el de este mundo contra el que se rebela tan en vano Julien Sorel: la voz heroica pero también muy frágil del piano desafiando a la orquesta y finalmente ahogada por ella. Me acuerdo de que una vez, hace años, hablé mucho rato de esta novela con Juan Marsé: su Manolo el Pijoaparte es un Julian Sorel xarnego de las barriadas periféricas de Barcelona. Cuando la gente, los literatos, hablan con tanto desdén de la novela decimonónica, como si fuera de un mueble polvoriento y antiguo, ¿a qué se refieren? Ya quisiéramos nosotros escribir novelas así, tan llenas de presente, tan furiosamente empapadas de la vida real. Quién será capaz de hacer la novela de este tiempo de alucinación y derrumbe, de esperpento y tragedia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario