3 de marzo de 2011

Cóndor, azulejo, chulo, lechuza


Si tuviéramos que dibujar en un sudario la línea imaginaria del Tiempo de la Historia de Colombia podríamos rotular la efigie del cóndor, al comienzo, y la de una lechuza, al final, con dos puntos intermedios donde habría que bordar con hilos, paradójicamente rojos, un pequeño pero tenebroso pájaro "azulejo" y retratar el vértigo de un chulo al que ninguna muerte sacia. Y entonces viene a mí el cuerpo inerte coronado por uno de los hijos de esa primera y mayor efigie, bajando sobre el muerto a través de las turbias aguas del río Cauca, a la altura de un pueblo antioqueño que, para el caso, limitará con el Infierno y el Olvido.

Se trata de una imagen donde lo que menos cuenta es el nombre del fotógrafo (como todo maestro de la imagen, oportuno y punzante al fin y al cabo) o la fecha exacta de esa foto que debió de ilustrar una noticia fugaz pero alerta frente a un hecho reticente: decenas de muertos como ese, arrojados sin piedad no sólo a ese río mayor --llamado el Bedrunco por nuestros antepasados-- sino también a las ciénagas, los arroyos y los riachuelos de un país por cuyas arterias circulan aún glóbulos fúnebres, y todo entre una y otra y otra de las aves que marcan a picotazos, en gavilla o solitarias, carroñeras, ululantes o atrevidas, cada una de las fechas de la Historia nacional.

Ese chulo que se impone sobre el cuerpo (bueno, Antonio Caballero lo dijo mejor en un ensayo periodístico de marras) representa el macabro flujo de los acontecimientos del país: un cóndor gélido que engendra al zopilote o gallinazo para que éste aguarde a la orilla de uno de tantos ríos el viaje sin retorno de cuerpos muertos a manos de los "azulejos" encarnados en la satrapía conservadora y en algunos ex-presidentes que el destino se encargó de embalsamar, o bajo balaceras y conciertos de motosierra sub- o para-militar.

A este revoloteo se vino a sumar cerrando febrero el ícono de la lechuza, muerta y todo en un cóctel inverosímil donde se mezclaron luces, ruidos, un balonazo y el envión final de la patada de un jugador panameño vinculado a un equipo del Triángulo del Café. En todo caso, el país vio cómo esa noche en la cancha de Barranquilla la lechuza y el jugador, cada uno desde sus posibilidades semióticas, escribieron otro capítulo de nuestra Historia: un ave rapaz, aparentemente inofensiva, quizá afiliada a la estirpe del cóndor y el chulo pero en todo caso más amable, menos inquieta, elegantísima aunque chica y de estampa limpia, cayó en la grama semiadormecida por el golpe de un balón disputado entre dos jugadores. Entonces el panameño, acalorado por todo aquello que pasa en la cancha cuando vas perdiendo, recurrió al espíritu pedestre y apartó de la cancha al animal. Lo que cuento cuenta sólo como anécdota, pues luego las imágenes repetirían una y mil veces el golpe final, dado entre otras cosas sin sevicia, que todos achacaron como causa del deceso del ave de buen agüero para el equipo local. Entonces la mayoría de colombianos, enceguecidos por una atávica sed de venganza causada tras maratónicas jornadas en desiertos de odio y cretinismo, pidió el destierro moral, la lapidación y la muerte simbólica del panameño, y otros hasta soñaron con una enorme lechuza negra royéndole los testículos.

Lechuza y jugador fueron símbolo de amor, odio, veganismo, catarsis y flagelación para esos televidentes que se hartaron de pollo a la brasa o punta de anca mientras veían morbosamente repetida la noticia en algún centro comercial. Algunos, además, se acordaron de los toros (servilleta y sangre en la comisura del labio estercolero) y de cómo éstos pobres animales mueren sin posibilidad de lucha en una Plaza donde cientos de ebrios gritan "Olé". Otros, quizá con más edad y criterio, rememoraron el festín de picotazo y espolonazo en la antiquísima gallera, al tiempo que los más jóvenes trajeron a la mesa las peleas callejeras de perros vigorosos. Y acabada la cena, cuando el televisor parecía decir que Colombia, a diferencia de Libia, es un paraíso con más de una serpiente, pero en todo caso un paraíso, la familia entera coincidió en que el panameño era un asesino a la altura de Luis Alfredo Garavito o, según los más viejitos, del Monstruo de Los Mangones, de Sangrenegra y de Campo Elías Delgado. En fin, esa lechuza pidió los platos y pagó la cuenta aquella noche en la que un hombre anónimo que asistía silencioso al cotorreo familiar, pensó: "Bueno, ¿y si a cambio del cóndor la ponen como emblema en el escudo nacional?". Lo pensó pero en seguida rectificó porque, según me habla ahora, la lechuza --sabia, sagaz, solitaria-- es el animal que menos representa a este país.

Nos merecemos tener al cóndor inerte, al chulo hambriento, al "azulejo" embalsamado y a la lechuza, pero muerta, en las vísceras putrefactas de la patria.

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