Por ahí pasamos durante dos, tres, quizá cuatro años y el esqueleto de la cometa seguía recibiendo andanadas de lluvia y sol, de polvo y fumarolas.
Mi hermana, asombrada ante la fuerza del viento que parecía arrastrarla a los cielos, la había dejado partir aquel agosto de 1984, y entonces ese frágil hexágono fue a parar, con piola y cola enteras, al pentagrama de las cuerdas luminosas. Cuando una cometa encalla en los renglones de la luz...
Entre reniegos y sonrisas regresamos a casa con mi padre, a quien tantas veces --mientras conducía su carro-- distraeríamos con la esperanza de que pudiera ver la cometa colgada en el perchero del azar.
Finalmente, las delgadas varillas de su esqueleto fueron devoradas por el clima, aunque la cometa sigue surcando los vientos de esta nostalgia.
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