Creo que Jorge Luis Borges tiene muchos versos, casi todos, memorables, pero de ese impresionante arsenal de imágenes destaco aquellos que dicen (mal citados aquí) dar gracias al fuego, "porque nadie puede mirarlo sin sentir un asombro antiguo".
Quizá el argentino pensaba en la referencia secreta a lo que yo advierto como la pasión humana por ver arder algo, alguien, con o sin razón aparente, haciéndose fuego ante los ojos extasiados por la remembranza de las llamas primordiales, bastante remotas en el tiempo pero presentes en su perenne ardentía en el leño de nuestro sistema límbico.
En la niñez aprendemos que el fuego en la Tierra debió de instaurarse a través de los rayos caídos sobre la madera u otro objeto de combustión rápida y segura. O que devino luego de la frotación de maderos, piedras, cuando no del contacto entre éstas y ramas, hojas, heno. En fin: el ser humano conquistó el fuego y en él arraigó una porción soberbia de divinidad.
Pero decir que conquistamos el fuego es indicio de un candor que nos debe poner frente al hecho irrecusable de que ha sido el fuego uno de nuestros dominadores esenciales. Me explico: al querer conquistarlo, él nos ha sometido ferozmente, sin que podamos escapar de su hechizo, tan inabarcable como es; tan inextinguible como se muestra una vez algo, alguien enciende la chispa que evolucionará en hoguera. Por él se han quemado personas, libros, prestigios, iglesias, etcétera, y seguimos embelesados con las lenguas que hablan el idioma de las llamas.
Y entonces quizá sea preciso decir aquí, contraviniendo a Borges, que las cenizas despiertan un fuerte asombro antiguo, porque nos recuerdan que nosotros, siendo fuego, seremos al final pavesa, residuo, escoria, despojo. Un fuego por fin apaciguado aunque guarde memoria de aquel embebecimiento primigenio.
📷 Cali, Colombia, Paro Nacional (Abril-Junio, 2021).
No hay comentarios:
Publicar un comentario