"España, aparta de mí este cáliz", cantó César Vallejo en la parodia trágica de la frase bíblica atribuida a Cristo en la cruz. Cáliz del absurdo que representa, para el caso de la España que resuena en los versos del peruano, la guerra, siempre inútil, entre uno y otro bando en contienda y que a la postre sume a la patria en muchos años de oscuridad rotunda.
Nuestra época ofrece aquellos cálices de los cuales pareciera que habría que beber sí o sí con el fin de no dar visos de abstinencia hemorrágica; es decir, de aversión a la sangre que correo o salta al tinglado donde los extremos se revientan a puñal y a varillazos en las super-autopistas de las redes sociales.
Digo que alejen de mí esos cálices porque tal vez un signo de madurez y autogobierno sea disfrutar del discreto encanto de apartarse. Hacerse amigo de la senda media, que no del camino mediocre, exige reflexión, pausa, autonomía. Cabeza fría, que llaman, cuando arden las frentes altivas en nombre de banderas cuyos colores muchas veces son ajenos. Abrazar el equilibrio, como enseñan el ensayo y la bicicleta, permite sintonizarse con las denotaciones del alma propia, antes que con las disonancias y los ruidos provenientes del rugido colectivo.
Pero apartarse distingue su atributo de la imparcialidad per se; del punto medio que inmoviliza y nos deja sin criterio. Del "No sé" o "Porque sí" cuasi infantil que repetimos cuando no sabemos ni queremos ahondar en las razones que motivan uno u otro resultado a favor o en contra de cualquier objeto del mundo. Apartarse más bien involucra la conciencia de que toda actuación encarna un mediano o largo plazo y que ninguna reacción frente a dicho objeto del mundo puede ser repentina, precipitada o irresponsable.
De modo pues que el discreto encanto de apartarse renuncia al gregarismo del "Me gusta" o del "Me enoja"; del Esto o lo Otro; del Blanco y del Negro; del Sí o del No, batallando en silencio por las certezas que palpitan en el lado tenue, impreciso y volátil de la vida.
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