Dos expresiones contrarias y al mismo tiempo hermanas despiertan, cuando se dicen o articulan en voz muy alta, cierta contrariedad: "¡Cállate!" y "¡Habla!".
Tras su aprehensión por las fuerzas del orden, encargadas de garantizar el cumplimento de la ley, el sujeto in curso en delito escucha: "Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga será usado en su contra". El silencio como derecho, cuando en verdad es un deber que, como sentenció el poeta Eugenio Montejo, cual piedra "debemos pulir todos los días de nuestra vida". Silencio que ausenta del marasmo ruidoso del otro, de los objetos del mundo, del caos y la confusión de la palabra que rueda por callejones y dobla mil esquinas.
Llevado a los estrados judiciales, el procesado deberá hablar, al menos por interpuesta persona, mediante su abogado. Ambos mantienen un pacto de silencio, pues sólo entre ellos se sabe si hay o no culpabilidad ante lo que se juzga; si el procesado cometió o no tal o cual delito; y bien cómo se procederá frente a la incontestable pero no declarada culpabilidad, pues "todo mundo es inocente hasta que no se pruebe lo contrario".
Callar es un privilegio de unos pocos frente al imperativo que otros, la gran mayoría tiene respecto al uso y el abuso de la palabra hablada. Porque, como bien reza el adagio, atribuido a Ernest Hemingway (por lo demás, tremendo hablador): "se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar". Aunque, claro, sin abrazar este radicalismo podemos decir que al silencio llegamos después de muchos tropiezos o de algunos desencantos ligados al destino hablantinoso del ser humano.
"Pero dime algo", implora el amante. Enigmático y altivo, el silencio es mucho más fuerte, mucho más elocuente que el grito, siervo del autoritarismo verbal.
Imagen: Descanso (1905). Vilhelm Hammershøi.
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