Salgo de la lectura de Lo que no fue dicho (2021), novela autobiográfica de José Zuleta Ortiz. El reciente Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura ha puesto a su autor bajo los reflectores de nuestro campo literario, donde no obstante ya la obra suscitó desde su publicación recepciones juiciosas. Más allá de esto, sin embargo, la novela refulge por sí sola, sin necesidad de la azarosa vanagloria que otras obras demandan para perdurar en la gratitud de sus lectores y lectoras. Zuleta configura un narrador situado entre la infancia y la edad adulta para recoger de las márgenes de la memoria los escombros de un relato donde la experiencia íntima orbita alrededor de la madre ausente, del padre omnipresente, del origen de su vocación por la palabra, de la vida misma que fluye entre partidas de ajedrez, lecturas fervorosas y el nomadismo, ese buscarse a sí mismo en medio de una desolación en la intemperie.
El narrador es José o "Pepe", como lo vemos mencionado en algunos segmentos del libro. "Soy José, leo, soy lector, de, leo literatura", se presenta, ya avanzado el relato, frente a una de las personajes, Esther Landero, quien lo contrata como lector personal mientras ella casi pierde la vista, lo que impide que lea por sí misma. Nos instalamos en el orden de la auto(r)ficción para reconocer la oscilación entre realidad y ficción que proporciona la tensa cuerda de la palabra, del gusto por el decir literario, incluso puesto al borde de un entusiamo lírico donde el autor revela su estirpe poética. También aparecen explícitamente nombrados la abuela Margarita Velásquez, los bisabuelos de cal y oro del autor devenido en narrador, los hermanos Silvia y Fernando, algunos amigos, algunas amantes, actores reconocibles de la historia contemporánea de Colombia (Fernando González, el Padre Camilo Torres, Héctor Abad Gómez, Carlos Gaviria), ciudades nacionales y otras internacionales (Bogotá, Medellín, Cali; Madrid, Barcelona, París, Lisboa), y la madre, María del Rosario Ortiz. Nombres propios, marcas identitarias que sin embargo eluden los nombres directos del abuelo paterno y del padre mismo, reconocibles en el campo externo de referencia como Estanislao Zuleta Ferrer (inmolado en el mismo accidente aéreo donde perece Carlos Gardel el 25 de junio de 1935) y Estanislao Zuleta Velásquez, Estanislao Zuleta a secas, cuya impronta en el campo intelectual colombiano (profesor, filósofo, consejero de paz) es más ampliamente reconocida.
Eludir el nombre del padre omnipresente, quien marca el destino del autor-narrador-personaje, significa mucho, casi todo, para esta novela donde se supone que el trasfondo es el encuentro tardío con la madre en la vida adulta, cuando José decide contar su vida, apresar en el relato lo que fluyó en la infancia, la adolescencia y la primera adultez. Eludir el nombre del padre es un modo de renunciar a su enorme y a veces anómala influencia. Eludir al padre para encontrar una posibilidad de ser, de afirmarse en la Tierra sobre los andamios vacilantes de una vida nómada, a la intemperie, de un lado a otro, sin otra familia más que el ajedrez, los libros, las gentes que se encuentra gracias a viviendas de alquiler, trabajos varipintos (ayudante de camión, mensajero, auxiliar de imprenta, publicista empírico, poeta) y amores entre lo febril y lo fugaz. Eludir al padre, en fin, para echarse a andar sin otra convicción, dolorsa bandera, de erigir un destino en solitario, exento de la mirada inquisidora de la institución familiar. De ahí el abrazo de la ficción, que además sirve para decir, no decir o des-decir. Para escribir lo no dicho (entre hijo y madre tardíos). La ficción para reconstruir una "vida turbulenta y azarosa", y también para desaparecer, "ser al margen".
Desde su adolescencia, José escribió un diario. En estas páginas fueron apareciendo el comercio con la palabra y el deleite de la memoria. El diario contiene los gérmenes de la memoria al margen, que luego planta semilla y crece en el relato por y para la madre. Pero sobre es todo un relato por y para antes del olvido. Aquel diario contiene al poeta en potencia y al nómada en acto: de Chile con Cuba en el barrio Prado, en Medellín, donde bullía el paraíso en torno al costurero de la abuela Margarita, a La Buitrera, en Cali, junto a su padre y sus hermanos, como él desescolarizados, fundidos en lo agreste, lo salvaje; de uno y mil lugares en Cali, a un circo familiar, el Circo Ronald; travesía por tierra y mar hacia Mulatos, una isla del Pacífico donde conoce la sociedad comunitaria (más allá de los ensueños marxistas de quienes en las ciudades leen El Capital); de vuelta a Cali, a la noche, al alambique espiralado y a la corona blanca de una rumba eterna; de Cali a Europa, aunque siempre junto a cómplices literarios en su mochila impenitente: Dostoievski, Kafka, Capote, McCullers, Cheever...) y de nuevo a Bogotá, donde la madre espera entre la enfermedad y la desmemoria.
De lo dicho en Lo que no fue dicho me interesa, aparte del tema del sujeto en escombros que narra y los múltiples decires explícitos o entre líneas, la presencia de la bicicleta, del ciclismo y de la mítica Vuelta a Colombia como asunto evocado desde la nostalgia de infancia. El heroísmo propio de quien se hizo a pulso se asimila al esfuerzo sobrehumano del ciclista colombiano (piénsese en cualquiera de los nombres que componen ese altar deportivo), y no obstante el autor-narrador prefiere, afecto a las márgenes, nombres y equipos menores, tomando partido por eso que bulle en las fronteras donde la existencia depara sorpresas. La bicicleta, el ciclismo, la Vuelta a Colombia aparecen ya desde las primeras páginas del relato; más adelante se entreveran con las narraciones miliunochescas en la voz de quienes como Julio Arrastía Brica sabían inventar la épica de bielas, sudor y carretera a través de los ojos de la radio. La bicicleta, el ciclismo, la Vuelta son aquí símbolos no sólo de ese heroísmo que luego el autor-narrador abraza, sino de la fuga, de lo imposible hecho posible, de la dicha en el dolor y del sufrimiento que elevado a lo bello, a lo que trasciende cualquier ramplonería o cualquier vanidad. Valga decir, la lección perdurable de la abuela Margarita, susurro permanente en la autoconciencia de esta gran autonovelación de José Zuleta Ortiz.