Antes de escribir estas líneas rumiaba una pregunta: ¿Cómo reseñar una novela gráfica? Me digo, No importa, lo fundamental es decir lo que el libro, en este caso uno dedicado a las bicicletas --no importa cuándo ni dónde--, dejó en el alma. ¿Decir cuántas ilustraciones traen estas páginas? ¿Resumir las viñetas? ¡Imposible! Y más que imposible, innecesario.
Con Todas las bicicletas que tuve (La Silueta, Bogotá, 2022), de PowerPaola, pasa esto: la autora-narradora, que también ocupa el centro de la historia, cuenta las historias de sus bicicletas, de sus amores y en parte de las ciudades donde rodó desde la infancia hasta ese periplo vital que llamamos adultez. Al tiempo que ella crece y deambula por diversas ciudades del mundo latinoamericano (Bogotá, Quito, Cali, París, Palmira, Buenos Aires, Medellín) al lado de su familia o en soledad, también llegan los amores y desamores. Hacerse mujer en bicicleta es el tema de esta novela gráfica. Hacerse al camino, entre el amarillo de un collar que la acompaña, tal vez el signo de su identidad, y el rojo del sueter de uno de sus compañeros, aun si ese camino trae caídas, sinuosidades, vacilaciones, desengaños, o espera con las fauces abiertas de un caimán posado en un sumidero simbólico por donde la mujer parece caer.
Todas las bicicletas que tuve de manera irremediable nos pone frente a las bicicletas que también puso el destino en nuestro andar. La primera fue una monareta amarilla, sobre la cual imitaba a Centella, acabando la década de 1970 del siglo pasado. Recuerdo con enorme cariño la BMX Azul de segunda mano regalada por mi padre (quien decía haber pagado por ella $3000 en 1983) y con la cual di muchas vueltas por mi barrio, donde competíamos por el simple placer de compartir adrenalina. Después, muy lejos de la niñez y de mis amigos primordiales, estuvo la MTB morada que compré en el centro de Cali por $115.000 en 1998; con ella iba a mi primer trabajo docente y los sábados y domingos subía a La Vorágine, un lugar famoso por ser el último balneario que sobrevive en la ciudad y porque, claro, es ruta predilecta de los domincletos (los ciclistas de fin de semana). De 1999 a 2012, por motivos que tal vez comente en otro lado, pero que incluyen estudio, trabajo, familia, hogar, amigos, sedentarismo libresco y jolgorio noctámbulo, tuve un prolongado ayuno de las bielas, hasta que a finales de 2012 llegó la Specialized Hard Rock que me salvó la vida. Después, en 2013, la Trek DS híbrida con la que fui a Ecuador y recorrí medio Colombia hasta La Guajira, más tarde la Specialized CrossTrail Élite de 2017 que también tuvo su historia, y por último las tres que me acompañan durante muchas mañanas y no menos mediodías de hoy: las Trek X-Calibier y la Émonda para montaña y ruta, respectivamente, y la Tribu, llamada #LaBicicletaDeMontaigne, de gravel, hecha en Bogotá y que me acompañó a descubrir la magia de Chocó.
Cada bicicleta que tuvimos, esté presente o haya partido de nuestras fronteras, lleva la impronta del niño o del adolescente o del adulto que fuimos. De algún modo seguimos pedaleando en ella, cual fantasma cómplice de otro que la heredó o la compró o, en el peor de los casos, la raptó por el puro placer de atesorar kilómetros y utopías a lomo del viento.
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