5 de diciembre de 2022

LA BICICLETA, NO IMPORTA CUÁNDO NI DÓNDE

Antes de escribir estas líneas rumiaba una pregunta: ¿Cómo reseñar una novela gráfica? Me digo, No importa, lo fundamental es decir lo que el libro, en este caso uno dedicado a las bicicletas --no importa cuándo ni dónde--, dejó en el alma. ¿Decir cuántas ilustraciones traen estas páginas? ¿Resumir las viñetas? ¡Imposible! Y más que imposible, innecesario. 

Con Todas las bicicletas que tuve (La Silueta, Bogotá, 2022), de PowerPaola, pasa esto: la autora-narradora, que también ocupa el centro de la historia, cuenta las historias de sus bicicletas, de sus amores y en parte de las ciudades donde rodó desde la infancia hasta ese periplo vital que llamamos adultez. Al tiempo que ella crece y deambula por diversas ciudades del mundo latinoamericano (Bogotá, Quito, Cali, París, Palmira, Buenos Aires, Medellín) al lado de su familia o en soledad, también llegan los amores y desamores. Hacerse mujer en bicicleta es el tema de esta novela gráfica. Hacerse al camino, entre el amarillo de un collar que la acompaña, tal vez el signo de su identidad, y el rojo del sueter de uno de sus compañeros, aun si ese camino trae caídas, sinuosidades, vacilaciones, desengaños, o espera con las fauces abiertas de un caimán posado en un sumidero simbólico por donde la mujer parece caer.

La novela es un hermoso homenaje a las diversas bicicletas que, no importa cuándo ni dónde, marcaron esta vida entre 1996 y 2017, cada una trayendo y llevándose una historia: la Chopper, la BMX, la Mountain, la Giant, con sus nombres de batalla (Aurorita, La China, La Salvadoreña), metáforas móviles de un tránsito por el mundo más allá de las posiblidades que otorga el caminar o las limitaciones que impone el automóvil. Porque, como recuerdo haber leído en alguna de las viñetas entre los siete capítulos que componen esta verdera obra de arte, la bicicleta se convierte en nuestro hogar, sobre todo cuando la deriva apunta al extravío. 

Todas las bicicletas que tuve de manera irremediable nos pone frente a las bicicletas que también puso el destino en nuestro andar. La primera fue una monareta amarilla, sobre la cual imitaba a Centella, acabando la década de 1970 del siglo pasado. Recuerdo con enorme cariño la BMX Azul de segunda mano regalada por mi padre (quien decía haber pagado por ella $3000 en 1983) y con la cual di muchas vueltas por mi barrio, donde competíamos por el simple placer de compartir adrenalina. Después, muy lejos de la niñez y de mis amigos primordiales, estuvo la MTB morada que compré en el centro de Cali por $115.000 en 1998; con ella iba a mi primer trabajo docente y los sábados y domingos subía a La Vorágine, un lugar famoso por ser el último balneario que sobrevive en la ciudad y porque, claro, es ruta predilecta de los domincletos (los ciclistas de fin de semana). De 1999 a 2012, por motivos que tal vez comente en otro lado, pero que incluyen estudio, trabajo, familia, hogar, amigos, sedentarismo libresco y jolgorio noctámbulo, tuve un prolongado ayuno de las bielas, hasta que a finales de 2012 llegó la Specialized Hard Rock que me salvó la vida. Después, en 2013, la Trek DS híbrida con la que fui a Ecuador y recorrí medio Colombia hasta La Guajira, más tarde la Specialized CrossTrail Élite de 2017 que también tuvo su historia, y por último las tres que me acompañan durante muchas mañanas y no menos mediodías de hoy: las Trek X-Calibier y la Émonda para montaña y ruta, respectivamente, y la Tribu, llamada #LaBicicletaDeMontaigne, de gravel, hecha en Bogotá y que me acompañó a descubrir la magia de Chocó.

Cada bicicleta que tuvimos, esté presente o haya partido de nuestras fronteras, lleva la impronta del niño o del adolescente o del adulto que fuimos. De algún modo seguimos pedaleando en ella, cual fantasma cómplice de otro que la heredó o la compró o, en el peor de los casos, la raptó por el puro placer de atesorar kilómetros y utopías a lomo del viento.

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