Yo comía manjarblanco pensando encontrar en el fondo del mate, en el centro mismo de aquella dulce fusión sideral, una razón de los dioses, una verdad de a puño, una pepita de oro acaso, o una frase como aquella que traen las poco afortunadas galletas de la fortuna.
Pero no. El manjarblanco, el nuestro, el que escribo uniendo las palabras para indicar su herencia híbrida, me decía otras cosas, como si en la lengua, mientras jamás se resistió a diluirse en mi saliva y en mi sangre, susurrara noticias de las batallas que laten en su origen: la mano blanca y la mano esclava; el trapiche, el dolor y el azúcar; el celofán y la negrura. El mantel blanco y el tizón ardiente.
Una página electrónica declara lo que el manjarblanco desmiente. Por ahí se dice, con razón, que se trata de un postre hecho a base de ingredientes principalmente blancos. ¿De donde acá entonces el trigueño manjarblanco que nos seduce con su empalagoso mulataje?
Tengo para mí que es gracias al erotismo de la paila y el fuego donde fornican los elementos para dar vida a lo inevitable, a lo advenedizo, a lo remiso de toda pureza y de toda pretendida estabilidad étnica. El manjarblanco, el nuestro, el de ojos-pasas y boca-breva y carita asperjada con coco, es el máximo emblema de la deconstrucción cultural en el Valle del Cauca, donde lo blanco-blanquito y lo negro-mestizo-mulato se diluyen en el hervor perenne de la paila social.
Coda:
El arequipe es un manjarblanco aristócrata.
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