El día domingo entraba a la casa
por debajo de la puerta, llegaba vestido de gris y se desparramaba en la cama
como si trajera una legión de pájaros de tinta. Eran los periódicos y los
suplementos dominicales, en cuyas páginas no sólo hallé regocijo y saber
durante gran parte de mi niñez y de mi adolescencia, sino que también encontré
mi vocación por la lectura y la escritura.
Mientras que mi padre picoteaba
las gruesas páginas de siete periódicos, mis hermanas y sobre todo yo
descubríamos la nueva historieta de Kalimán, de Pancho y Ramona, de Olafo el
amargado y de otros personajes de papel. Mi padre agotaba la sección política
(eran los tiempos del acabose del Frente Nacional, del Estatuto de Seguridad y
del carismático M-19), se detenía en una que otra foto de la sección social
(donde la burguesía local siempre exhibía el mismo coctel en el mismo club de
toda la vida), se enteraba del fútbol y de las gestas ciclísticas en la
deportiva (América y Deportivo Cali protagonizaban clásicos inolvidables y los
escarabajos colombianos habían coronado las duras montañas francesas), y
terminaba en el suplemento dominical, donde subrayaba algunos párrafos y marcaba
con X la última página de cada texto para indicar que ya lo había leído. Los
suplementos más valiosos gozaban del privilegio de la conservación, de modo que
mi padre los salvaba de ser flor de un día y los apilaba, tal como yo hacía
sobre mi mesa de noche con los cuadernillos de “Los Monos”, del periódico El Espectador.
Debo a ese paciente sentido de
coleccionista de gacetillas y suplementos que intentaban apresar el mundo de
los libros y de la cultura en ensayos problemáticos y en reseñas críticas de
gran calado, y que hoy prácticamente han desaparecido; debo a ese gesto, digo, que
más tarde yo me haya iniciado en el viaje vertical de la lectura. Pero había
algo más: en el pequeño almacén de ropa y calzado de mi padre estaba el
escritorio, y sobre él una enorme máquina de escribir negra marca Remington, y
dentro de ésta una cuartilla que él martillaba y martillaba con tremendo
automatismo, hasta el punto de que, para mi asombro y mi risa, podía escribir
con los ojos cerrados. Esa sinfonía de papel, rodillo y tela de tinta paraba
cuando aparecía el error, que mi padre desterraba sirviéndose de un lápiz
provisto de borrador en una punta y de una brocha diminuta en la otra. ¿Qué
escribía? Cartas para sus clientes y proveedores; cuentas por pagar; cheques
minúsculos y epístolas para un primo suyo que residía en Los Ángeles. Todo en esa
máquina tan vetusta que parecía que en ella hubieran escrito la partida de
defunción de Jorge Eliécer Gaitán.
En todo caso, el ruido que
producía la máquina, el asombro que causaba ver a mi padre escribir a ciegas y
el trajín de la palabra, cincelada en tarjetas, telegramas y letras de cambio,
hicieron que yo no sólo leyera algo más que las lecciones del colegio sino que
también me preguntara por la pasión de la escritura que todo ello reflejaba,
aun cuando todo estuviera más del lado del negocio que el ocio. Supe desde
entonces que el mundo ocurre y transcurre también por la escritura, y que ese
otro gesto de mi padre tenía una importancia tal que era necesario, sino
imitarlo, al menos degustarlo para incorporarlo hasta que en nosotros germinara
esa profunda necesidad de escribir.
Tal vez lo primero que inventé
fueron pequeños cuentos donde dos personajes compartían infortunios y
redenciones. Más tarde escribí un relato para el periódico escolar gracias a
una historia que mi padre me contó sobre el horror que generaba la monstruosa
llegada del ferrocarril a ciertas zonas de Colombia. Por primera vez vi mi
nombre en letra impresa y sentí que ingresaba a la hermandad de los autores,
esos seres invisibles que cautivan y embaucan al lector por obra y gracia de
las mentiras verdaderas.
Aquí deseo mencionar a una autora
que leí muchísimo más tarde, cuando ya me había convertido en profesor de
Literatura. Ella es Michèle Petit, quien en un libro maravilloso, Lecturas: del espacio íntimo al espacio
público, se refiere a una bifurcación en la vida del lector. Petit habla de
las lecturas diurnas y de las lecturas nocturnas, y de cómo son éstas sobre
todo las que definen los gustos, las afinidades y la memoria imaginativa del
lector, en contravía de aquéllas, las diurnas, más dedicadas al aprendizaje de
la gramática (que las vocales, que el abecedario…), a la formación académica
(pensemos en las demasiadas fotocopias universitarias) o al cumplimiento del a
veces ingrato “debes leer”.
Lo digo porque el laboratorio de
la imaginación de la infancia es en gran medida el espacio donde ocurren esas
lecturas nocturnas, que no necesariamente se producen de noche sino a la sombra
del secreto; que no precisamente son sólo textos escritos sino que también
convoca las historias orales, los relatos de los padres y de los abuelos y las
confidencias ficcionales de la vida cotidiana. En mi caso, las historias orales
o escritas que mi padre relataba fueron un tesoro cuyo botín contenía en
potencia el oro de los libros y de los autores. Yo, que había iniciado coleccionando
tiras cómicas, luego hallé valor en los suplementos dominicales que mi padre
guardó y entonces descubrí autores, tendencias literarias, libros reseñados,
ensayos de gran valor literario y didáctico. Ese laboratorio de la imaginación
se transformó en una íntima escuela de la noche, parodiando uno de los ensayos
de William Ospina.
Pero volviendo a las lecturas
nocturnas deseo cerrar con una historia que prácticamente definió mi vida. Mi
padre contaba muchas peripecias reales o imaginarias de seres legendarios, entre
ellas las gestas heroicas de caminantes y ciclo-turistas europeos que se habían
aventurado a recorrer Suramérica viniendo desde Alaska y llegando a la
Patagonia en cuestión de meses y hasta de años. Yo lo escuchaba extasiado y al
mismo tiempo me imaginaba cumpliendo ese destino. De modo que a la aventura se
sumó mi afición por el fútbol argentino (corrían los primeros meses de 1988,
Maradona era el mejor jugador de la Tierra y Argentina era el campeón mundial
vigente) y una idea estalló en mi pequeña cabeza de 13 años: viajar a Argentina
a pie, parando carros y camiones, pidiendo limosna o como fuera para ingresar a
las divisiones menores de River Plate o de Boca Juniors.
En el colegio, un compañero de
clase, que también se moría por el fútbol
y que compartía conmigo el gusto por las lecturas “nocturnas” de
revistas como El gráfico y periódicos
como Nuevo Estadio o Balón Gráfico Deportivo, me secundó en
la treta. Para horror de nuestros padres, asombro de profesores y envidia de
nuestros amigos, viajamos el viernes 15 de abril de 1988 en bus, rumbo a lo
incierto. ¿Cumplimos la meta? ¿Cuándo regresamos? Antes quiero decir que yo
había empezado a escribir una suerte de Diario de Viaje donde anotaba planes,
dibujaba mapas, imaginaba la travesía por la Pampa y abrazaba a Gatti o al “Tolo”
Gallego, ídolos de los equipos archi-rivales bonaerenses. Pues bien: llegamos
primero a Pasto, luego fuimos a Ipiales, atravesamos la frontera y en Tulcán
tomamos un micro que nos llevó a Quito. Era sábado: llovía torrencialmente. Yo
decidí que hasta allí llegábamos. Y entonces nos devolvimos. Perdimos y recuperamos
la infancia en menos de 48 horas. Estábamos ahogados y al mismo tiempo
salvados. Nos esperaban el hogar y también sendas “maderiadas”, tremendas
“pelas” como aquellas que las mamás de los años 80 solían dar.
Cinco días más tarde de haberme
volado de la casa, mi mamá me llevó donde un psicólogo de gran prestigio en
Cali. Le mostré mis papeles, le hablé de mi aventura, le confirmé que las relaciones
con mis padres eran buenas, le repetí que nunca había pensado en el suicidio y
le respondí con leves vacilaciones acerca de lo que quería hacer en la vida.
Cuando salimos del consultorio, mi madre me preguntó: “¿Entonces qué va a pasar
con usted, jovencito?”. Y aquí es cuando termina esta historia pero comienza la
vida: como si fuese una revelación, recordando que el psicólogo se había
quedado con mis papeles para analizarlos y comentarlos en una nueva cita que
nunca se dio, le dije a mi mamá con una convicción ingenua pero firme: “Quiero
escribir. Quiero estudiar Literatura”.
¿Por qué escribo?
ResponderEliminarY para responderme tendré que inventar una razón más, lo suficientemente plausible para convencerme, momentos después, de que por esa misma razón no escribo. Entonces no escribo por una razón afianzada de creación pura, de inspiración desbocada, como una adicción que me apega al noble oficio de retratar las vivencias del día a día, no, ninguno de esos clichés sobrecargados de romanticismo nulo, escribo, me doy cuenta, si retrotraigo lo acaecido, que lo hago obedeciendo a nimiedades que de repente se convierten en asuntos importantes hasta diluirse nuevamente y de manera muy pronta, en nada. Es del diario acontecer que las ideas me asalten mientras camino y empiecen a pugnar por hacerse texto escrito, entonces me digo “que
excelente conjunto, palabras bien articuladas, con un sentido explicito para lo que siento”, dos
cuadras más abajo la deformación del conjunto, la convicción serena de que mejor mi propio
olvido, antes que encadenarme a un sentido acabado con palabras inciertas, pensamientos que vistos más detenidamente carecen de esa gracia que concede el virtuosismo, o de la potencia alada que me sacase del abismo que desde tiempo inmemorial habito…
Hace poco, alguien que conoce y comparte mi oficio en las letras, me pregunto si había continuado escribiendo, muy parcamente le respondí: “Muy poco. Lo íntimamente necesario”. No mentí, aunque hubiese preferido no responderle: Para que él entendiera mejor: “No escribo nada”. El resumen bien podría ser ese, escribo por la necesidad de mantenerme humano, atendiendo al
llamado primario de solucionar compañía, de compartir afecto, eso o darle paso al ogro siniestro sin sentimientos, de corazón rocoso, que prefiere guturales de espanto para que nadie ose acercarse a su gruta de piedra, pero incluso allí, dibujado con las tintas de la miseria, el acertijo de
un mensaje oculto para las mentes inquietas… ¿por qué lo hacía?