15 de marzo de 2015

Paladiario (III): un diccionario personal

GOL

Arrastramos nuestro pasado de horda y de barbarie como el peregrino lleva a cuestas sus trebejos. Lo vemos en nuestra tendencia a la integración con los otros, dejando a un lado actitudes solitarias, para disolvernos en el espíritu del grupo.
Cuando en las pocas veces que asistía a fútbol en el estadio de mi ciudad, pensaba justo en esto. Abstraído de los otros gracias a los tiempos muertos del partido, observaba las acciones estereotipadas, francamente automáticas de los asistentes, aquellos hinchas de sangre o de ocasión que, guarecidos bajo la amplia sombrilla de la horda, gritaban a los jugadores de su equipo e insultaban a los del contrario; se desgañitaban contra el árbitro porque desfavorecía a la divisa amada o le pedían --como si fueran a ser escuchados por Dios-- al director técnico que sacara a uno y metiera a otro... Todo en el estadio era fanfarria, gritos, susurros, alaridos ahogados porque un balón pegó en el palo o por una atajada monumental.
Pero existe una voz que rompe la caótica armonía de esta algarabía y que más bien la uniforma como si de pronto los hinchas evolucionaran en un segundo del orangután al barítono. Es el grito que más se espera en un partido, aunque también el que menos se desea (depende del bando que integremos). Para articularlo con todas las venas es que se va al estadio, donde resuena a los cuatro vientos, a cielo abierto, mientras que el mundo se estremece durante los dos, cuatro, seis segundos que dura su ardiente brevedad. Es difícil sustraerse a la emoción: saltamos en nuestro sitio, alzamos los brazos al cielo, abrazamos a al otro; la ola rompe en nuestra lengua y en la resaca quedan la emoción y el anhelo de otro instante como ese.
El gol representa nuestra efímera desintegración en la garganta de la tribu.

HUMANO

De vez en cuando se pregona que el mundo está al borde de la deshumanización y que tanta borrachera tecnológica anulará cualquier vestigio humano en nosotros. Es más: se dice que los artificios electrónicos ya han hecho que algunas importantes actitudes humanas hayan caído en el olvido: escribir a mano, leer libros impresos, besar sin la intermediación del emoticón o cargar un mapa en nuestro viaje donde vamos marcando los lugares visitados o los destinos favoritos. Esto para no hablar de la IE y de la eterna sospecha de que los robots algún día nos aniquilarán.
Descreo de que nos estemos deshumanizando .Todo lo contrario: pienso que el mundo hoy sufre un estado de sobrehumanización. El contacto "en tiempo real" a través de la Red y el sistema GPS que permite saber dónde anda el otro; la vertiginosa construcción de centros comerciales, hipermercados y grandes superficies que auspician la convergencia masiva; los sistemas urbanos de transporte masivo, cada vez más sofisticados en algunos países y más atrabiliario en el nuestro; el auge de los conciertos y de las audiciones a manos de artistas que solían salir poco antes de la decadencia del LP y del CD; en fin, la descontrolada sobrepoblación, que en mucho favorece a los "demócratas" y a los publicistas, todo nos dice que lo humano es actualmente una realidad aumentada para la cual lo íntimo, lo subjetivo, lo individual, lo soberanamente yo, es hoy una utopía.  

IDEOLOGÍA

Creemos que somos como el mundo nos ve, cuando en realidad somos como vemos el mundo.

JAIME

Uno está hecho de muchos días pero de muy pocos nombres. Jaime señala al amigo íntimo que tuve entre mis 11 y mis 14 años. Alrededor de nosotros el mundo parecía un amasijo de necedades frente a lo que compartíamos: pensamientos comunes, programas radiales, obsesiones alrededor del rock en español y del fútbol argentino. Fundamos un dúo con mucha letra y poca música; diseñamos un plan para escapar de casa a pie o en bicicleta (yo cumplí una parte, ya verán); disfrutábamos de un nuevo Long Play y poníamos los cassettes al revés, buscando mensajes subliminales en las canciones de "Soda Stéreo" y de "Suburbia Total"; nos burlábamos de los tontos vestidos de galanes y deseábamos niñas y mujeres imposibles. Además admiraba su capacidad de trasnochar preparando un examen, aprendiéndose una lección o meditando, y solía despertarlo a punta de balonazos en la pared exterior de su cuarto los domingos para que fuéramos a la cancha a jugar al tiro libre.
Todo esto fue después de que él pasara por tres años de una psicosis obsesiva que incubó luego de leer dos veces La Biblia. Jaime era huérfano de madre y vivía con su papá y su hermana en el primer piso de la enorme esquina sur de mi cuadra. Eran los años 80 y empezaban a nacer pequeñas comunidades de oración en las salas de algunas casas. Jaime asistió a una de ellas y en su motivación leyó La Biblia; como no entendió, la releyó, y entonces las voces poblaron su mente: "No camines por allí porque si lo haces muere tu padre"; "Si te bañas tu hermana será violada"; "Quédate quieto, quieto, quieto y así te salvarás". Las voces condicionaban su modo de dormir, de hablar y de caminar. Lo supe después, cuando ya éramos amigos y él sobrellevaba con juicio un tratamiento psiquiátrico a base de, ¡cómo no!, raciones de pastillas diarias que normalizaban bastante su trato con el resto de amigos, lo ponían de más o menos buen humor pero no lo eximían de que le dijeran "Robotillo" por su manera condicionada de andar.
Lo cierto es que Jaime marcó mi personalidad porque, más allá de su continente psíquico, la forma irónica de ver el mundo, las ocurrencias, algunas de sus lecturas, las hipótesis sobre posibles eventos fatalistas y su modo de vida (austero, tranquilo) coparon mis intereses en el alba de mi adolescencia. Pienso que a esa edad un amigo es como un oasis en medio del desierto de la vida. Eso fue él gracias a las conversaciones, las canciones aprendidas y las caminatas sabatinas por el barrio y otros lares aledaños en busca de noviecitas.
Crecimos. Él alcanzó los 18 años y yo los 16. Me había cambiado hacía mucho tiempo de barrio pero seguíamos viéndonos. Yo tuve un amor platónico y él su primer empleo en un reconocido hotel de la ciudad. Saliendo de casa, en el barrio nuevo, durante algún día de 1991 --cuando él estudiaba Bioquímica, que abandonaría por la ingeniería agrícola--, a la altura de la esquina donde funcionaba la fotocopiadora nos topamos con tres billetes de $10.000 celosamente enrollados, como si hubieran caído de algún escote afanado. Él los recogió. Dos cuadras después supimos que éramos ricos. Fuimos a un centro comercial, entramos a una librería (pero nos pareció que era un sacrilegio gastar la plata en libros) y terminamos yendo a una casa de masajes. Del resto del dinero recuerdo muy poco, la verdad.
Tiempo después Jaime siguió yendo a casa. Me preguntaba si seguía escuchando voces y así le dije una vez: "¿Cómo vas con aquello de las voces?". Sin vacilar, frotándose las manos enjabonadas en el lavamanos, enjuagándose y secándose, me respondió: "Ya estoy curado". Me alegré y le insistí en que me dijera cómo sabía que estaba libre de esas presencias. Me contestó: "Las voces siguen, están allí, pero ahora yo no les hago caso".
Jaime era sencillamente genial.

LIBRO

Cuando escuchamos la expresión "Esa persona es un libro abierto", imaginamos a alguien desprovisto de secretos, sin tapujos, abanderado por la mayor sinceridad. Nada tan equívoco: un libro es un objeto que guarda un universo impredecible, que intenta completarse, sin decirse nunca del todo, en los intersticios, al margen, donde está el lector sediento de mentiras verdaderas.

MENTIR

Quien miente no es cobarde; más bien está cargado de valor pues su objetivo es doblegar al otro, embaucarlo en un avión que sigue coordenadas "fantasmas". Mentir es un acto amoroso, tanto como el amor es una amalgama de ilusión y adrenalina, y necesita, como aquel, de dos para ser.

Cuando quien miente fabrica su treta, es consciente de que está en la mentira, pero cuando la comunica pasa a constituirse en portador de su "verdad". Con esa convicción enfrenta al otro, y a veces poco le importa que éste termine subyugado ante la invención. Por ello el mentiroso, después de su retahíla, concluye, determinante: "Usted verá si me cree o no". Sin embargo, cuando, como nos pasó a todos en la infancia, es atrapado en su mentira, no le queda de otra que bajar la cabeza y diluirse lentamente debajo del tapete más próximo.
En todo caso, mentir debe ser el arte de fabricar verdades imperfectas.

NOMBRE

En condiciones normales, asignado como a todos, el nombre es la mayor arbitrariedad que se cierne sobre nosotros después de la ceremonia del parto. Y digo "condiciones normales" porque los hay que al llegar a adultos cambian su nombre, es decir, ejecutan una labor de reingeniería desde los cimientos de su personalidad. Pero el nombre, aquella palabra que el notario avala incluso si es la más larga y absurda y singular de todas, representa de manera amplificada el poder que tiene el otro (el padre, la madre, la cultura en todo caso) sobre nosotros. Después vendrán los profesores, la policía, el guarda de tránsito: todos nos llamarán por nuestro nombre (si recurren a nuestro apellido se dirigen a lo público, es decir, a lo social, mientras que el nombre obedece al entorno privado, a lo individual) y terminamos reducidos a esa palabra que nos identifica.
El nombre es fruto de una elección igualmente arbitraria. Los padres intentan conciliar: "¿Entonces cómo le vamos a poner?". Fue Hernando pero pudo ser Joaquín, el nombre de mi abuelo. Venció el primero, que además llevó mi padre. Desconozco el origen de la palabra, aunque la asocio a algún germanismo colado hace siglos en el castellano. El nombre me esperaba desde entonces, cuando fue privado y público a la vez, pues otros tantos lo llevaron por España y lo trajeron a América.
Pero el nombre también es un acto de dominación. El ser humano es el único animal dotado del poder nominal: las plantas, las aguas, las especies animales, el Universo y las Galaxias tienen nombres por el sólo hecho de que necesitamos ponerlas en la regencia de lo humano.
El nombre representa tanto la voluntad de dominio, que al llevarlo incorporamos para siempre la voluntad o el libre albedrío de quien lo escogió y nos lo adjudicó. En realidad terminamos siendo el otro y por eso llegamos a ser nosotros.

ORGULLO

El orgullo es como el residuo de café almibarado que reposa en el fondo del vaso y que la abeja disfruta cuando las moscas se han ido.


PROFESOR

El profesor es el alfarero invisible de la sociedad. Sus manos están expuestas al barro o a la arcilla para modelar espíritus. No obstante, al darle forma a la materia, el profesor está modelándose, ante todo. Eso es lo valioso de este ejercicio donde la voz y las manos materializan lo meditado, lo leído, lo creado, a través del habla y la escritura. Cuando la ejerzo siento que eso que llaman "trabajar" es más bien un acto de divertimento responsable a cuya función uno desea que el otro asista confortablemente.
Tareas en las que debe consagrarse el profesor:
1. Exigir siempre lo que pueda hacer o cumplir.
2. Saber reírse de sí mismo.
3. Desacralizar lo solemne.
4. Escuchar.
5. Asistir a clase no para dictarla sino para aprender.

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