AÍDA
Mi madre. Sentado a su lado, en el patio de la casa de infancia, aprendí el valor de leer en su doble acepción: el mundo a través de universos cifrados en letras que van juntándose para ser palabras duras o maravillosas, y el tesón que para un niño implica incorporar las palabras a su piel real y simbólica.
Mi madre. Sentado a su lado, en la cocina de otra casa, disfruto de aromas, calores, colores, sabores que aprendo a la fuerza, pues el hambre acosa porque debo ir a clase o porque simplemente deseo que ella, mi madre, me sirva, se sirva entera en la sopa o el arroz con pollo que parecía reunir sabores ancestrales salidos de sus manos de enfermera.
Aída se llamaba. Murió hace 10 años, bajo el rigor de un cáncer que no le impidió compartir conmigo, dos días antes de su adiós, un plato cuyo sabor recuerdo poco. Me queda una sospecha: quizá los seres que amamos y que desaparecieron ya son el banquete invisible del cual el alma se alimenta.
BICICLETA
Quizá el mayor símbolo del principio de individuación moderno sea la bicicleta. Sujeto, soledad, libre albedrío, intimidad, azar, vulnerabilidad: todo lo que se cierne encima del ser transita por el camino sobre el cual rueda el velocípedo.
No en vano el ciclista vaga en la intemperie; expuesto a los elementos terrestres, fusiona su cuerpo con el viento y simula ser un semidiós en medio de los ángeles caídos que van en buses y en automotores, esos sarcófagos donde los sueños se pudren.
CIUDAD
Después de la expulsión del paraíso, la estirpe de Caín fundó y habitó la ciudad. Luces y sombras señalaron sus pasos; el cemento y el aslfato vencieron el ímpetu indefenso del bosque y del aire; de pronto el aliento y la sangre se hermanaron para orientar los pasos del hogar al bar y de éste al funeral. Pero en medio de todo, en la ciudad, esa babel irredenta, aún era posible ver a los niños jugar al escondite. Hoy los niños desaparecieron y quedan mujeres llorando la partida de su amor, sentadas en una banca de un parque donde el sol muere en la frente de la estatua.
DIARIO
Escribimos el diario para inventar un pasado que ya no existe en un presente que se diluye en el futuro que nunca será.
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