22 de agosto de 2015

Filosoficios caseros I

En su vida adulta, un hombre debe aprender a poner la cantidad exacta de jabón en la lavadora según el volumen de las prendas.

23 de marzo de 2015

¿Por qué escribo?


El día domingo entraba a la casa por debajo de la puerta, llegaba vestido de gris y se desparramaba en la cama como si trajera una legión de pájaros de tinta. Eran los periódicos y los suplementos dominicales, en cuyas páginas no sólo hallé regocijo y saber durante gran parte de mi niñez y de mi adolescencia, sino que también encontré mi vocación por la lectura y la escritura.
Mientras que mi padre picoteaba las gruesas páginas de siete periódicos, mis hermanas y sobre todo yo descubríamos la nueva historieta de Kalimán, de Pancho y Ramona, de Olafo el amargado y de otros personajes de papel. Mi padre agotaba la sección política (eran los tiempos del acabose del Frente Nacional, del Estatuto de Seguridad y del carismático M-19), se detenía en una que otra foto de la sección social (donde la burguesía local siempre exhibía el mismo coctel en el mismo club de toda la vida), se enteraba del fútbol y de las gestas ciclísticas en la deportiva (América y Deportivo Cali protagonizaban clásicos inolvidables y los escarabajos colombianos habían coronado las duras montañas francesas), y terminaba en el suplemento dominical, donde subrayaba algunos párrafos y marcaba con X la última página de cada texto para indicar que ya lo había leído. Los suplementos más valiosos gozaban del privilegio de la conservación, de modo que mi padre los salvaba de ser flor de un día y los apilaba, tal como yo hacía sobre mi mesa de noche con los cuadernillos de “Los Monos”, del periódico El Espectador.
Debo a ese paciente sentido de coleccionista de gacetillas y suplementos que intentaban apresar el mundo de los libros y de la cultura en ensayos problemáticos y en reseñas críticas de gran calado, y que hoy prácticamente han desaparecido; debo a ese gesto, digo, que más tarde yo me haya iniciado en el viaje vertical de la lectura. Pero había algo más: en el pequeño almacén de ropa y calzado de mi padre estaba el escritorio, y sobre él una enorme máquina de escribir negra marca Remington, y dentro de ésta una cuartilla que él martillaba y martillaba con tremendo automatismo, hasta el punto de que, para mi asombro y mi risa, podía escribir con los ojos cerrados. Esa sinfonía de papel, rodillo y tela de tinta paraba cuando aparecía el error, que mi padre desterraba sirviéndose de un lápiz provisto de borrador en una punta y de una brocha diminuta en la otra. ¿Qué escribía? Cartas para sus clientes y proveedores; cuentas por pagar; cheques minúsculos y epístolas para un primo suyo que residía en Los Ángeles. Todo en esa máquina tan vetusta que parecía que en ella hubieran escrito la partida de defunción de Jorge Eliécer Gaitán.
En todo caso, el ruido que producía la máquina, el asombro que causaba ver a mi padre escribir a ciegas y el trajín de la palabra, cincelada en tarjetas, telegramas y letras de cambio, hicieron que yo no sólo leyera algo más que las lecciones del colegio sino que también me preguntara por la pasión de la escritura que todo ello reflejaba, aun cuando todo estuviera más del lado del negocio que el ocio. Supe desde entonces que el mundo ocurre y transcurre también por la escritura, y que ese otro gesto de mi padre tenía una importancia tal que era necesario, sino imitarlo, al menos degustarlo para incorporarlo hasta que en nosotros germinara esa profunda necesidad de escribir.
Tal vez lo primero que inventé fueron pequeños cuentos donde dos personajes compartían infortunios y redenciones. Más tarde escribí un relato para el periódico escolar gracias a una historia que mi padre me contó sobre el horror que generaba la monstruosa llegada del ferrocarril a ciertas zonas de Colombia. Por primera vez vi mi nombre en letra impresa y sentí que ingresaba a la hermandad de los autores, esos seres invisibles que cautivan y embaucan al lector por obra y gracia de las mentiras verdaderas.
Aquí deseo mencionar a una autora que leí muchísimo más tarde, cuando ya me había convertido en profesor de Literatura. Ella es Michèle Petit, quien en un libro maravilloso, Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, se refiere a una bifurcación en la vida del lector. Petit habla de las lecturas diurnas y de las lecturas nocturnas, y de cómo son éstas sobre todo las que definen los gustos, las afinidades y la memoria imaginativa del lector, en contravía de aquéllas, las diurnas, más dedicadas al aprendizaje de la gramática (que las vocales, que el abecedario…), a la formación académica (pensemos en las demasiadas fotocopias universitarias) o al cumplimiento del a veces ingrato “debes leer”.
Lo digo porque el laboratorio de la imaginación de la infancia es en gran medida el espacio donde ocurren esas lecturas nocturnas, que no necesariamente se producen de noche sino a la sombra del secreto; que no precisamente son sólo textos escritos sino que también convoca las historias orales, los relatos de los padres y de los abuelos y las confidencias ficcionales de la vida cotidiana. En mi caso, las historias orales o escritas que mi padre relataba fueron un tesoro cuyo botín contenía en potencia el oro de los libros y de los autores. Yo, que había iniciado coleccionando tiras cómicas, luego hallé valor en los suplementos dominicales que mi padre guardó y entonces descubrí autores, tendencias literarias, libros reseñados, ensayos de gran valor literario y didáctico. Ese laboratorio de la imaginación se transformó en una íntima escuela de la noche, parodiando uno de los ensayos de William Ospina.
Pero volviendo a las lecturas nocturnas deseo cerrar con una historia que prácticamente definió mi vida. Mi padre contaba muchas peripecias reales o imaginarias de seres legendarios, entre ellas las gestas heroicas de caminantes y ciclo-turistas europeos que se habían aventurado a recorrer Suramérica viniendo desde Alaska y llegando a la Patagonia en cuestión de meses y hasta de años. Yo lo escuchaba extasiado y al mismo tiempo me imaginaba cumpliendo ese destino. De modo que a la aventura se sumó mi afición por el fútbol argentino (corrían los primeros meses de 1988, Maradona era el mejor jugador de la Tierra y Argentina era el campeón mundial vigente) y una idea estalló en mi pequeña cabeza de 13 años: viajar a Argentina a pie, parando carros y camiones, pidiendo limosna o como fuera para ingresar a las divisiones menores de River Plate o de Boca Juniors.
En el colegio, un compañero de clase, que también se moría por el fútbol  y que compartía conmigo el gusto por las lecturas “nocturnas” de revistas como El gráfico y periódicos como Nuevo Estadio o Balón Gráfico Deportivo, me secundó en la treta. Para horror de nuestros padres, asombro de profesores y envidia de nuestros amigos, viajamos el viernes 15 de abril de 1988 en bus, rumbo a lo incierto. ¿Cumplimos la meta? ¿Cuándo regresamos? Antes quiero decir que yo había empezado a escribir una suerte de Diario de Viaje donde anotaba planes, dibujaba mapas, imaginaba la travesía por la Pampa y abrazaba a Gatti o al “Tolo” Gallego, ídolos de los equipos archi-rivales bonaerenses. Pues bien: llegamos primero a Pasto, luego fuimos a Ipiales, atravesamos la frontera y en Tulcán tomamos un micro que nos llevó a Quito. Era sábado: llovía torrencialmente. Yo decidí que hasta allí llegábamos. Y entonces nos devolvimos. Perdimos y recuperamos la infancia en menos de 48 horas. Estábamos ahogados y al mismo tiempo salvados. Nos esperaban el hogar y también sendas “maderiadas”, tremendas “pelas” como aquellas que las mamás de los años 80 solían dar.
Cinco días más tarde de haberme volado de la casa, mi mamá me llevó donde un psicólogo de gran prestigio en Cali. Le mostré mis papeles, le hablé de mi aventura, le confirmé que las relaciones con mis padres eran buenas, le repetí que nunca había pensado en el suicidio y le respondí con leves vacilaciones acerca de lo que quería hacer en la vida. Cuando salimos del consultorio, mi madre me preguntó: “¿Entonces qué va a pasar con usted, jovencito?”. Y aquí es cuando termina esta historia pero comienza la vida: como si fuese una revelación, recordando que el psicólogo se había quedado con mis papeles para analizarlos y comentarlos en una nueva cita que nunca se dio, le dije a mi mamá con una convicción ingenua pero firme: “Quiero escribir. Quiero estudiar Literatura”.

18 de marzo de 2015

Paladiario (V): un diccionario personal

TRAGO 

Río generalmente ardiente donde alguien se sumerge para lavar heridas, reír sin compañía o inventarse un camino hacia sí mismo.


URDIMBRE


Los hilos se trenzan en el tejido mediante la conjugación de la trama y la urdimbre. Tejido como palabra proviene del latín 'textus', que nos lleva mágicamente a la idea de texto, eso que ahora mismo vengo zurciendo en esta página. Los griegos pensaban que nosotros andamos por la vida gracias al premeditado y abrupto movimiento de cuerdas a manos de las Parcas, temibles "hilanderas del destino". Si tenemos presente que en el tejido la urdimbre es el hilo vertical por el que pasa la trama, también llamada "relleno", entonces en el telar de las Parcas nosotros somos esa urdimbre por la cual transita el azar. Somos urdidos por el destino en el tejido de la vida.

VOCACIÓN

Los domingos en la casa de la infancia nuestras horas naufragaban entre las bromas de mi padre --que procuraba mantenerse en piyama el mayor tiempo posible para jugar con nosotros-- y el olor a tinta fresca de los periódicos. Los dedos se tiñen de negro; veo mis manos oscurecidas por la luz de la lectura; intento lavármelas para deshacerme de un mundo que habla de políticos, de crímenes, de entuertos que en nada me interesan. Luego fijo mi interés en las tiras cómicas, cuyos facsímiles colecciono y pongo sobre mi mesa de noche. Entonces descubro que la lectura puede ser un infalible talismán contra la soledad.
Después vendrá la escritura, que no la redacción, cumplida en los cuadernos escolares. La escritura de pequeños cuentos, generalmente con dos personajes en una situación contrariada que termina en fortuna, ocupan mi tiempo y mi adrenalina. En el paisaje aparecen algunos libros, más periódicos, archivos de mi padre dentro de un baúl donde guarda desde tarjetas de sus clientes (tiene un almacén de ropa y calzado) y letras de cambio, pasando por contraseñas de boletas de partidos antiquísimos, telegramas y recibos de pago. Además mi padre tiene en su oficina una máquina de escribir Remington negra y en las noches me gusta verlo redactar cualquier cosa (una carta para el banco, los datos de un cliente, etcétera) con los ojos cerrados. Su pericia de mecanotaquígrafo es interrumpida a veces por un pequeño error, pero él lo destierra de la hoja con un borrador de lápiz que tiene una brocha en la punta.
El llamado de la vocación estaba entre aquellos periódicos, en los papeles del baúl, en las historias de mi padre, en los relatos que compartían mis profesores. La vocación es el camino interior que empezamos a andar no sabemos exactamente cuándo, tal vez sin un por qué, intentando hallarnos en algún lugar del mapa humano. Yo elegí el sendero de la lectura y la escritura, donde converge la docencia, en la cual aprendí que el trabajo es justificación y terapia vital.

YO

Serio y grave, se sienta en la sala o se encierra en el estudio; feliz, va de un cuarto a otro; ansioso, nadie puede con él en la cocina; deprimido, se confina en el patio o se recuesta en la baranda del balcón. Así a veces anda el Yo por el alma de la casa.

ZAPATOS

Nada inquieta tanto como ver a la gente deambular por un centro comercial en busca de zapatos. Yo mismo me he visto en esas, caminando de un lado para otro, debatiéndome entre el cuero y el polietileno, entre colores tierra y matices más vivos como el rojo o el azul. Nada me gusta. Veo a la gente henchida de orgullo con sus bolsas después de dar con el par de zapatos deseados y yo sigo buscando sin mucha fortuna: que no hay el número; que ese estilo sólo viene en ese color; que llamaremos a otra sucursal para ver si de pronto puede que allá haya; que no es cuero sino cuerina; que no es gamuza sino imitación china.

De niño me compraron cierta vez unos zapatos muy grandes. El resultado fue un progresivo levantamiento de las puntas, seguido de la frase puntillosa: "zapatos de payaso". En otra ocasión reventé con mi frente una matera porque mis zapatos de gamuza estaban tan lisos que me impidieron aguantar el empellón de mi primo por la espalda. Cuando terminaba bachillerato me gustaba andar con los zapatos rotos por el sólo hecho de parecer un vagabundo, un bohemio con sus zapatos de sucia solemnidad.
Volviendo a lo primero, ¿por qué a algunos nos resulta dan difícil dar con el par de zapatos que buscamos? Quizá esto tenga que ver con la opinión generalizada de que los zapatos son la proyección de nuestra identidad. En este sentido, no buscamos unos zapatos a la hora de ocuparnos de comprar zapatos. Sencillamente queremos hallarnos; nos buscamos; sospechamos que de pronto nuestra identidad reposa apoltronada en un escaparate. 

16 de marzo de 2015

Paladiario (IV): un diccionario personal

QUERER

El bolero es la hermenéutica del querer. Ritmo musical latinoamericano por excelencia, descifra el cuerpo a través del alma. Desde México y el Caribe hasta Chile y Argentina, sus valerosas letras lacrimógenas redimen a los corazones en desgracia. En la duermevela de su baile nacieron miles, millones de amores mientras el despecho resbalaba de los sacos y las faldas de los danzarines. "Quiéreme, quiéreme mucho", implora el bolero; "vuélveme a querer, no me castigues, ven aquí a decir cómo se vive con el frío en el alma, cómo le hago sin ti, sin ti", se desgarran los versos para implorarle al otro, en la porción divina que a todos nos signa, que regrese, que someta sus horas a querernos. 
Pero hay más, porque para el bolero el límite es la eternidad y su mandato es orden divina. Ámame. Quiéreme. Bésame mucho. 
El bolero es santa plegaria y evangelio promiscuo para almas en pena de amor. Así nos canta:

"Tú me has de querer, 
Porque yo en la noche lo vi en mis sueños
Yo habré de sentir junto a ti
Mi vida siempre latir
Yo sabré mentir por tu amor
Y he de llorar y he de sufrir
Tú me has de querer como nunca tú soñaste sentir".

ROSTRO

Uno de los conceptos más fascinantes que aprendemos cuando estudiamos la tragedia griega es el de máscara, que significa "persona". El actor se instala en una personalidad, que adopta y representa figurativamente. Cuando baja el telón cesa la máscara, el vestido reemplaza al atuendo y entonces aparece aquello que los espectadores no vemos: el rostro. Por eso el actor que da la cara en escena (porque olvidó una línea, porque no acaba de persuadirnos) termina defraudándonos. 
El lugar común suele apuntar a que en la vida cotidiana todos llevamos máscaras que usamos según la circunstancia de persona, tiempo o espacio. Excepto quizá los niños (otro lugar común reza que ellos siempre dicen la verdad), los demás cargamos con toda una utilería de máscaras para la entrevista de trabajo, el sentido pésame para el amigo o el desconocido, la ceremonia amorosa de la seducción, el amor y el desamor, o para la aprobación de algo que en realidad nos desagrada. Vamos por la dura existencia desfigurándonos en otros para enfrentar al otro, que también es otro debajo de su máscara. De ahí que en la embriaguez las máscaras parezcan diluirse en el licor y entonces suceda lo imposible, por ejemplo: que el subordinado le hable de frente a su jefe en la fiesta empresarial de fin de año y le diga "Jefe, le voy a confesar una verdad...". El resultado puede ser un abrazo o el desprecio infinito.
Una de las expresiones más duras tiene que ver con el rostro: "Poner la cara". Mejor: "Sea macho y ponga la cara", ordenan el cobrador gota-gota o el extorsionista a la persona que quisiera ser avestruz para esconder el rostro bajo tierra. Por ahí derecho encontramos la hipocresía, ese pequeño teatro portátil de aquel que invita al otro para que asista a una función con un solo personaje: él. Ni en el instante definitivo nos libramos de la máscara: el tanatólogo se encarga de darle un semblante agradable al cadáver poniéndole algodones, encajándole las piezas sueltas de la cara, aplicándole un poco de maquillaje en los pómulos, etcétera. Sólo los gusanos conocen nuestro rostro. 

SEDUCCIÓN

Hasta hace unos años la sociedad aceptaba a pies juntillas la frase "Un buen profesor es aquel que seduce a sus estudiantes". Hoy la sociedad está dispuesta a encerrar en la cárcel al primer pederasta que la ponga en práctica.

15 de marzo de 2015

Paladiario (III): un diccionario personal

GOL

Arrastramos nuestro pasado de horda y de barbarie como el peregrino lleva a cuestas sus trebejos. Lo vemos en nuestra tendencia a la integración con los otros, dejando a un lado actitudes solitarias, para disolvernos en el espíritu del grupo.
Cuando en las pocas veces que asistía a fútbol en el estadio de mi ciudad, pensaba justo en esto. Abstraído de los otros gracias a los tiempos muertos del partido, observaba las acciones estereotipadas, francamente automáticas de los asistentes, aquellos hinchas de sangre o de ocasión que, guarecidos bajo la amplia sombrilla de la horda, gritaban a los jugadores de su equipo e insultaban a los del contrario; se desgañitaban contra el árbitro porque desfavorecía a la divisa amada o le pedían --como si fueran a ser escuchados por Dios-- al director técnico que sacara a uno y metiera a otro... Todo en el estadio era fanfarria, gritos, susurros, alaridos ahogados porque un balón pegó en el palo o por una atajada monumental.
Pero existe una voz que rompe la caótica armonía de esta algarabía y que más bien la uniforma como si de pronto los hinchas evolucionaran en un segundo del orangután al barítono. Es el grito que más se espera en un partido, aunque también el que menos se desea (depende del bando que integremos). Para articularlo con todas las venas es que se va al estadio, donde resuena a los cuatro vientos, a cielo abierto, mientras que el mundo se estremece durante los dos, cuatro, seis segundos que dura su ardiente brevedad. Es difícil sustraerse a la emoción: saltamos en nuestro sitio, alzamos los brazos al cielo, abrazamos a al otro; la ola rompe en nuestra lengua y en la resaca quedan la emoción y el anhelo de otro instante como ese.
El gol representa nuestra efímera desintegración en la garganta de la tribu.

HUMANO

De vez en cuando se pregona que el mundo está al borde de la deshumanización y que tanta borrachera tecnológica anulará cualquier vestigio humano en nosotros. Es más: se dice que los artificios electrónicos ya han hecho que algunas importantes actitudes humanas hayan caído en el olvido: escribir a mano, leer libros impresos, besar sin la intermediación del emoticón o cargar un mapa en nuestro viaje donde vamos marcando los lugares visitados o los destinos favoritos. Esto para no hablar de la IE y de la eterna sospecha de que los robots algún día nos aniquilarán.
Descreo de que nos estemos deshumanizando .Todo lo contrario: pienso que el mundo hoy sufre un estado de sobrehumanización. El contacto "en tiempo real" a través de la Red y el sistema GPS que permite saber dónde anda el otro; la vertiginosa construcción de centros comerciales, hipermercados y grandes superficies que auspician la convergencia masiva; los sistemas urbanos de transporte masivo, cada vez más sofisticados en algunos países y más atrabiliario en el nuestro; el auge de los conciertos y de las audiciones a manos de artistas que solían salir poco antes de la decadencia del LP y del CD; en fin, la descontrolada sobrepoblación, que en mucho favorece a los "demócratas" y a los publicistas, todo nos dice que lo humano es actualmente una realidad aumentada para la cual lo íntimo, lo subjetivo, lo individual, lo soberanamente yo, es hoy una utopía.  

IDEOLOGÍA

Creemos que somos como el mundo nos ve, cuando en realidad somos como vemos el mundo.

JAIME

Uno está hecho de muchos días pero de muy pocos nombres. Jaime señala al amigo íntimo que tuve entre mis 11 y mis 14 años. Alrededor de nosotros el mundo parecía un amasijo de necedades frente a lo que compartíamos: pensamientos comunes, programas radiales, obsesiones alrededor del rock en español y del fútbol argentino. Fundamos un dúo con mucha letra y poca música; diseñamos un plan para escapar de casa a pie o en bicicleta (yo cumplí una parte, ya verán); disfrutábamos de un nuevo Long Play y poníamos los cassettes al revés, buscando mensajes subliminales en las canciones de "Soda Stéreo" y de "Suburbia Total"; nos burlábamos de los tontos vestidos de galanes y deseábamos niñas y mujeres imposibles. Además admiraba su capacidad de trasnochar preparando un examen, aprendiéndose una lección o meditando, y solía despertarlo a punta de balonazos en la pared exterior de su cuarto los domingos para que fuéramos a la cancha a jugar al tiro libre.
Todo esto fue después de que él pasara por tres años de una psicosis obsesiva que incubó luego de leer dos veces La Biblia. Jaime era huérfano de madre y vivía con su papá y su hermana en el primer piso de la enorme esquina sur de mi cuadra. Eran los años 80 y empezaban a nacer pequeñas comunidades de oración en las salas de algunas casas. Jaime asistió a una de ellas y en su motivación leyó La Biblia; como no entendió, la releyó, y entonces las voces poblaron su mente: "No camines por allí porque si lo haces muere tu padre"; "Si te bañas tu hermana será violada"; "Quédate quieto, quieto, quieto y así te salvarás". Las voces condicionaban su modo de dormir, de hablar y de caminar. Lo supe después, cuando ya éramos amigos y él sobrellevaba con juicio un tratamiento psiquiátrico a base de, ¡cómo no!, raciones de pastillas diarias que normalizaban bastante su trato con el resto de amigos, lo ponían de más o menos buen humor pero no lo eximían de que le dijeran "Robotillo" por su manera condicionada de andar.
Lo cierto es que Jaime marcó mi personalidad porque, más allá de su continente psíquico, la forma irónica de ver el mundo, las ocurrencias, algunas de sus lecturas, las hipótesis sobre posibles eventos fatalistas y su modo de vida (austero, tranquilo) coparon mis intereses en el alba de mi adolescencia. Pienso que a esa edad un amigo es como un oasis en medio del desierto de la vida. Eso fue él gracias a las conversaciones, las canciones aprendidas y las caminatas sabatinas por el barrio y otros lares aledaños en busca de noviecitas.
Crecimos. Él alcanzó los 18 años y yo los 16. Me había cambiado hacía mucho tiempo de barrio pero seguíamos viéndonos. Yo tuve un amor platónico y él su primer empleo en un reconocido hotel de la ciudad. Saliendo de casa, en el barrio nuevo, durante algún día de 1991 --cuando él estudiaba Bioquímica, que abandonaría por la ingeniería agrícola--, a la altura de la esquina donde funcionaba la fotocopiadora nos topamos con tres billetes de $10.000 celosamente enrollados, como si hubieran caído de algún escote afanado. Él los recogió. Dos cuadras después supimos que éramos ricos. Fuimos a un centro comercial, entramos a una librería (pero nos pareció que era un sacrilegio gastar la plata en libros) y terminamos yendo a una casa de masajes. Del resto del dinero recuerdo muy poco, la verdad.
Tiempo después Jaime siguió yendo a casa. Me preguntaba si seguía escuchando voces y así le dije una vez: "¿Cómo vas con aquello de las voces?". Sin vacilar, frotándose las manos enjabonadas en el lavamanos, enjuagándose y secándose, me respondió: "Ya estoy curado". Me alegré y le insistí en que me dijera cómo sabía que estaba libre de esas presencias. Me contestó: "Las voces siguen, están allí, pero ahora yo no les hago caso".
Jaime era sencillamente genial.

LIBRO

Cuando escuchamos la expresión "Esa persona es un libro abierto", imaginamos a alguien desprovisto de secretos, sin tapujos, abanderado por la mayor sinceridad. Nada tan equívoco: un libro es un objeto que guarda un universo impredecible, que intenta completarse, sin decirse nunca del todo, en los intersticios, al margen, donde está el lector sediento de mentiras verdaderas.

MENTIR

Quien miente no es cobarde; más bien está cargado de valor pues su objetivo es doblegar al otro, embaucarlo en un avión que sigue coordenadas "fantasmas". Mentir es un acto amoroso, tanto como el amor es una amalgama de ilusión y adrenalina, y necesita, como aquel, de dos para ser.

Cuando quien miente fabrica su treta, es consciente de que está en la mentira, pero cuando la comunica pasa a constituirse en portador de su "verdad". Con esa convicción enfrenta al otro, y a veces poco le importa que éste termine subyugado ante la invención. Por ello el mentiroso, después de su retahíla, concluye, determinante: "Usted verá si me cree o no". Sin embargo, cuando, como nos pasó a todos en la infancia, es atrapado en su mentira, no le queda de otra que bajar la cabeza y diluirse lentamente debajo del tapete más próximo.
En todo caso, mentir debe ser el arte de fabricar verdades imperfectas.

NOMBRE

En condiciones normales, asignado como a todos, el nombre es la mayor arbitrariedad que se cierne sobre nosotros después de la ceremonia del parto. Y digo "condiciones normales" porque los hay que al llegar a adultos cambian su nombre, es decir, ejecutan una labor de reingeniería desde los cimientos de su personalidad. Pero el nombre, aquella palabra que el notario avala incluso si es la más larga y absurda y singular de todas, representa de manera amplificada el poder que tiene el otro (el padre, la madre, la cultura en todo caso) sobre nosotros. Después vendrán los profesores, la policía, el guarda de tránsito: todos nos llamarán por nuestro nombre (si recurren a nuestro apellido se dirigen a lo público, es decir, a lo social, mientras que el nombre obedece al entorno privado, a lo individual) y terminamos reducidos a esa palabra que nos identifica.
El nombre es fruto de una elección igualmente arbitraria. Los padres intentan conciliar: "¿Entonces cómo le vamos a poner?". Fue Hernando pero pudo ser Joaquín, el nombre de mi abuelo. Venció el primero, que además llevó mi padre. Desconozco el origen de la palabra, aunque la asocio a algún germanismo colado hace siglos en el castellano. El nombre me esperaba desde entonces, cuando fue privado y público a la vez, pues otros tantos lo llevaron por España y lo trajeron a América.
Pero el nombre también es un acto de dominación. El ser humano es el único animal dotado del poder nominal: las plantas, las aguas, las especies animales, el Universo y las Galaxias tienen nombres por el sólo hecho de que necesitamos ponerlas en la regencia de lo humano.
El nombre representa tanto la voluntad de dominio, que al llevarlo incorporamos para siempre la voluntad o el libre albedrío de quien lo escogió y nos lo adjudicó. En realidad terminamos siendo el otro y por eso llegamos a ser nosotros.

ORGULLO

El orgullo es como el residuo de café almibarado que reposa en el fondo del vaso y que la abeja disfruta cuando las moscas se han ido.


PROFESOR

El profesor es el alfarero invisible de la sociedad. Sus manos están expuestas al barro o a la arcilla para modelar espíritus. No obstante, al darle forma a la materia, el profesor está modelándose, ante todo. Eso es lo valioso de este ejercicio donde la voz y las manos materializan lo meditado, lo leído, lo creado, a través del habla y la escritura. Cuando la ejerzo siento que eso que llaman "trabajar" es más bien un acto de divertimento responsable a cuya función uno desea que el otro asista confortablemente.
Tareas en las que debe consagrarse el profesor:
1. Exigir siempre lo que pueda hacer o cumplir.
2. Saber reírse de sí mismo.
3. Desacralizar lo solemne.
4. Escuchar.
5. Asistir a clase no para dictarla sino para aprender.

12 de marzo de 2015

Paladiario (II): un diccionario personal

ENERGÚMENO


Como todas las esdrújulas, la palabra es larga y sonora. Sus diez letras vociferan. Incluso puede decirse que es, además de extensa, ancha, maciza, similar a esos fortachones de caricatura que se emplean a fondo contra los héroes frágiles o que abrazan a las heroínas pálidas en las novelas góticas.
Leo por allí que el "sustantivote" significa, esencialmente, poseído. Califica, además, a alguien que por rabia está fuera de sí; exaltado; insultivo; irreflexivo; en potencia un criminal o un látigo humano. También denota loco, patán, grosero y altanero. El energúmeno es presa de su más bajo impulso: enrojece, suda, exhala; grita y con esto anula al otro, a quien le repite "ESCÚCHAME", lo cual traduce un puño simbólico o una mordaza de aire pegada a sus labios. 
De todos los energúmenos que pasaron por mi lado, evoco especialmente a un colega, practicante como ninguno del arte del vivir fuera de sí en ciertas conversaciones o encuentros accidentados entre él y sus congéneres. Una noche de jueves, mientras salía de una clase, me topé con él. Aprovechó la ocasión para remover tierra de otro asunto y se acercó a mi rostro con la inmensa necesidad terapéutica de insultarme. Y lo hizo, en voz alta, amenazante; provisto de mal aliento y caspa en sus hombros; empleándose a fondo contra un sujeto que como yo esa noche sólo quería llegar a casa y tumbarse en un sofá. Antes de ponerme a tono con su alegato, preferí dejarlo encarcelado entre los barrotes de su rabia y me perdí en la noche junto a los estudiantes que también iban hacia sus casas.
El energúmeno, ese monumento a la bestialidad humana.

FAMILIA

La muerte, el gran asunto humano, cargó con mis padres y con mi hermana menor. Ellos, junto a mi otra hermana --que, como yo, les sobrevivió-- fueron mi familia nuclear: papá, mamá y tres hijos; como decir la familia ideal en Colombia entre las décadas del 70 al 90 del siglo XX. Mis padres, a propósito, habían nacido entre partos numerosos, tal como se estilaba en nuestro medio hasta mediados de ese siglo. Pero nosotros, los hijos de los años 70, quizá fuimos planeados para vivir en casas con dos salas, con grandes aunque menos numerosos cuartos y con un enorme patio dónde jugar o esconderse a llorar. Tal vez en ese plan estaba incluida la compra de un automóvil con capacidad para cinco pasajeros, y no en vano por esa época lanzaron en el país el Renault 4, con el emblemático anuncio de ser "El carro colombiano". 
Hoy la noción de familia ha cambiado y con su transformación también fue alterada la noción de "Hogar". Fuertes resistencias y aceptaciones mayoritarias orbitan en torno a dicha metamorfosis, que pasa por el estallido del binomio Papá-Mamá, la aparición de parejas del mismo sexo al comando del nuevo hogar, cuando no la prevalencia de madres o padres solos a la cabeza de la familia contemporánea. No obstante, persiste la instancia fundamental para la inclusión social del ser humano en la cultura. "Familia es familia", como dice la canción.

6 de marzo de 2015

Paladiario (I): un diccionario personal

AÍDA

Mi madre. Sentado a su lado, en el patio de la casa de infancia, aprendí el valor de leer en su doble acepción: el mundo a través de universos cifrados en letras que van juntándose para ser palabras duras o maravillosas, y el tesón que para un niño implica incorporar las palabras a su piel real y simbólica.
Mi madre. Sentado a su lado, en la cocina de otra casa, disfruto de aromas, calores, colores, sabores que aprendo a la fuerza, pues el hambre acosa porque debo ir a clase o porque simplemente deseo que ella, mi madre, me sirva, se sirva entera en la sopa o el arroz con pollo que parecía reunir sabores ancestrales salidos de sus manos de enfermera.
Aída se llamaba. Murió hace 10 años, bajo el rigor de un cáncer que no le impidió compartir conmigo, dos días antes de su adiós, un plato cuyo sabor recuerdo poco. Me queda una sospecha: quizá los seres que amamos y que desaparecieron ya son el banquete invisible del cual el alma se alimenta.

BICICLETA

Quizá el mayor símbolo del principio de individuación moderno sea la bicicleta. Sujeto, soledad, libre albedrío, intimidad, azar, vulnerabilidad: todo lo que se cierne encima del ser transita por el camino sobre el cual rueda el velocípedo. 
No en vano el ciclista vaga en la intemperie; expuesto a los elementos terrestres, fusiona su cuerpo con el viento y simula ser un semidiós en medio de los ángeles caídos que van en buses y en automotores, esos sarcófagos donde los sueños se pudren.

CIUDAD

Después de la expulsión del paraíso, la estirpe de Caín fundó y habitó la ciudad. Luces y sombras señalaron sus pasos; el cemento y el aslfato vencieron el ímpetu indefenso del bosque y del aire; de pronto el aliento y la sangre se hermanaron para orientar los pasos del hogar al bar y de éste al funeral. Pero en medio de todo, en la ciudad, esa babel irredenta, aún era posible ver a los niños jugar al escondite. Hoy los niños desaparecieron y quedan mujeres llorando la partida de su amor, sentadas en una banca de un parque donde el sol muere en la frente de la estatua.

DIARIO

Escribimos el diario para inventar un pasado que ya no existe en un presente que se diluye en el futuro que nunca será.

4 de marzo de 2015

Escoliosis (I)

Toda lectura es un acto de terapia respiratoria.
* * *
Gatear conduce a caminar y leer lleva a escribir.
* * *
La escritura laboriosa suda; la ligera palidece.