Viernes Santo en Buga, Valle del Cauca, Colombia: en el camino, ríos lamiendo los puentes, hinchados de agua y palos remotos. Al llegar, arroyos de gentes que buscan mitigar su sed de redención amarrándose a un escapulario o bebiendo el agua que en breve será santa. Peregrinos en filas para ascender al camarín de la Basílica: algunos miran con desconsuelo el horizonte poblado que deberán cruzar antes de reclinarse ante el Cristo milagroso; otros maldicen en silencio al sol y también al prójimo que intenta 'colarse'. Una voz, la del mercader de estampas, repite sin tregua: "La oración para el mal genio".
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Miles de inscripciones aferradas a las paredes sagradas: muletas, ropas de recién nacidos, medallas, actas de grado, fotos de automóviles, brazaletes, trozos de madera, de mármol, de algo donde miles de peregrinos eternizaron su fe y su gratitud en una polifonía sacra que repite esta letanía: "Al Señor de los Milagros por los favores recibidos".
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La indígena salvó de las aguas al pequeño crucifijo que pronto desafió las formas y creció hasta convertirse en aquel suceso que uno ve ahora: un Cristo enorme que resistió la furia del agua y la consumación del fuego, y que miles de ojos veneran desde 1665, mientras que miles de manos frotan la base del altar que lo guarda. El peregrino engulle la carne de Cristo gracias a las imágenes que archiva en su cámara fotográfica o en su celular, e incluso puede mandarle a alguien un mensaje de texto en tiempo real, es decir, en ese tiempo de comunión con la eternidad: "Tenés que verlo. Estoy llorando. Le pediré por nosotros".