19 de diciembre de 2022

MEDITACIÓN SOBRE EL MANJARBLANCO

Yo comía manjarblanco pensando encontrar en el fondo del mate, en el centro mismo de aquella dulce fusión sideral, una razón de los dioses, una verdad de a puño, una pepita de oro acaso, o una frase como aquella que traen las poco afortunadas galletas de la fortuna.

Pero no. El manjarblanco, el nuestro, el que escribo uniendo las palabras para indicar su herencia híbrida, me decía otras cosas, como si en la lengua, mientras jamás se resistió a diluirse en mi saliva y en mi sangre, susurrara noticias de las batallas que laten en su origen: la mano blanca y la mano esclava; el trapiche, el dolor y el azúcar; el celofán y la negrura. El mantel blanco y el tizón ardiente.

Una página electrónica declara lo que el manjarblanco desmiente. Por ahí se dice, con razón, que se trata de un postre hecho a base de ingredientes principalmente blancos. ¿De donde acá entonces el trigueño manjarblanco que nos seduce con su empalagoso mulataje?
Tengo para mí que es gracias al erotismo de la paila y el fuego donde fornican los elementos para dar vida a lo inevitable, a lo advenedizo, a lo remiso de toda pureza y de toda pretendida estabilidad étnica. El manjarblanco, el nuestro, el de ojos-pasas y boca-breva y carita asperjada con coco, es el máximo emblema de la deconstrucción cultural en el Valle del Cauca, donde lo blanco-blanquito y lo negro-mestizo-mulato se diluyen en el hervor perenne de la paila social.

Coda:
El arequipe es un manjarblanco aristócrata.

10 de diciembre de 2022

UNA FLOR QUE GERMINA EN LA GRIETA

En la imagen múltiple que vemos aquí convergen la bicicleta y un salvavidas. En el afuera de la lectura aparece, insinuado, un tapabocas. De algún modo, los tres artefactos se refieren a individuos, a acciones de salvación, a emergencias vividas en la doble acepción de la palabra: la salida a la superficie luego de estar en el fondo, casi a punto de sucumbir por ahogamiento, y, también, la situación apremiante en la que nos pone un accidente, un suceso inesperado, la desazón misma que amanaza nuestra vida.

En Comenzar de cero (Rey Naranjo, 2022) diez crónicas de varia factura narran sucesos la mayoría infelices, pero que tuvieron una segunda oportunidad para enmendar su carácter emergente en la piel de diez seres humanos atravesados por dos variables: la condición desplazada y/o migrante y la pandemia por covid-19 de 2020.

Foto: Hernando Urriago Benítez
Cada una de las crónicas está firmada por un o una periodista que sirve de depositario de una historia de vida. Así, nos encontramos con el relato indirecto, pero en todo caso con el desgarramiento y la resiliencia frentera de seis mujeres y cuatro hombres, todos y todas con arraigo en Bogotá, Medellín o Cali, Colombia; seis procedentes de Venezuela, de donde la mayoría salió tras la debacle social y económica vivida por ese país sobre todo luego de 2017; cuatro más de origen colombiano, desde un país profundo que ha sobrevivido a mil violencias. Tienen en común las diez personas que al afrontar la violencia, el abuso, el menosprecio étnico, la cuasi anulación de su condición humana, además de la estigmatización por la decisión sexual, renacen de las cenizas, se reinventan, empiezan de cero, sí, para afirmarse en la vida, más allá de la angustia y el desconsuelo.

Aunque la escritura, desde el punto de vista estilístico, es desigual, vale mencionar por su calidad y al mismo tiempo por el énfasis en la historia de vida la magistral crónica que José Guarnizo titula 'Marcos, la historia de un hombre invisible'. Se trata de un venezolano, Marcos de Jesús Rey, quien luego de desertar de la Guardia Nacional Venezolana en 2017 escapa a Colombia, terminando luego en Chile, donde trabaja como domiciliario en una bicicleta. El punto crucial es que al entrar en la crónica lo encontramos de retorno, clandestino, con su valor y su bicicleta como únicos escudos, haciéndose insivible a los ojos de la soldadesca que custodia el paso fronterizo entre Chile y Perú. Al cabo de 6000 kilómetros, Marcos regresa a Colombia, para vivir en Rionegro, Antioquia, desde donde cuenta su periplo.

Podría destacar otras crónicas que retratan el dolor, la desazón y el valor de hombres y mujeres cuya otra característica es tener hoy un empleo fijo, a pesar del pesar de la pandemia que asoló al mundo entre 2020 y 2021. Pandemia que para mucho y muchas trajo la pérdida de la esperanza, cuando no del trabajo a destajo y los vínculos familiares. Pandemia que resuena en esta páginas donde aparecen, casi como entidades salvadoras, el Gobierno de Canadá, la ONG Curso Internacional y el Ministerio del Trabajo de Colombia, que de algún modo han actuado para asegurar que las diez personas tengan una mediana estabilidad laboral.

Como sucede con otra de las personas aquí protagonistas, se trata de diez almas que renacieron cual flores germinadas en medio de las grietas de una realidad dolorosa, aunque siempre dispuesta a dar revancha.

5 de diciembre de 2022

LA BICICLETA, NO IMPORTA CUÁNDO NI DÓNDE

Antes de escribir estas líneas rumiaba una pregunta: ¿Cómo reseñar una novela gráfica? Me digo, No importa, lo fundamental es decir lo que el libro, en este caso uno dedicado a las bicicletas --no importa cuándo ni dónde--, dejó en el alma. ¿Decir cuántas ilustraciones traen estas páginas? ¿Resumir las viñetas? ¡Imposible! Y más que imposible, innecesario. 

Con Todas las bicicletas que tuve (La Silueta, Bogotá, 2022), de PowerPaola, pasa esto: la autora-narradora, que también ocupa el centro de la historia, cuenta las historias de sus bicicletas, de sus amores y en parte de las ciudades donde rodó desde la infancia hasta ese periplo vital que llamamos adultez. Al tiempo que ella crece y deambula por diversas ciudades del mundo latinoamericano (Bogotá, Quito, Cali, París, Palmira, Buenos Aires, Medellín) al lado de su familia o en soledad, también llegan los amores y desamores. Hacerse mujer en bicicleta es el tema de esta novela gráfica. Hacerse al camino, entre el amarillo de un collar que la acompaña, tal vez el signo de su identidad, y el rojo del sueter de uno de sus compañeros, aun si ese camino trae caídas, sinuosidades, vacilaciones, desengaños, o espera con las fauces abiertas de un caimán posado en un sumidero simbólico por donde la mujer parece caer.

La novela es un hermoso homenaje a las diversas bicicletas que, no importa cuándo ni dónde, marcaron esta vida entre 1996 y 2017, cada una trayendo y llevándose una historia: la Chopper, la BMX, la Mountain, la Giant, con sus nombres de batalla (Aurorita, La China, La Salvadoreña), metáforas móviles de un tránsito por el mundo más allá de las posiblidades que otorga el caminar o las limitaciones que impone el automóvil. Porque, como recuerdo haber leído en alguna de las viñetas entre los siete capítulos que componen esta verdera obra de arte, la bicicleta se convierte en nuestro hogar, sobre todo cuando la deriva apunta al extravío. 

Todas las bicicletas que tuve de manera irremediable nos pone frente a las bicicletas que también puso el destino en nuestro andar. La primera fue una monareta amarilla, sobre la cual imitaba a Centella, acabando la década de 1970 del siglo pasado. Recuerdo con enorme cariño la BMX Azul de segunda mano regalada por mi padre (quien decía haber pagado por ella $3000 en 1983) y con la cual di muchas vueltas por mi barrio, donde competíamos por el simple placer de compartir adrenalina. Después, muy lejos de la niñez y de mis amigos primordiales, estuvo la MTB morada que compré en el centro de Cali por $115.000 en 1998; con ella iba a mi primer trabajo docente y los sábados y domingos subía a La Vorágine, un lugar famoso por ser el último balneario que sobrevive en la ciudad y porque, claro, es ruta predilecta de los domincletos (los ciclistas de fin de semana). De 1999 a 2012, por motivos que tal vez comente en otro lado, pero que incluyen estudio, trabajo, familia, hogar, amigos, sedentarismo libresco y jolgorio noctámbulo, tuve un prolongado ayuno de las bielas, hasta que a finales de 2012 llegó la Specialized Hard Rock que me salvó la vida. Después, en 2013, la Trek DS híbrida con la que fui a Ecuador y recorrí medio Colombia hasta La Guajira, más tarde la Specialized CrossTrail Élite de 2017 que también tuvo su historia, y por último las tres que me acompañan durante muchas mañanas y no menos mediodías de hoy: las Trek X-Calibier y la Émonda para montaña y ruta, respectivamente, y la Tribu, llamada #LaBicicletaDeMontaigne, de gravel, hecha en Bogotá y que me acompañó a descubrir la magia de Chocó.

Cada bicicleta que tuvimos, esté presente o haya partido de nuestras fronteras, lleva la impronta del niño o del adolescente o del adulto que fuimos. De algún modo seguimos pedaleando en ella, cual fantasma cómplice de otro que la heredó o la compró o, en el peor de los casos, la raptó por el puro placer de atesorar kilómetros y utopías a lomo del viento.

2 de diciembre de 2022

LA VIDA EN ESCOMBROS

Salgo de la lectura de Lo que no fue dicho (2021), novela autobiográfica de José Zuleta Ortiz. El reciente Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura ha puesto a su autor bajo los reflectores de nuestro campo literario, donde no obstante ya la obra suscitó desde su publicación recepciones juiciosas. Más allá de esto, sin embargo, la novela refulge por sí sola, sin necesidad de la azarosa vanagloria que otras obras demandan para perdurar en la gratitud de sus lectores y lectoras. Zuleta configura un narrador situado entre la infancia y la edad adulta para recoger de las márgenes de la memoria los escombros de un relato donde la experiencia íntima orbita alrededor de la madre ausente, del padre omnipresente, del origen de su vocación por la palabra, de la vida misma que fluye entre partidas de ajedrez, lecturas fervorosas y el nomadismo, ese buscarse a sí mismo en medio de una desolación en la intemperie.

El narrador es José o "Pepe", como lo vemos mencionado en algunos segmentos del libro. "Soy José, leo, soy lector, de, leo literatura", se presenta, ya avanzado el relato, frente a una de las personajes, Esther Landero, quien lo contrata como lector personal mientras ella casi pierde la vista, lo que impide que lea por sí misma. Nos instalamos en el orden de la auto(r)ficción para reconocer la oscilación entre realidad y ficción que proporciona la tensa cuerda de la palabra, del gusto por el decir literario, incluso puesto al borde de un entusiamo lírico donde el autor revela su estirpe poética. También aparecen explícitamente nombrados la abuela Margarita Velásquez, los bisabuelos de cal y oro del autor devenido en narrador, los hermanos Silvia y Fernando, algunos amigos, algunas amantes, actores reconocibles de la historia contemporánea de Colombia (Fernando González, el Padre Camilo Torres, Héctor Abad Gómez, Carlos Gaviria), ciudades nacionales y otras internacionales (Bogotá, Medellín, Cali; Madrid, Barcelona, París, Lisboa), y la madre, María del Rosario Ortiz. Nombres propios, marcas identitarias que sin embargo eluden los nombres directos del abuelo paterno y del padre mismo, reconocibles en el campo externo de referencia como Estanislao Zuleta Ferrer (inmolado en el mismo accidente aéreo donde perece Carlos Gardel el 25 de junio de 1935) y Estanislao Zuleta Velásquez, Estanislao Zuleta a secas, cuya impronta en el campo intelectual colombiano (profesor, filósofo, consejero de paz) es más ampliamente reconocida.

Eludir el nombre del padre omnipresente, quien marca el destino del autor-narrador-personaje, significa mucho, casi todo, para esta novela donde se supone que el trasfondo es el encuentro tardío con la madre en la vida adulta, cuando José decide contar su vida, apresar en el relato lo que fluyó en la infancia, la adolescencia y la primera adultez. Eludir el nombre del padre es un modo de renunciar a su enorme y a veces anómala influencia. Eludir al padre para encontrar una posibilidad de ser, de afirmarse en la Tierra sobre los andamios vacilantes de una vida nómada, a la intemperie, de un lado a otro, sin otra familia más que el ajedrez, los libros, las gentes que se encuentra gracias a viviendas de alquiler, trabajos varipintos (ayudante de camión, mensajero, auxiliar de imprenta, publicista empírico, poeta) y amores entre lo febril y lo fugaz. Eludir al padre, en fin, para echarse a andar sin otra convicción, dolorsa bandera, de erigir un destino en solitario, exento de la mirada inquisidora de la institución familiar. De ahí el abrazo de la ficción, que además sirve para decir, no decir o des-decir. Para escribir lo no dicho (entre hijo y madre tardíos). La ficción para reconstruir una "vida turbulenta y azarosa", y también para desaparecer, "ser al margen".

Desde su adolescencia, José escribió un diario. En estas páginas fueron apareciendo el comercio con la palabra y el deleite de la memoria. El diario contiene los gérmenes de la memoria al margen, que luego planta semilla y crece en el relato por y para la madre. Pero sobre es todo un relato por y para antes del olvido. Aquel diario contiene al poeta en potencia y al nómada en acto: de Chile con Cuba en el barrio Prado, en Medellín, donde bullía el paraíso en torno al costurero de la abuela Margarita, a La Buitrera, en Cali, junto a su padre y sus hermanos, como él desescolarizados, fundidos en lo agreste, lo salvaje; de uno y mil lugares en Cali, a un circo familiar, el Circo Ronald; travesía por tierra y mar hacia Mulatos, una isla del Pacífico donde conoce la sociedad comunitaria (más allá de los ensueños marxistas de quienes en las ciudades leen El Capital); de vuelta a Cali, a la noche, al alambique espiralado y a la corona blanca de una rumba eterna; de Cali a Europa, aunque siempre junto a cómplices literarios en su mochila impenitente: Dostoievski, Kafka, Capote, McCullers, Cheever...) y de nuevo a Bogotá, donde la madre espera entre la enfermedad y la desmemoria. 

De lo dicho en Lo que no fue dicho me interesa, aparte del tema del sujeto en escombros que narra y los múltiples decires explícitos o entre líneas, la presencia de la bicicleta, del ciclismo y de la mítica Vuelta a Colombia como asunto evocado desde la nostalgia de infancia. El heroísmo propio de quien se hizo a pulso se asimila al esfuerzo sobrehumano del ciclista colombiano (piénsese en cualquiera de los nombres que componen ese altar deportivo), y no obstante el autor-narrador prefiere, afecto a las márgenes, nombres y equipos menores, tomando partido por eso que bulle en las fronteras donde la existencia depara sorpresas. La bicicleta, el ciclismo, la Vuelta a Colombia aparecen ya desde las primeras páginas del relato; más adelante se entreveran con las narraciones miliunochescas en la voz de quienes como Julio Arrastía Brica sabían inventar la épica de bielas, sudor y carretera a través de los ojos de la radio. La bicicleta, el ciclismo, la Vuelta son aquí símbolos no sólo de ese heroísmo que luego el autor-narrador abraza, sino de la fuga, de lo imposible hecho posible, de la dicha en el dolor y del sufrimiento que elevado a lo bello, a lo que trasciende cualquier ramplonería o cualquier vanidad. Valga decir, la lección perdurable de la abuela Margarita, susurro permanente en la autoconciencia de esta gran autonovelación de José Zuleta Ortiz.