31 de mayo de 2021

EDICTO DE LA PROHIBICIÓN

Ante las circunstancias que vive el país y teniendo en cuenta que todo lo que aquí se relaciona incurre en práctica distractora, cuando no reaccionaria, frente a la causa colectiva, se ordena:

1. Prohibir el disfrute del fútbol, pues el fútbol, en estas circunstancias, es una afrenta contra el pueblo.

2. Prohibir la lectura de cualquier literatura que conduzca al divertimento o al ocio, pues leer, en estas circunstancias, es una afrenta contra el pueblo.

3. Prohibir la práctica de cualquier deporte que distraiga al cuerpo de lo que verdaderamente importa, pues en estas circunstancias correr, nadar, jugar a la pelota o rodar en bicicleta es una afrenta contra el pueblo.

4. Prohibir el canto, que acalla al grito, pues en estas circunstancias cantar es alta traición a la condición beligerante del alarido y es una afrenta contra el pueblo.

5. Prohibir la ensoñación, que nos distrae de vivir colectivamente la pesadilla actual y es una afrenta contra el pueblo.

6. Prohibir la ironía y la risa, poses burguesas que en estas circunstancias son una afrenta contra el pueblo.

7. Prohibir el consumo de verduras pues el verde, que evoca la bota opresora, en estas circunstancias, es una afrenta contra el pueblo.

8. Prohibir el baño en las aguas tibias de los ríos y en las duchas de quienes tienen todavía el cinismo de bañarse porque en estas circunstancias son una afrenta contra el pueblo.

9. Prohibir la sensación de hartazgo luego del almuerzo o de la comida, pues en estas circunstancias esa personalísima actitud es una afrenta contra el pueblo.

10. Prohibir, prohibir y prohibir.


28 de mayo de 2021

PEQUEÑA DIVAGACIÓN SOBRE EL INMINENTE FIN DE LA PANDEMIA

Es la primera y quizá la última vez que me refiera aquí a la pandemia. Sí: a ese monólogo contagioso orbital que conmocionó a la humanidad entre 2020 y 2021. Sí: a esa cantata profiláctica de la que nadie escapó, emboscados como estamos por el inolvidable Sars-CoV-2 o Covid-19. Sí: a este grito silenciado entre tapabocas y jeringas de vacunas que, aun cuando todavía no podamos creerlo, culminará pronto, grito diluido en un rumor, en una alerta perenne respecto a otros virus pandémicos que con seguridad vendrán.
Descreo que alguien pueda escribir algo nuevo respecto a las causas y las consecuencias que han dejado estos largos días de aislamiento, confinamiento, cuarentena o qué se yo en nuestras vidas. 
Para empezar, la pandemia inoculó, amén del virus letal (que deja millones de muertos en todo el mundo), ilusiones en torno al fin del capitalismo, la cualificación de las relaciones interpersonales y el aprecio por el tiempo propio más allá de los afanes cotidianos que imponen la casa, la calle y el trabajo. Muy poco de esto finalmente tuvimos: el capitalismo jamás languideció sino que, por el contrario, se revitalizó en nombre de las cadenas de servicios de domicilios, el consumo desmedido de Internet (por vanidad y por necesidad), la evidente demanda de medicamentos y, por fin, el diseño, la fabricación, la compra y la distribución de vacunas. Por otra parte, el hecho de quedar apartados en la soledad del hogar (transformado en aula de clase, oficina, casi clínica), si bien hizo que extrañásemos al otro (del que fuimos abruptamente apartados casi que de un día para otro), al final nos dejó en la orilla donde pudimos entender cuán provechoso puede ser el aislamiento físico-social, que nos evita el tejemaneje que envuelve a nuestras relaciones en la calle, el trabajo y la esfera social.
No obstante, creo que en lo que sí podemos tener coincidencia es en que el tiempo propio se aquilató. Ganó valor. Muchos descubrieron y limpiaron su cuerpo en el orden físico y mental. Otros más aprendieron a cocinar recetas inadvertidas, cuando no que dieron un salto cualitativo al integrarse al mundo de Zoom y Google Meet, y, en el reencuentro con el libro despacharon aquellas lecturas aplazadas o releyeron las páginas de las obras literarias de siempre. Creo que en orden de la individualidad ganamos mucho, a pesar de ésta, bien lo sabemos, recibe determinación, modelización de las redes sociales.
Al sol de hoy, gran número de países del llamado Primer Mundo están a punto de bajar la nefasta bandera de la pandemia. Ingresaron hace dos o tres semanas en aquella fase llamada de "Desescalamiento". Mientras tanto, las otras comarcas, ancladas en el denominado Tercer Mundo, elevan sus niveles de contagio, sobreaguan en la escasez de vacunas y lidian, como Colombia, con innumerables problemas sociales y económicos.
En todo caso, la pandemia será pronto un asunto del pasado, aunque deberemos tenerlo muy presente porque sin duda vendrán tiempos peores. Y por mi parte seguiré llevando en mi cara la bandera indestronable de este tiempo: El tapabocas.

26 de mayo de 2021

LA PALABRA, LA RAZÓN Y LA CARNE

El estremecimiento es inocultable: leer al William Golding de El Señor de las moscas en la vida adulta hace inestable aquella premisa relativa a la necesidad de cumplir con ciertas lecturas únicamente en edad joven, porque después de esa etapa (en apariencia ajena a toda contingencia y todo azar exterior) el destino impone otros intereses que generan ruido, cuando no que imposibilitan nuestro encuentro con las páginas clásicas.

He decidido habitar aun cuando de manera tardía la isla de los niños náufragos porque en el fondo la novela, publicada en 1954 por quien fuera Premio Nobel de Literatura en 1983, nos habla en la edad adulta del contrapunto entre la palabra --representada en la caracola--, la razón --que metaforiza la hoguera-- y la carne --materializada en el jabalí--. Una interacción problemática, que en la isla revela el mundo frágil de las normas, de los contratos sociales y del consenso como rasgos distintivos de Occidente. 

Acordada la necesidad de establecer reglas de convivencia, los niños deben afrontar la elección de un jefe. Ralph, quien ha hecho sonar la caracola gracias a la ayuda de Piggy, termina llevando a sus espaldas esta responsabilidad civil. A través de una y otra asamblea, donde priman la palabra y el respeto hacia el otro, propondrá la divisa que acompaña su estancia en la isla: encender, avivar y conservar el fuego de una hoguera que al producir humo podrá garantizarles un rescate, es decir, la vuelta al mundo de la civilización y de la razón. Desde luego que es cuestión de supervivencia pensar en el sustento físico, más allá de los frutos de la Tierra, y es cuando Jack selecciona un grupo para que lo respalde en la caza, esto es, en el aseguramiento de la carne, lo cual implica una lucha cuerpo a cuerpo contra la bestia, el jabalí en principio esquivo y luego derrotado. Tenemos entonces que Ralph y Jack protagonizan aquel contrapunto entre la palabra, la razón y la carne con sus dosis de civilidad y de barbarie.

En el trasfondo de esto subyace el miedo. ¿Cómo afrontarlo pero también cómo aprovecharlo? La sospecha de que en la isla habita una bestia y su impacto sobre todo en la población de niños menores es motivo para que Jack se erija en el protector, en el cabecilla de un "ejército" que combate el miedo a cambio de una lealtad que lo sitúa como segundo jefe en la otra orilla del río. Entran en escena el animismo, el atavismo, la desprotección y la dimensión diabólica representada en la cabeza del jabalí, es decir, el mismísimo Señor de las moscas.

La necesidad de mantener viva la hoguera y el imperativo de la carne desencadenan la lucha fratricida por el poder entre Ralph y Jack. Las muertes de Simón y de Piggy, así como la destrucción de la caracola, unida al robo del fuego y el aprovechamiento del miedo, todo hace estallar la regulación del débil contrato social que los niños habían logrado componer a su llegada a la isla. La novela, en síntesis, establece una evaluación negativa de la aparente solidez de las normas y de los acuerdos en un Occidente por entonces trenzado en la Segunda Guerra Mundial y después en la calma chicha de la Guerra Fría. Por último, el rescate pone fin a un "juego de adultos" entre los sobrevivientes y confirma que la civilización, con todo y su frágil andamiaje, se impone sobre el bárbaro que todos llevan dentro.

Agradezco que una circunstancia histórica en Colombia me haya puesto en el mundo de Golding, sobre todo porque seguimos afrontando, sin término fijo, la imperfección de la condición humana en su ansiedad de poder y de alimento, de supresión del otro y del desconocimiento de su libertad.

24 de mayo de 2021

HUELE A PODRIDO

He regresado a mi blog después de mucho tiempo. Recuerdo que mi primera entrada, luego de la justificada nota por el nombre mismo de esta página virtual (A cálamo corriente: A pluma alzada, que es lo mismo), divagó en torno a ciertos alimentos que salvarán a la humanidad --según dijera Umberto Eco en la antesala del siglo XXI-- una vez afrontemos tiempos de hambruna generalizada e irreversible. Dichos alimentos, en concreto cereales y leguminosas, tienen el alabado poder de eludir, al menos por un buen trecho, la espada de lo perecedero que se cierne sobre la mayoría de cosas comestibles, ingeribles y defecables por el ser humano. 

Hoy vuelvo, al menos desde la memoria, a esa nota de enero de 2011, más de diez años después, no sólo porque casualmente aquí donde vivo hacemos fríjoles ahora sino porque el olor a podrido que emana del corazón del país, de Colombia, pareciera estar a tono con aquellos alimentos frágiles frente al riguroso carácter del tiempo para deteriorarlo y corroerlo y envilecerlo todo.

El aroma a cadaverina, en todo caso, viene desde los tiempos fundacionales de eso que con tanta pompa y dolor llamamos Patria. No en vano está, aunque no vuele muy alto, el cóndor en el escudo nacional. Ese cóndor, rey de reyes entre las aves de rapiña. El cóndor, padre de los chulos que hurgan, cual políticos en campaña, siempre en campaña, en las entrañas de los cadáveres que vomitan nuestros ríos. Chulos que por estos días sobrevuelan las ciudades y los campos de Colombia esperando a que por fin se desgonce el muerto que la Patria lleva adentro.

Para mantener la noción del contexto quiero recordar que afrontamos un Paro Nacional Indefinido desde el 28 de abril de 2021. Multitudes espontáneas y otras bastante organizadas, en secreto y en público, decidieron plantársele al gobierno de turno (que por su carácter endeble, mendaz y corrupto evito nombrar) en función de carencias centenarias, cuando no en nombre de un principio de oportunidad ligado al incendio, al saqueo y al deterioro del espacio público durante por lo menos tres semanas infernales. Lo que ha seguido desde entonces fue


represión de las fuerzas del orden, un bloqueo generalizado de vías y ciudades, arengas criminales, alianzas oscuras entre quienes protestan y quienes aprovechan el grito herido para desestabilizar al país (¿Cuándo ha sido estable?) y dejarnos ad portas del caos total.

Todo huele a podrido: gobierno, políticos, manifestantes, periodistas, fuerza pública, sociedad civil, servil, vil. En la olla sin fondo de Colombia, donde se cocina desde épocas remotas la sopa de la Violencia, puede que aparezca un fulgor de confianza en medio de la desesperanza. Por ahora prefiero seguir el camino de Pangloss, en Voltaire, y refugiarme en mi propio jardín, donde si bien no escancio los mejores aromas (la Patria, omnipresente, huele a podrido en todas partes) por lo menos me siento a gusto con los míos, con mis libros y con mis palabras.

Imagen: http://archivobogota.secretariageneral.gov.co/noticias/caricaturas-del-siglo-xix