Me gusta
pensar en un día cualquiera de 1999 en la Ciudad de México. Me gusta imaginar a
Carlos Monsiváis preguntándose, como Roland Barthes, por dónde empezar su
reflexión acerca de algo que le carcome el coco desde siempre, aun cuando se
apreste a decirlo como por primera vez en un ensayo que hará época: "Del
rancho al internet". Me gusta ver al gran mago hermeneuta de la cultura
popular latinoamericana, abandonar de pronto su casa de Portales y echarse a
andar para ponerle el ojo y el paso a las migraciones culturales que bullen en
la calle; para tomarle el pulso al corazón móvil de una urbe que sintetiza en
el Zócalo, en el Metro, en los vestigios prehispánicos, en la ruinosa
arquitectura de Conquista y Colonia, en los jóvenes que intercambian besos y
sexualidades, en las mujeres que fundan el feminismo combativo del "Pinche
cabrón, no mames más"; en fin, en todo, aquello que elucubrará en las
primeras líneas de aquel ensayo magistral:
El siglo
XX es, entre otras cosas y muy fundamentalmente, época de migraciones,
voluntarias o forzadas, causadas por el ansia de alternativas, la urgencia de
mejorar el nivel de vida, el afán de aventura, las ganas de sobrevivir.
Me gusta
advertir que de pronto Monsiváis quiere regarlarse una travesura esa mañana y
decide, previa plática con un organillero por aquí y otro saludo de un
estudiante de filosofía por acá, pedirle prestada la cleta, la birula, la
cicla, la burra (como diríamos en Colombia) a ese vendedor que parece
dormitar en una banca de la plaza Garibaldi. Entonces, reconciliándose con el
niño nómada que debió haber sido en aquella vertiginosa ciudad en los años 40
de su siglo, arranca por el Eje Central y se nos pierde de vista para saltar,
años después, sin que ese otro autor sienta su simbólico rodar, a los predios
de Michel Maffesoli, quien hará apología del nómada y de la vida errante en
tiempos de posmodernidad, cuando el estertor de una época cimentada sobre las
grandes "violencias totalitarias", ha querido normalizar el nomadismo
bajo el parámetro de la movilidad.
Me gusta
imaginar que Monsiváis y Maffesoli comparten ahora un café en algún sitio
aledaño en al Instituto Nacional de Sociología en París, por allá en 1999, años
antes de que el sociólogo francés publique Nomadismo (2004).
En su charla (que me gustaría escuchar mejor en Café La Habana, en el DF)
coinciden de entrada con la insubordinación frente al sedentarismo de la
modernidad, que parece eclipsar la vida errante y alterar el curso de una
alteridad que debería estar atravesada por lo fraterno con y hacia el otro.
Carlos le dice a Michel que él, a propósito de lo que sucede con las
migraciones culturales latinoamericanas (Revolución Mexicana, el cine, la
radio, la televisión, el rock, el feminismo y los trueques entre lo masculino y
lo femenino) piensa consignar esa idea en aquel ensayo que fragua, de este
modo:
En las
metamorfosis inevitables y en los desplazamientos de hábitos, costumbres y
creencias, los migrantes culturales son vanguardias a su manera, que al
adoptar modas y actitudes de ruptura, abandonan lecturas, devociones,
gustos, usos del tiempo libre, convicciones estéticas y religiosas,
apetencias musicales, cruzadas del nacionalismo, concepciones juzgadas
“inmodificables” de lo masculino y de lo femenino. Estas migraciones son,
en síntesis, otros de los grandes paisajes de nuestro tiempo.
*
* *
Entonces
me gusta pensar que a Maffesoli le parece imperativo, inexorable, obligatorio
viajar a América Latina para encontrar el cauce nómada, el anti-sedentarismo,
la confluencia de tradiciones y rupturas, de aquellas migraciones culturales.
En un castellano trepidante, y porque no vio bien qué trajo hasta ahí al
ensayista mexicano, con la familiaridad del cuate, le pregunta a Carlos, quien
se extasía con el azul de julio en París: "Monsi, ¿váis en
bicicleta?".
Ambos
saltan a mi reflexión en una especie de tándem ensayístico para seguir la rueda
de la multitud errante que todo amante del pedal lleva en su alma. Se trata de
darle rienda suelta a lo que Maffesoli llama con Durkheim "la sed de lo
infinito" y perpetrar cierta rebeldía contra el inmovilismo al que nos
condenan aquellos que el novelista Michael Ende llamará en Momo los
"hombres grises", no otra cosa que el poder que lo vuelve sospechoso
todo, hasta el movimiento hacia la reivindicación del uno mismo en el ocio, en
el caminar y, claro, en el rodar por otra orilla, por la tercera margen del
río, en bicicleta.
Ambos,
Carlos y Michel, Monsi-soli o Maffe-váis, son profetas de una vida errante que
para el caso del ciclismo cotidiano (el del trabajo o el consumo) o del
ciclismo transitorio (el del viaje o el del cicloturismo) cada quien vive a su
modo, a su ritmo y a su tiempo. En mi caso, y quizá discrepando un poco con la
naturaleza del espíritu nómada contemporáneo de Maffesoli, vivo el paso en la
ruta ciclística casi que en completa soledad, sin el gregarismo que impone la
espera del otro, aunque bien tiene su agregado positivo en el disfrute junto a
o con este, cuando no el sentido de la amistad, la solidaridad, el juego, la
vivencia compartida, etcétera. Pero en mi caso, aquella vida errante
monsivaismaffelosiana me encanta experimentarla como trashumancia individual
por el sí mismo que busca liberación, dolor a gusto, éxtasis montañoso, sol o
lluvia o niebla para, justamente, dejar atrás la zona de confort.
Pero
confiemos en que la utopía en bicicleta sea la hostia secular de la cual todos
comamos. Por ahora, Carlos y Michel, escritos los ensayos, vistas las ciudades,
examinadas las errancias cotidianas de la contemporaneidad nómada, están
varados despinchando o desponchando su tándem. Claro: porque pincharse o
poncharse también hace parte de ese "arraigo dinámico" que vivimos en
el día a día de nuestras rolling bikes.