Ha muerto Fernando Botero. Imposible dejar de recordar, en este país de bicicletas, letras y pinturas, uno de sus cuadros más famosos: “Apoteosis de Ramón Hoyos”. El óleo, de 1.72 metros de alto por 3.14 de ancho, data de 1959 y permaneció expuesto durante mucho tiempo en el Museo Nacional de Colombia, luego fue a la colección particular del maestro, hasta que volvió a ser noticia en 2002 a raíz de una retrospectiva de su autor en Copenhague (Dinamarca).
El cuadro –que exhibe al primer escarabajo de la montaña glorificado y deificado encima de los competidores que yacen derrotados en medio de bielas y pedales – carga una historia tan épica como la del ciclismo colombiano. Primero, porque en su origen está la amistad entre el pintor y su modelo, ambos nacidos en el mismo año de 1932 y en la misma tierra de Antioquia, un departamento donde la montaña, el café y el ciclismo componen ese cuadro no exento de chauvinismo que llamamos “el orgullo paisa”. Cuentan que los jóvenes Hoyos y Botero interactuaron a raíz de que el primero ejercía de mensajero sobre una bicicleta de hierro (de esas que en Colombia llamamos “panadera”) que le servía para llevar la carne a la casa de la familia del futuro pintor. Segundo, porque cuando estuvo colgado en el Museo Nacional, alguien robó el óleo, que representa un primerísimo paso del pop art en la plástica colombiana de medio siglo XX, incluso antes de que esta tendencia pictórica se imponga desde Nueva York a partir de 1962. La anécdota de lo que sucedió después del rapto la cuenta Fernando Botero a un periódico local:
“Algún día una persona anónima me llamó y me dijo: ‘Maestro Botero, o me compra el cuadro o no lo vuelve a ver’. Le tuve que dar en ese tiempo como 2 o 3 mil dólares y después debí restaurarlo, porque estaba en mal estado” (https://www.elcolombiano.com/deportes/ciclismo/el-dia-que-se-robaron-el-cuadro-que-botero-le-pinto-al-ciclista-ramon-hoyos-ID17270932 ).
Pero la apoteosis de Ramón Hoyos Vallejo, que moriría en 2014, no acaba aquí; o, mejor dicho, había empezado, más allá de sus triunfos épicos en los caminos agrestes de la Vuelta a Colombia, cuatro años antes, cuando entre junio y julio de 1955 su vida y milagros quedaron para siempre en letra impresa gracias a la mano del orfebre de Macondo, Gabriel García Márquez. En efecto, el entonces reportero del periódico El Espectador publicó a lo largo de 14 entregas una semblanza del ciclista antioqueño, quíntuple campeón de la prueba de ruta nacional, con cuatro títulos en seguidilla, de 1953 a 1956. Allí escuchamos de viva voz a Ramón Hoyos –quien, en su infancia en Marinilla, municipio antioqueño situado a 2100 msnm, quiso ser sacerdote-- y también leemos las intromisiones del cronista en función de un personaje sobre el cual la escritura deja ver cierta áurea mística propia de los dioses seculares:
“Hay una permanente romería de admiradores, que quieren conocer los trofeos. Al menor descuido, en medio de aquel desorden de gente desconocida que circula por la casa, se pierde una medalla o una copa. Es una situación de doce horas todos los días, que Ramón Hoyos sólo puede controlar echando llave a todos los cuartos de su casa y cargando las llaves en el bolsillo. Por eso, cuando él no está en la casa, todos los cuartos están con llave, y la pequeña sala con una pared cubierta por la bandera colombiana, se encuentra totalmente llena de admiradores, en espera de que llegue Ramón y les muestre los trofeos. En el curso de esa entrevista, una anciana que había llegado a Medellín desde Sonsón, esperó durante ocho horas para conocer al campeón” (https://documentosjalar.wordpress.com/2012/10/11/biografia-ramon-hoyos-vallejo-gabriel-garcia-marquez/).
No es exagerado afirmar que el arte y la literatura en Colombia empezaron a ocuparse de sus héroes deportivos, en especial de sus ciclistas, sólo a mediados del siglo XX: Fernando Botero y Gabriel García Márquez inauguran ese impulso estético por retratar a “los hijos de la cordillera” (Guy Roger), esos “héroes de la movilidad mecanizada” (Óscar I. Salazar, en "Fervor y marginalidad de las ciclomovilidades en Colombia (1950-1970)") que gracias a sus hambrientos pedaleos en el certamen de la Vuelta a Colombia y en otras válidas menores de algún modo revelaron la geografía épica de un país cuya vida social, política y económica gira en torno a selva, montaña y mar. Son ejemplo de lo que Matt Rendell llama “resistencia cultural”. A la crónica de 1955 y al cuadro de 1959 se suma, saltando etapas, el reportaje del poeta nadaísta Gonzalo Arango sobre otra de las leyendas del ciclismo nacional: Martín Emilio Rodríguez, llamado Cochise, como el jefe apache chiricahua, cuyo nombre significa “tener la calidad o la fuerza del roble” y que el ciclista colombiano (que hoy tiene 80 años) tomó de la película Flecha rota, de 1950. Como escribe Arango, a propósito de la extracción humilde de nuestros deportistas, aquí “los campeones suelen nacer en esos barrios proletarios, con muchas mangas, mucho barro, muchas penas, muchas miserias dentro y alrededor”. Todo esto viene a cuento porque una de nuestras deudas académicas son los Ciclo-Estudios, que el año pasado contribuí a inaugurar bajo el liderazgo de la profesora e investigadora Lucila Navarrete Turrent, quien en el marco del 17 Instituto de Estudios Críticos de México programó un evento ligado a la vida de bielas, piñones, agonías y dos ruedas.
Ha muerto Fernando Botero, que ante Ramón Hoyos quizá en secreto deseó ser también un héroe épico, aunque terminó siendo un amanuense del pincel, cabalgando sueños y pesadillas a lomo de su caballete. Muchas bicicletas y otros artefactos rodantes (un monociclo por aquí, un triciclo por allá) quedaron dando vueltas en algunos de sus cuadros. Por lo demás, en 2014 el super-campeón antioqueño y el hijo de Aracataca se despiedieron de este mundo, en una coincidencia que sólo ocurre entre quienes nacen hermanados por la gloria. Nos quedan sus cuadros, sus gestas y sus obras, para anhelar esa porción de eternidad escrita con los hilos de oro de lo memorable.
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