Pasó un nuevo 23 de abril y no dije nada por aquí ni del libro, ni del idioma, ni de algo sensato que enaltezca a la palabra de Cervantes y de Shakespeare. Ahora que lo pienso, más nos vale para gracia del lector declarar un Día del No-Libro. De este modo lo enaltecemos, ayudamos a preservarlo contra el embate de los muchos, infinitos libros; lo preservamos, le vemos el lustre que impiden en muchas ocasiones los "demasiados libros", fruto perverso de la publicadera y republicadera en la República de los Bibliólatras.
Bien escribió Gabriel Zaid en ese clásico elogio y diatriba sobre el libro, no en vano titulado Los demasiados libros: "Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si alguien lee un libro diario (cinco por semana), deja de leer 4,000 publicados el mismo día. Sus libros no leídos aumentan 4,000 veces más que sus libros leídos. Su incultura, 4,000 veces más que su cultura".
A mi parecer, la culpa de todo la tienen los bibliólatras, ese enjambre de autores que se afanan cada cierto tiempo a publicar algo, bien sea porque tienen hipotecada su pluma y conciencia bajo una firma editorial, bien sea porque al fetichismo se les une la baja autoestima, la angustia del reconocimiento, del nombre manchando alguna portadilla de un libro más, de la fotografía afeando el paisaje en un afiche o en un flayer de Internet.
Cada que llega una nueva versión de la Feria del Libro, los bibliólatras afinan sus voces haciendo gárgaras con un licor barato, desempolvan sus trajes coronados por la caspa y emergen de sus madrigueras para ocasionar en sus anónimos lectores ese pasmo, esa conmoción, esa ansiedad del libro sin por qué.
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Necesitamos con urgencia un Día del No-Libro, que no se trataría de una apología del libro electrónico (para evitar malentendidos) sino del ocultamiento del libro en favor de la lectura; para que en la veda de eso que Borges llamó "la prolongación de la memoria", volvamos a los libros destinados a hablarnos al oído; para que en esa ausencia, que semeja al grito de una prohibición, leamos los infinitos libros que tenemos por descubrir, por habitar, y para que los bibliólatras por fin caigan en un profundo acto de contrición. Porque antes de publicar un nuevo (o rejuvenecido) libro debemos preguntarnos: ¿En verdad esto dirá algo nuevo? ¿Cambiará en algo el mundo? ¿Partirá como el hacha kafkiana la cabeza de un lector agradecido?
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