Creo que dos objetos de la realidad gastro-paisajística de Colombia representan a ultranza el decurso de la historia del país: el plátano y la morcilla.
En el trópico el plátano está en todas partes. Cuando uno viaja por el Eje Cafetero y Antioquia es posible verlo sembrado entre los cafetales, para no hablar de su abundancia en las selvas del Pacífico y en casi todas las tierras bajas donde acompaña, frito o en sancocho, al pescado, al espinazo de cerdo o a la gallina. Verde, se come con sal en medallones o en largas tostadas; pintón, se frita y obsequia agridulces tajadas; maduro, incuba el queso en el aborrajado de plátano. Además su hoja da cuna al tamal y arropa a las tortillas de maíz en cualquier plaza de mercado o en una tienda de barrio.
Como la historia del país, el plátano, en medio de este "platanal" (decimos en el trópico), es agreste, versátil y se cosecha a machetazos (pues sólo con el machete es posible desgajar del árbol un racimo de plátanos).
La morcilla o la rellena, que a diferencia del plátano goza de mayor presencia internacional ---pues su longitud abarca el perímetro del desayuno británico, de la mesa alemana y de la mano que la blande en cualquier Palacio del Colesterol de Bogotá--, vino con Europa pero aquí encontró a la arveja y las diversas especias que le dieron un toque preciado de fibra y emoción. La morcilla casi nunca viene sola: su pandilla es la "picada": papita criolla, rabadilla, chunchullo, librillo, cuajo y otras entrañas del cerdo, sobre todo. Su presencia antecede a una de nuestras prácticas cotidianas más comunes: la ingesta de cerveza, el proemio o el fin de la embriaguez, entre el mareo y el desenguayabe.
Fresca o refrita, la morcilla también es emblema de la historia de Colombia: está hecha con sangre y es rotundamente visceral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario