20 de enero de 2014

La historia de Colombia: entre el plátano y la morcilla

Creo que dos objetos de la realidad gastro-paisajística de Colombia representan a ultranza el decurso de la historia del país: el plátano y la morcilla.
En el trópico el plátano está en todas partes. Cuando uno viaja por el Eje Cafetero y Antioquia es posible verlo sembrado entre los cafetales, para no hablar de su abundancia en las selvas del Pacífico y en casi todas las tierras bajas donde acompaña, frito o en sancocho, al pescado, al espinazo de cerdo o a la gallina. Verde, se come con sal en medallones o en largas tostadas; pintón, se frita y obsequia agridulces tajadas; maduro, incuba el queso en el aborrajado de plátano. Además su hoja da cuna al tamal y arropa a las tortillas de maíz en cualquier plaza de mercado o en una tienda de barrio. 
Como la historia del país, el plátano, en medio de este "platanal" (decimos en el trópico), es agreste, versátil y se cosecha a machetazos (pues sólo con el machete es posible desgajar del árbol un racimo de plátanos).
La morcilla o la rellena, que a diferencia del plátano goza de mayor presencia internacional ---pues su longitud abarca el perímetro del desayuno británico, de la mesa alemana y de la mano que la blande en cualquier Palacio del Colesterol de Bogotá--, vino con Europa pero aquí encontró a la arveja y las diversas especias que le dieron un toque preciado de fibra y emoción. La morcilla casi nunca viene sola: su pandilla es la "picada": papita criolla, rabadilla, chunchullo, librillo, cuajo y otras entrañas del cerdo, sobre todo. Su presencia antecede a una de nuestras prácticas cotidianas más comunes: la ingesta de cerveza, el proemio o el fin de la embriaguez, entre el mareo y el desenguayabe.
Fresca o refrita, la morcilla también es emblema de la historia de Colombia: está hecha con sangre y es rotundamente visceral.

15 de enero de 2014

Rematemos nuestra historia

A Rafael Uribe Uribe, "El Indio", lo asesinaron a hachazos dos personajes, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, en 1914. El primero asestó el golpe que el otro secundó con vehemencia colombiana: "Usted es el que nos tiene jodidos", dicen que dijo, con frialdad nacional, el verdugo del liberal antioqueño.
A Jorge Eliécer Gaitán, "El Negro", lo mató Juan Roa Sierra, un desempleado y fanático, en 1948. La imaginación, que sigue cayendo como la lluvia pertinaz de esa tarde sobre los papeles del destino, sostiene que Roa llamó a Gaitán por su nombre y le despachó tres tiros sobre su pulcro traje a rayas.
Ambos hechos ocurrieron en Bogotá.
Si Uribe Uribe y Gaitán vivieran, andarían respirando a trompicones, sí, pero andarían vivos. O muertos en vida, quizá, pues ahora serían innecesarios los sicarios reales para acabar con uno u otro político; bastaría con un cacique mediático y dos o tres matones con micrófono en mano para ejercer el magnicidio imaginario.
Entre criminales ambiguos y sicarios simbólicos bosteza nuestra historia.