Tal vez una de las mejores formas de filosofar
sea andar en bicicleta, pues de hecho el ciclismo es una larga meditación sobre
dos ruedas, córrase el Tour de Francia o descúbrase una nueva trocha por alguna de las montañas de Colombia.
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Marcel Duchamp, 1914. |
El ciclista piensa de pies a cabeza, como
un “aprendiz al sol” (según el afortunado dibujo de 1914 de Marcel Duchamp) incubando
una idea entre los pedales y sus piernas. Esa rotación semeja el ritmo de un
pensamiento circular que divaga en torno a una certeza: No es que el ciclista
se pierda buscando un sendero; es el camino el que finalmente encuentra al
ciclista.
Roland Barthes se ocupó en su libro
“Mitologías” (1955) del Tour de Francia como una enorme epopeya homérica donde
el ciclista y la geografía de las etapas se cruzan en una batalla de intereses,
nacionalidades, heroísmos y tragedias. Pero, ¿qué hay del combate íntimo de
aquel ciclista aficionado que sale sobre su bicicleta a rumiar entre el
silencio y la niebla ese dolor a gusto que caracteriza al ciclismo?
Es aquí donde pensamiento y bicicleta,
filosofía y ciclismo trazan vasos comunicantes. Porque el ciclista no combate
contra nadie más que contra sí mismo; pero más que luchar se entrega a la
meditación azarosa rodeada de paisaje y de asfalto, o de sol y barro, o de
polvo y bosque o lluvia, en una edificación lenta y silenciosa del mundo a
través de su rotación particular.
Al igual que los antiguos filósofos
presocráticos, el ciclista elabora su meditación rodante en medio de los cuatro
elementos: agua, aire, tierra y fuego. Como un Heráclito sobre dos bielas, el
ciclomontañista, por ejemplo, divaga entre trochas y hojas secas, y se alegra
al toparse con el río, donde, según el griego, todos nos bañamos sólo una vez.
De esta manera podemos decir que ningún ciclomontañista divaga dos veces por el
mismo camino: el fuego o el agua modifican los elementos; el aire transforma en
polvo lo que alguna vez fue lodo.
Como otro filósofo, el ciclista bien puede
afirmar: “Yo soy yo y mi bicicleta”. Desligados del habitual sedentarismo
moderno, que nos lleva de la cama al bus o al automóvil y de éste a la
inmovilidad de la oficina o del salón de clase, ocupamos sitio en un sillín
para alterar el decurso previsible de la existencia.
Porque al igual que la vida, el ciclismo
divaga entre la estabilidad y lo imprevisto: las circunstancias exigen
equilibrio sobre los dos pedales, pero nada descarta una caída, un golpe
inoportuno del viento, un cambio de planes en la ruta, un extravío que
garantiza el hallazgo de un atajo o de un camino jamás visitado.
Por eso, contrario a lo dicho por
Sócrates, en el sentido de que el diálogo persigue una verdad a futuro, el
ciclista evoluciona de la verdad estática de los objetos del mundo a la ilusión
del movimiento, a cuyo ritmo el ciclista re-inventa el universo. Por oposición
a la dialéctica socrática, que halla en su final la puerta hacia dicha verdad,
en el ciclismo del que hablamos la llegada casi siempre indica el inicio de una
nueva travesía, aun si implica el regreso al punto de donde se partió.
Portadora de un pensamiento en lentitud,
la bicicleta dibuja el paisaje mientras que el automóvil lo borra. Gracias a su devaneo el ciclista bosqueja por primera vez
el mundo con sus pies: los árboles, el viento, el agua, la montaña o las
estrellas bordados a golpe de cubiertas, piñones y cadenas; delineados con la
sangre y el sudor.
En las mañanas y en las noches las calles
de las ciudades se llenan de ciclistas. Están los que ruedan por deporte y los
que se apresuran, a veces distraídos en locos zizagueos, hacia sus lugares de trabajo.
En ambos casos, la bicicleta es un artilugio que funciona para vencer las
resistencias (del tráfico, del viento, de las incertidumbres del camino…) y
fundar las utopías (preservación del medio ambiente, inmovilidad cero, salud,…)
del sujeto pensante contemporáneo.
Tal vez andar en bicicleta sea una forma
privilegiada no sólo de filosofar sino también, como sugiere Marc Augé en su
maravilloso “Elogio de la bicicleta” (2008), de reinventar el humanismo por el
placer de vivir y la aventura libertaria; por la afirmación de sí que forja el
ciclismo en la saludable intimidad de su divagación.